Temporada de huracanes: yo no fui, mamá, fue el diablo
23 de julio de 2021
Jesús Pérez Gaona
Es un fastidio escuchar a los educacionistas. Es ese sesgo positivista de la educación como el gran boleto de salida del mundo asfixiante, criminal, carcelario, del capitalismo del exterminio en que vivimos. ¡No es ingenuidad, son patrañas! Nada más insensato que eso, entre quienes todavía tienen fe en la movilidad social como un tránsito amable en las garitas de la lucha de clases. En la literatura no hay que ir hasta Víctor Hugo o Charles Dickens para lamentarlo, Fernanda Melchor volvió a poner el dedo en la llaga en Temporada de huracanes (2017): drogas, supercherías, tribal house y violencia en lo que la soberbia del centralismo llama la provincia mexicana.
Desde la guerra contra el narco lo rural, los márgenes (los extremos, lo extremo), se volvió el centro del país. Desde la guerra contra el narco. La nueva normalidad, que data de diciembre de 2006 y no de marzo de 2020, es aterradora. Desafiante, para quienes no simplifican ni buscan respuestas fáciles a situaciones de la chingada. La patria como una morgue, donde incluso parece existir una versión gore de la comunidad mexicana: el video de la narcoejecución, el tráiler de los cadáveres en refrigeración, pero sin rumbo, la fosa común, a veces clandestina, siempre criminal. «¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?». Historias como Temporada de huracanes.
«A lo lejos, en medio del cielo, un nubarrón tapó al sol y un relámpago mudo cayó en medio de las montañas lejanas, sin emitir un solo ruido, ni siquiera un chasquido cuando partió aquel árbol seco y lo calcinó de golpe», narró Melchor Pinto. Al pensar en el ambiente de Temporada de huracanes recordé La vida loca (2008), un brutal documental que le costó la vida a su director, Christian Poveda. De nuevo, hay que poner en duda que escolarizar chamacos bajo el esquema de asistencia obligatoria podría resolver algo (cuando no complicarlo todo aún más).
Por ello, una primera lectura de la obra me hace concluir que es como un anti-diablo guardián, contrario a lo que me dijo un buen amigo: es El diablo guardián (2003) de Fernanda Melchor. No lo creo. Los golpes, la sangre, los gritos, el cansancio, la rabia y el desaliento son auténticos, aun si todo ello no estuviese inspirado en un hecho real. Inspirado en un rancho de botas tribaleras que saltan de miedo ante la balacera que interrumpe las coreografías aprendidas en TikTok.
«Este mundo es de los vivos, pontificó; y si te apendejas, te aplastan […]. Eso era todo en lo que pensaba últimamente: en matar y en huir, y nada más; la escuela era una puta monserga, una pérdida de tiempo; las drogas y alcohol lo tenían asqueado, ya ni siquiera era capaz de disfrutar sus efectos; sus amigos eran todos unos pobres pendejos, y su madre una pinche tarada que seguía creyendo que el padre de Brando regresaría un día a vivir con ellos de nuevo».
Con el frenesí de quien te cuenta una confidencia sabrosa, la narración de la novela fluye como el chisme, con los susurros necesarios. En confianza, sin miedo al qué dirán. «Pero al mismo tiempo rasguña para arrinconarse como un secreto», escribió Valeria Villalobos Guízar sobre la historia. Villagarbosa, municipio, alcaldía. La Matosa, pueblo, al parecer colonia, zona de cañas, un cañaveral camino al Puerto, al mar del Golfo, una plaza más del Cártel. Matacocuite, Palogacho: dicen algunos lectores que son pueblos míseros, pueblos rascuaches como Macondo, porque pertenecen a una novela coral. Pero el narrador-pueblo de Temporada de huracanes para mí posee ese retintín del Ixtepec de Elena Garro. Con sus brujas estilo «Dorotea» versión dos mil diecitantos: una Vieja y la otra Chica, con vidas de «pecado y simonía», que al final se disuelven en una misma, atemporales, inmortales, hasta que les cae un cerro encima o les rebanan el cuello.
«La Chica –como años después les contaría a las chicas de la carretera– se ocultaba bajo la mesa de la cocina y agarraba el cuchillo y se hacía ovillo ahí abajo, como cuando era niña y todo el pueblo creía y esperaba y hasta rezaba para que se muriera enseguida, para que no sufriera, que porque tarde o temprano el diablo iba a venir a reclamarla como suya y la tierra se partiría en dos y las Brujas caerían al abismo, derechito al lago de fuego del infierno, una por endemoniada y la otra por todos los crímenes que cometió con sus brujerías: por haber envenenado a don Manolo y hechizado a los hijos para que murieran en aquel accidente; por capar a los hombres del pueblo y debilitarlos con sus trabajos y brujerías y, sobre todo, por haber arrancado del vientre de las malas mujeres la semilla implantada ahí por derecho, disolverla en aquel veneno que la Vieja preparaba a quien se lo pidiera, y cuya receta heredó a la Chica antes de morirse».
No es Catemaco, pero sí es el mal tiempo de Veracruz. Y también el mal tiempo de Puebla. Y el mal tiempo de México. Las «malas vibras» del país y su descomposición feminicida: no sólo el de la Ciudad de México, también el de Ciudad Juárez, Matamoros, Ecatepec. Reggaetón y vida de noche patriarcal, las reglas de un juego que no es un albur, aunque sí gana quien la meta más rápido y a más personas. «Matarla sería hacerle un favor; un acto compasivo». Pues digan lo que digan, griten y aleguen hasta agotar la saliva, pero no hay hombre bueno, eso leemos en esta historia. Cada macho militante -porque el machismo es militante- por acción u omisión defiende un mundo patriarcal: binario, cisgénero, heterosexual. Aun cuando el sistema tiene formas de convivencia permitida con la homosexualidad (cumpliendo un rol, en una relación vertical y comercial), donde los machos más malotes no tienen problemas en contar cómo se la metieron a un «choto», el patriarcado sigue intacto; trabajadores de la compañía, choferes, ingenieros petroleros y soldados penetrando a otros hombres sin que ello ponga en peligro su masculinidad. ¡Y si de dios hablan, qué no dirán de mí!
«La mariguana que la Bruja sembraba en su huerta, y los hongos esos que crecían debajo de las boñigas de las vacas en la temporada de lluvias, y que el puto recogía y conservaba en almíbar para poner bien locos a los muchachos que la visitaban, bien insanos y bien debrayados, con las pupilas como de caricatura japonesa y las bocas abiertas a causa de todas las cosas que alucinaban –que las paredes se derretían, que las caras se les llenaban de tatuajes, que a la Bruja le salían cuernos y alas, y la piel se le volvía roja y los ojos amarillos–».
Al otro lado de los genitales, las brujas de la novela no se disuelven en la belleza espectral de un personaje como Aura narrado por Carlos Fuentes. Son agiotistas, abortistas, magas liberadas que ven a las demás mujeres del pueblo como pendejas por soportar a sus maridos, aunque a ellas mismas las han tirado como «una jerga vieja y apestosa». Son lechuzas de nota roja, culpables de la pedofilia de los hombres, hembras de la mala vida no romantizada por los juglares que con yumbina en los bolsillos e hinchados de cerveza imitan a Tom Waits o a Joaquín Sabina. Pero, en cualquier caso, a las que sí les trinan y trovan: «borrachas de cumbia y caña, perdidas en el ritmo amnésico del tumpa tumpa», a las que más de uno busca el ojo hipnótico del deseo, una cuarta más abajo del ombligo, como lo hacía el tío Maurilio Camargo hasta que se murió de sida. «Muchachas gastadas antes de tiempo, arrancadas desde quién sabe dónde por el mismo viento que enredaba las bolsas de plástico en los cañales; mujeres cansadas de la vida, mujeres que de pronto se daban cuenta que ya no estaban para andarse reinventando con cada hombre que conocían». «Lo que me pidas tú», cantó la Bruja en algún momento, «reina, esclava o mujer».
Temporada de huracanes es un libro sobre mujeres de escenas del crimen, de thrillers que antes llamábamos films noir, y ahora directamente nombramos como feminicidios o transfeminicidios. Mujeres a las que ponen a trabajar «en los puteros como esclavas y que cuando dejan de servir para la cogedera, las matan como a los borregos», para hacerlas cachitos y vender su carne «a las fondas de la carretera como si fuera de animal fino para hacer los tamales famosos en la región». Un libro sobre abuelas que –traidoras a su género– consienten a los machitos y sobre suegras emprendedoras y visionarias que preparan a las nueras para el trabajo en el club nocturno; sobre nietas olvidadas a su suerte que se embarazan a los 13, y sobre otros menores de edad con más fe en la piedra que en San Juditas. ¿Hay algo que no sea decadente, censurable, deprimente en esta historia? No lo hay. Lo dije antes: así es la vida, la vida loca, y «la educación» es apenas un momento en el día donde los tutores confían en que saben dónde están sus hijos, aunque ignoran qué es lo que hacen y mucho menos con quién. ¿Y el amor? Ja. El amor es la confianza en la persona equivocada cuyo atormentado error puede vomitarse con un menjurje de la hechicera.
«¿Por qué decía que Norma era lo mejor que le había pasado en la vida, lo más puro y especial y sincero que había sentido nunca hasta el momento, si apenas la tocaba, si apenas hablaba con ella, si Norma más bien sentía que el cariño que él decía sentir por ella era una cosa frágil que cualquier vientecillo podría arrancarles de las manos en cualquier segundo?». El amor, la esperanza, la bondad, una cosa frágil que cualquier vientecillo puede arrancarnos de las manos en cualquier segundo. «Yo no fui, mamá, yo no fui, gritaba; fue el diablo, mamá, fue la sombra que se metió por la ventana, yo estaba dormido, mamita, la sombra del diablo». El anti-diablo guardián no es un ángel, sino una abominación, cuya monstruosa existencia obedece a un mundo agonizante. +