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Poética del tequila

Poética del tequila

2 de noviembre 2022

Por Vicente Quirarte

“Más claro que el agua y más fuerte que el aguardiente”. Así llamaba a nuestra bebida Domingo Lázaro de Arregui en su Descripción de la Nueva Galicia (1621). Si en 1873 Cenobio Sauza comienza las exportaciones a Estados Unidos, las tres décadas de mansedumbre porfirista propician el consumo de bebidas extranjeras. Los poetas modernistas exaltan los efectos —reales o imaginarios— del ajenjo y de otras bebidas espirituosas venidas del otro lado del océano. De ahí que la actuación literaria del tequila tenga lugar al estallido de la Revolución de 1910. En Los de abajo, la primera novela que testimonia el movimiento, Mariano Azuela abre la segunda parte con este párrafo: “Al champaña que ebulle en burbujas donde se descompone la luz de los candiles, Demetrio Macías prefiere el límpido tequila de Jalisco”. En las páginas siguientes, los hombres de Macías se hallan en medio de una celebración en la que hacen alarde de los muertos en combate y de los “avances” obtenidos en sus incursiones por casas y haciendas de los potentados. Un guiño de Azuela lleva al enfrentamiento entre dos mundos: “Entre los cristales, porcelanas y búcaros de flores abundaban las botellas de tequila”.

Combustible de las cargas suicidas de la División del Norte, el tequila acompaña tristezas, alivia heridas —Camila descubre sus propiedades curativas cuando Luis Cervantes lo utiliza para desinfectarse una herida— y es compañero de gozo. La búsqueda de la rima lleva a la musa anónima de “La Valentina” a oponer el tequila a otro destilado que también debe su denominación al lugar de origen: “Si porque hoy bebo tequila, / mañana bebo jerez, / si porque me ves borracho, / mañana ya no me ves”.

El tequila es barómetro de pretensiones sociales. La Revolución triunfante olvidará rápidamente su sarampión nacionalista y volverá los ojos a los fastos porfiristas. Victoriano Huerta era un consumidor voraz de coñac, y el Henessy recorre de principio a fin las aventuras y desventuras de los jóvenes políticos de La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. Con una dosis sobrehumana de tequila, con el cual lo torturan, los secuestradores del diputado Axkaná González parecen advertirnos, mejor que muchos mensajes subliminales, sobre los peligros del exceso.

La Revolución no bastó para que el tequila se impusiera como bebida nacional. Los amigos de Ramón López Velarde bautizaron el estreno del vate como cronista con una botella de coñac. En su novela Las batallas en el desierto, ubicada en pleno despegue alemanista, José Emilio Pacheco subraya la urgencia de la clase media por acudir a bebidas extranjeras y “blanquear el gusto de los mexicanos”.

Gilberto Owen ―entre otras muchas cosas, la conciencia etílica de los Contemporáneos― sale de México en 1928 y regresa en 1943. El país y la capital han cambiado asombrosamente y Owen hace tres descubrimientos que lo “mueven, remueven y conmueven”: el edificio de La Nacional, su sobrina de 18 años y el tequila.

En Bogotá, donde Owen se había casado con una colombiana, acostumbraba beber desde temprano aguardiente de Cundinamarca, trago barato y transparente que le era servido en taza, para no escandalizar a la sociedad bogotana reunida en el café.

Ya en Ciudad de México, instalado en la calle Mesones, Owen interrumpía con frecuencia sus notas y traducciones para ir en busca del todavía existente Salón de los Espejos a beber tequila. La bebida era una recuperación del desarraigado, “ancla segura y abolición de la aventura”, como Owen llamara al alcohol, combustible metafórico que conduce el viaje de su Sindbad el varado.

Si para querer completamente a Mario Moreno, Cantinflas, es preciso rescatar fragmentos de sus primeras películas, al tequila debemos una de sus escenas memorables. Bajo la dirección de Arcady Boytler, en la película donde se inicia como protagonista, ¿Águila o sol? (1937), Cantinflas y Medel logran una de sus mejores actuaciones en las que, mexicanos de estirpe, están a punto de hacerse a la idea de que van a tomar el último caballito de tequila antes de retirarse. La escena da inicio cuando la borrachera dulce y entre algodones del tequila ha llevado a los dos amigos a un diálogo tan envolvente, a un abrazo tan estrecho, que de continuo los hace chocar sus rostros.

Discursos unilaterales, frases de canon con las que cada uno trata de armar su discurso y responder al otro son los instrumentos verbales orquestados por una pequeña copa tequilera, desatadora de fraternidades, heridas y pasiones.

Cobija del pobre, blindaje del abandonado, el tequila es noble, transparente y sobrio (valga la antítesis). Uno de los mejores homenajes al triángulo establecido entre hombre, tequila y mujer lo hizo un poeta de cuyo nombre siempre habré de acordarme. Durante varios meses, compró religiosamente un cuarto de tequila Hornitos —no alcanzaba para otro— y lo consumía con sorbos espaciados frente a la casa de la perdida, sin que ella pudiera mirarlo y sin más compañía que la llama cauterizante de la herida provocada por “el rayo que no cesa”. Luego, sin tocar la puerta, el oscuro continuaba su camino, iluminado por el producto más noble del agave.

La Hora de Ibargüengoitia, llamó Joy Laville al momento en que el dos veces grande escritor, a quien tantas alegrías debemos, interrumpía su trabajo para mirar la salida de las niñas de la escuela. Acompañaba el rito con un caballo de tequila, intenso y pasajero como la belleza y la elasticidad de las ninfetas. Bajo la luminosa sombra de Jorge Ibargüengoitia, es posible concluir que el verdadero devoto del tequila adquiere sus mejores virtudes. A la luz del caballo retroceden las sombras, se abrillanta el paisaje y somos tan diáfanos como la bebida que hacemos, tranco a tranco, parte de nosotros. Benigno en la resaca —hasta donde pueden serlo los naufragios—, prolongado en marcharse del cuerpo, el tequila nació para acompañar nuestras mejores aventuras, que son siempre las del alma. “Borrachita de tequila llevo siempre el alma mía”, canta nuestra Lucha Reyes para demostrar el imperio del espíritu sobre todas las hazañas que intentamos. +

Tres libros indispensables para comprender el tequila

El tequila. Arte tradicional de México. Artes de México

Larousse del tequila. Larousse

Guía del tequila. Artes de México

En estas tres obras no sólo podemos recorrer la historia de la más mexicana de todas las bebidas acompañados por grandes investigadores, en sus páginas también se muestran los nexos del tequila con la literatura, el cine, la poesía y, por supuesto, la coctelería. Y, como debe de ser, en estas obras también encontramos las indicaciones para degustarlo y descubrir sus variantes, colores y aromas, que nos revelan un mundo al que vale la pena acercarse.