Coreografía de letras

Coreografía de letras

3 de febrero 2023

Por Julio Trujillo

Écfrasis, palabra que baila, quiere decir “una representación verbal de una representación visual”, y es una herramienta muy útil para los poetas que se pasman ante una obra de arte y, a sabiendas de que su descripción verbal nunca igualará al original, se lanzan a describir lo que ven, como Keats ante una urna griega, o como Homero cuando representa con palabras el escudo de Aquiles, probablemente la écfrasis más famosa de la literatura. Lo que parece una limitación en realidad no lo es: es cierto que un poema no es una pintura, pero también es cierto que en la paleta del poeta (por llamarla de alguna forma) el ars combinatoria no tiene límites. El maravilloso artesano del escudo de Aquiles no podría, jamás, abismarse en las representaciones infinitas que consigue la retórica de Homero… Todo eso está muy bien, pero ¿cómo hacer una representación verbal de una representación musical o de una representación dancística? La música y la danza nos ofrecen el feliz matrimonio de la forma y el fondo, esa milagrosa fusión de significantes y significados que no se materializa en ladridos cuando un poeta escribe la palabra perro. Es cierto que todas las artes, como dijo famosamente Santayana, aspiran a la condición de la música (y todas las ciencias, a la condición de las matemáticas). La poesía quiere ser música y quiere ser baile. Y lo es, a su manera, aunque siempre (fatalidad de fatalidades) un milímetro detrás del canto del ruiseñor y del gozoso momento de la danza. ¡Cuántos poetas matarían por escribir como baila Tongolele! Ojo: no cómo, sino como; no describir el baile, sino serlo; que las palabras alcen su danzón; que la poesía tenga cintura y movimientos inusitados de cadera; que los vocablos, pues, se pongan a bailar. Es difícil y frustrante, como lo es también competir con el cuerpo desde el bastión de la escritura: lo que los cuerpos dicen cuando bailan ¿cómo decirlo con consonantes y vocales?

Rilke hace uso del fuego, y hace bien, pues todos sabemos que el fuego baila, que las flamas danzan. El gran poeta de Duino observa a una bailarina española y lo primero que le viene a la mente son imágenes inflamables: como una cerilla que fuera extendiendo su lengua “y de repente es toda, toda llama”. Podemos imaginar ese momento en que la combustión del flamenco arrasó con la imaginación teutona del bardo de la rosa…

Y lo que quiere William Butler Yeats es que el baile no se detenga, que dure hasta el final. ¿No queremos eso todos? El poeta observa a una joven “que ha huido de la infancia / y de la muchedumbre” bailando sobre la hierba, ensimismada, fuera del tiempo, hechizando con sus giros al observador. Entonces pide que no la interrumpan, que la dejen terminar con su ritual. “¡Ah, bailarina, dulce bailarina!”.

Emily Dickinson se lamenta de no poder bailar sobre la punta de los pies, como ballerina, pero su queja es un engaño delicioso, pues el poema que la hospeda es breve, ligero y grácil como eso mismo que dice no poder hacer. En él hay giros, piruetas y discretos pas de deux. Conforme sus versos toman vuelo, y mientras lamenta no posarse sobre el mundo como un ave, atestiguamos la dicha que la posee cuando imagina tener “conocimiento de ballet”.

La cuadrilla, como su nombre lo indica, consiste en un baile cuadrado que llevan a cabo dos parejas, pero a Lewis Carroll le aburrió la idea y decidió concebir una cuadrilla de langostas que están a punto de ser devueltas al mar. A semejante espectáculo acuden pescadillas, caracoles y tortugas formando una (predeciblemente) lenta fila. Hay emoción, expectativa y nervios, y entre ellos se preguntan: “¿No quisieras, no querrías, no quisieras, no querrías ir al baile de la vida?”.

Langston Hughes, el gran poeta del renacimiento de Harlem, el bardo jazzista, el que insufló a la lírica estadounidense de ritmos africanos, sólo quiere abrir los brazos y girar, como un derviche, frente al sol, en una danza sostenida hasta el final del día. Participar de ese baile es nuestro secreto placer, solos, dando vueltas como trompos sobre el mundo: “Abrir grande los brazos / cara a cara con el sol. / ¡Gira y baila! ¡Gira y baila! / ¡Hasta el último arrebol!”.

Como no podía ser de otra forma, Federico García Lorca cifra en cuatro líneas una estampa muy española: “La Carmen está bailando / por las calles de Sevilla. / Tiene blancos los cabellos / y brillantes las pupilas”. Ah, la Carmen, por la que ya ha pasado el tiempo, pero cuya mirada aún refulge, zapateando sobre suelo andaluz… Federico añade (sin comentarios): “En su cabeza se enrosca / una serpiente amarilla, / y va soñando en el baile / con galanes de otros días”.

Nos gusta mucho que Alfonsina Storni proponga un baile, no de los pies, sino del corazón, y que lo haga con una imagen decididamente osada: “En la punta de un látigo, / mi corazón / danza una danza / en tirabuzón. / En la punta de un látigo / mi corazón”. Maravilla de la poesía: no es necesario explicar para entender, para identificarse, para sentir en el cuerpo, en el corazón, lo que las palabras expresan ¡en la punta de un látigo!
Cada línea sugiere una representación verbal de una representación dancística, una aproximación, con los ritmos propios del poema, a los ritmos propios del baile. Poesía en movimiento: coreografía de letras en acción.