Daniel Calabrese: las huellas digitales del espíritu

Daniel Calabrese: las huellas digitales del espíritu

Jorge Fernández Granados

Cuando es posible lanzar una mirada en perspectiva, algunos lugares, algunas ciudades y algunas personas logran revelar una identidad no sólo inconfundible sino también perdurable. Una identidad que, como en los paisajes que por alguna razón resultan inolvidables, no es exclusivamente la suma de sus partes, sino tal vez algo que sólo desde el cielo o la distancia es posible reconocer. En los mejores escritores en general, pero particularmente en los poetas, esa identidad suele traducirse desde el principio como un tono, un modo de nombrar y pausar, un vocabulario tan íntimo como distintivo, posiblemente —por decirlo así— una huella digital del espíritu. Cuando esto sucede, en mi opinión, es la prueba más irrevocable de que estamos ante un artista genuino. Desde el primer encuentro y la primera lectura, me di cuenta de que Daniel Calabrese pertenece a esta errante tribu.

       Daniel Calabrese es un poeta, traductor y editor nacido en Dolores, provincia de Buenos Aires, Argentina en 1962, y radicado en Santiago de Chile desde 1991. Su obra, bastante destacada, ha sido reconocida ya en el ámbito de la poesía latinoamericana actual. Publica ahora en México Un cielo para las cosas (Ed. Laberinto, 2023), libro en el que selecciona, reorganiza y, con ello, de algún modo resignifica poemas pertenecientes a sus libros Ruta Dos, Oxidario, Escritura en un ladrillo, Futura Ceniza, Compás de espera, El buscador de agua, Ave nocturna y Otro viaje al centro de la Tierra, estos tres últimos, inéditos. Se trata de un conjunto de 95 poemas organizados en tres secciones o capítulos. Puesto que no los preside un orden cronológico ni temático y abarcan prácticamente todo el arco de la obra poética escrita por el autor hasta la fecha, podría considerarse a este cuidado y hermoso volumen como una muy amplia y propositiva antología personal.

       En Calabrese habitan un temperamento y una región. El temperamento es melancólico y la región es el Sur. Aunque su palabra está imantada e iluminada a cada paso por la cultura, la historia y la literatura universales, él busca o necesita, ante todo, “tocar tierra”, enumerar los objetos circundantes, situar un entorno, detallar un momento particular del ánimo y la memoria que, por paradójico que parezca, es quizás el más preciso de los observatorios para presenciar lo que desmesuradamente solemos denominar el mundo. De tal forma que para él no existe lo insignificante: “Somos inmortales pero en lo más mínimo”, afirma.

       En sus poemas, la observación es un método de síntesis. Los lugares, los acontecimientos, el tiempo y la memoria convergen poco a poco hasta fijarse en un trazo corto y certero: “Y todo, todo lo que hemos visto, / se puede lavar con el mar”. Poesía descriptiva y sosegada, cifrada en la evidencia de las cosas, poesía levantada como una pausa a la mitad del día, de cualquier día, desde la atalaya de quien no puede dejar de observar la existencia misma como una inagotable pregunta: “Su dolor es un sueño antiguo / donde viven las aves que cruzaron la guerra”. 

       Sin embargo, como dije al principio, es precisamente ese tono tan personal lo que singulariza el conjunto de estos poemas. Como en la música, cada sonido sólo tiene significado si se ejecuta con el silencio correspondiente, en su tempo preciso. Por ello, cada verso es un sentido y una pausa, una deriva y un hallazgo: “Nadie ha dedicado tanto trabajo / a desarmar una tristeza”. Habitante de lo habitual, lo inmediato que es, también, la revelación cotidiana de la extrañeza, Calabrese persigue el más allá; pero lo persigue en el aquí, lo persigue en el minuto a minuto del ahora y en la evidencia que la vida ofrece sin tregua.

       “De allí su elocuencia sin alardes, contenida, apenas audible. Los poemas de Daniel Calabrese inscriben una nueva forma de tristeza, como si quisieran recordarnos que, contra todo, siempre fue posible el amor”, así lo resume, con precisión y belleza, Raúl Zurita.

       Creo que vale mucho la pena adentrarse en Un cielo para las cosas. Ahí quizá su poesía todavía nos persuade de que lo cotidiano es un pasadizo, más o menos sigiloso e inesperado, a la eternidad. +