Todas queremos una taza de café

Todas queremos una taza de café

Mercedes Alvarado

Cuánto más vale el silencio; la taza de café, la mesa. Cuanto mejor estar sola, como el solitario pájaro marino que despliega las alas posando sobre la estaca. Dejadme estar aquí sentada para siempre jamás, con cosas desnudas, esta taza de café, este cuchillo, este tenedor, cosas que son en sí mismas, tal como yo soy yo misma.

                                                                                                    Virginia Woolf, Las olas

 

Hay, en torno al café, una ceremonia que no requiere testigos ni cómplices. Un acto íntimo en el que la única demanda es la del tiempo con una misma. Una pausa para existir, o una pausa para dejar de ser. La posibilidad del silencio o el picaporte hacia ese espacio en el que, cosa no menor, nos escuchamos. 

Este rito del café diario, que algunos escritores han llevado al extremo del hábito inquebrantable, no pierde nunca la condición de ser un momento propio, algo que nos pertenece de manera única, incluso —o quizá más— cuando lo compartimos. 

En ese primer escenario posible, el del acto unipersonal, pienso en Henrik Ibsen. Su praxis, con horario fijo, iniciaba con una caminata desde la puerta de su apartamento en la calle Arbins, en la entonces Christiania. Bajaba a pie por toda la Karl Johan bordeando primero los jardines del palacio real, pasaba frente al Teatro Nacional —que vio construirse y donde hasta hoy se presentan muchas de sus obras—, hacía una brevísima escala frente al edificio de la Universidad —cuentan que siempre miraba un reloj tras la ventana para luego chequear el suyo de bolsillo— y entraba, al fin, a las doce en punto del mediodía, al Grand Hotel. Siempre la misma mesa y siempre una taza de café. 

Casi nunca hablaba, dicen, y se mostraba molesto si alguien osaba interrumpirlo. Era ya un autor conocido en toda Europa y ese recorrido diario representaba una suerte de atractivo turístico en la ciudad. A veces, sin embargo, a la mesa concurrían otros grandes de la época, como el también nobel de literatura Bjørnstjerne Bjørnson o el pintor Edvard Munch, quien incluso retrató a Ibsen en este mismo sitio. 

Puede que Ibsen nunca haya querido, como tal, tomar la causa de las mujeres. Para él todo era humano, más allá del género, y se alejaba de la palabra política con el mismo ahínco que de la gente desconocida. Pero escribió Casa de muñecas y por todos lados se hablaba de Nora, una esposa infeliz que había llegado a la revelación de que era posible irse y, finalmente, se había marchado de la casa familiar. Revolucionó el teatro y, haya sido intencional o no, puso sobre el escenario a un nuevo tipo de personaje: el de la mujer que decide apostar por sí misma, incluso a sabiendas de todo lo que perderá.

Cuatro décadas después del estreno de Casa de muñecas en Dinamarca, Virginia Woolf estaría sentada en una mesa en Inglaterra, desmigajando un pan y revolviendo el café. Es que tenía también este hábito; estaba convencida de que el aroma la ayudaba a concentrarse y pedía que le sirvieran tazas a intervalos regulares mientras se sentaba a escribir por largos periodos. 

En esa mesa, la que fuera, puesto que también tomaba café en lugares públicos, Woolf habrá pensado en lo difícil que era —o es aún— para una mujer tener un espacio propio, físico y mental, en el que su vida, física y mental, no sea continuamente interrumpida por las obligaciones domésticas. Y así habrá llegado, quiero creer, a concebir aquellas conferencias que dictó frente a estudiantes de los colegios femeninos de Cambridge en 1928 y que, apenas un año después, se convertirían en el ya clásico libro Una habitación propia. Virginia echó luz, con este ensayo, sobre la incompatibilidad de la vida familiar clásica con el deseo de tener actividades —productivas o no— para una misma. Algo de Nora había aquí, creo. 

Una habitación propia es eso que, por cierto, puede que nunca haya tenido para sí Amelia, la protagonista La balada del café triste, de Carson McCullers, quien decide abrir un café en su propia casa queriendo complacer a un peculiar jorobado al que ha acogido después de terminar abruptamente un matrimonio de apenas diez días. Se llena entonces el recinto de personajes marginales que parecieran asistir a una desgracia anunciada en ese pueblo del sur de Estados Unidos. La vida es, a veces, más amarga de lo que habríamos deseado. 

Y es que el café, como espacio comunitario, ha jugado un papel central no sólo en algunas de las historias más entrañables de la literatura, sino también en la vida cotidiana de muchos escritores. Qué se habrán contado Dalí, García Lorca y Pérez Galdós entre las mesas del Café Gijón en el barrio madrileño de Recoletos; con qué ánimos y a lo largo de cuántas tazas habrán compartido las noticias de una guerra civil que se anunciaba inevitable y a la que no todos lograron sobrevivir. 

Algunas cosas se imaginan y otras se intuyen por lo que se ha ido contando, de boca en boca, a través de los años. Sabemos, por ejemplo, que el Café de Nadie de la Colonia Roma, en la Ciudad de México, no se llamaba así; que Manuel Maples Arce, Germán List y Salvador Gallardo eran asiduos del lugar. Se cuenta que nadie atendía el negocio, que de una cafetera se servían, si querían, y que volvían a pesar de esto. No sabemos, desde luego, si ahí mismo nació el estridentismo, pero nos queda esa poesía de la vanguardia mexicana que en los años veinte levantaba cejas entre los intelectuales más conservadores.

En otra geografía, la de la escarpada y ventosa San Francisco, se sostiene aún el Café Vesubio, donde Jack Kerouac, Dylan Thomas, Diane di Prima y otros muchos de la generación beat discutían y argumentaban en la década de los cincuenta, y que hoy ofrece cocteles bautizados en honor a esos autores. Me gusta pensar en Diane deambulando a primera hora por la ciudad, buscando una taza de café que le permitiera seguir escribiendo. 

Café tomaban los Buendía, esos que tienen la estirpe más entramada y reconocida de Latinoamérica y a quienes conocimos a través de la pluma de García Márquez. Café bebía el poeta y traductor finlandés Pentti Saarikoski (Cartas a mi esposa, Nórdica, 2016) mientras aguantaba la resaca y escribía larguísimas misivas, llenas de detalles sobre su vida en Dublín, que nos permiten asomarnos a la honestidad brutal y tierna de un hombre que lucha contra sus propios deseos y obsesiones. Café tomaba Beckett en los locales de su barrio en París cuando alguien disparó la fotografía con la que lo conoceríamos lectores adolescentes muchos años después y que captura una mirada joven en un rostro cansado. 

Una taza de café, pues, es la que anhelamos beber frente a esa persona amante a quien hemos esperado. Una taza de café como promesa de las conversaciones por venir con quienes hemos compartido algo de vida. Una taza como el pretexto para contarnos lo que no ha sido. Un sitio físico para escuchar la carcajada de los viejos que se reúnen cada mañana. Un espacio para que alguien, que apenas tiene un atisbo de historia, encuentre el hilo que se convertirá en una gran novela. El calor cayendo en el cuerpo como recurso infalible frente a los horarios extenuantes. Un momento que exista para nosotras, para nosotros, en el que sólo es necesario ser, y beber. Todo lo demás, si acaso, puede ocurrir en la siguiente taza.+