Liliana Blum: mis mujeres son unas cabroncitas

Liliana Blum: mis mujeres son unas cabroncitas

Confieso que casi soy un ermitaño. El encierro y la soledad acompañada me sientan muy bien. Sin embargo, la aparición de un nuevo libro abre las puertas y llena la pantalla para reanudar las conversaciones. La frase “hace un libro que no nos vemos” me permite continuar con las palabras que se quedaron pendientes. La publicación de Un descuido cósmico (Tusquets, 2023), de Liliana Blum, fue el pretexto para encontrarnos a pesar de las distancias. Entre Durango y mi casa hay demasiados kilómetros. No nos habíamos visto desde Cara de liebre (Seix Barral, 2020) y, ahora, al leer la transcripción de la entrevista que tuvimos, decido anularme. ¿Qué caso tiene interrumpirla y volverla tropezosa?

  1. A fuerza de imaginar y escribir, descubrí que mi mente es casi oscura. La mayoría de mis libros anteriores podrían ser un ejemplo de esto; sin embargo, en algunos de los cuentos de Un descuido cósmico decidí divertirme. Desde que comencé a escribirlos, me moría de risa por las maldades que les hacía a mis personajes y, además, me di el lujo de lograr la justicia poética. A veces tomo personajes de mi realidad o de mi pasado y los meto en cuentos; por eso he matado a algunas personas. Creo que se lo merecían. El Camarón, por ejemplo, fue mi maestro en la secundaria y por sus manos pasamos cientos de niñas. Él era un depredador, un pederasta que actuaba de manera impune. A nosotras no nos pasaba por la cabeza la posibilidad de quejarnos con nuestros padres ni con las monjas ni con nadie. Cuando estaba trabajando en este libro, pensé en ese fulano y decidí que debía pagar por sus acosos y sus abusos.

A golpe de vista, podría pensarse que las mujeres que pueblan mis cuentos son más o menos ingenuas; pero se trata de una apariencia. En realidad, son unas cabroncitas. Cuando dicen “hasta aquí”, sus acciones marcan un final brutal, terminante, absolutamente bárbaro. De alguna manera, todas son víctimas, pero ellas no se asumen como tal ni se la pasan gimoteando por los rincones. Llegan a un nivel de hartazgo en el que deciden hacer algo y asumir una especie de rebeldía, una actitud de justicia por la propia mano. 

Mi vampira —tan sólo por adentrarme en uno de los personajes de Un descuido cósmico— no se parece a las que casi siempre se muestran. El cine, las series y una parte de la literatura crearon una imagen muy sexualizada de estos seres. Ellas representan un objeto sexual y, en más de un caso, como mujeres, son muy pasivas. Rebelarse contra esto resulta muy importante para mis personajes femeninos: ellas no se someten a los estándares de belleza ni de juventud. Tampoco son pasivas: toman cartas en el asunto y se juegan la vida. 

En Un descuido cósmico también asumí un nuevo riesgo: ilustré mis cuentos, como sucede con el hotel que está en Durango, escenario de uno de ellos. Ése es un lugar muy bonito para ir a desayunar, aunque no tiene un sótano siniestro, y en él tampoco trabajan un barman ni una vampira como los que aparecen en mi relato.

  1. Mis maldades literarias son reales; sin embargo, yo nací con una personalidad muy introvertida y sigo siendo tímida. Seguramente en esta característica se revela una parte de mi historia: mi padre fue muy violento en términos físicos y psicológicos. Y yo, como es de suponerse, apenas era como un animalito bastante asustadizo. Para terminar de complicar las cosas, por su trabajo, nos mudábamos de una manera casi incesante. Vivíamos un tiempo aquí y pronto nos cambiábamos para allá. Por eso, cuando apenas tenía una amiguita en Aguascalientes, ya estábamos empacando para irnos a otro lado.

Yo era muy solitaria. Entonces, descubrí el refugio de los libros, aunque debo reconocer que no era una gran lectora. Tal vez esto se debía a que, de niña, los libros infantiles casi olían a rancio y aún no se creaban las maravillas que hoy existen. Yo leía y, al mismo tiempo, jugaba con mis animales de peluche. Nunca fui de muñecas, eso de la Barbie jamás me interesó. Los animales de peluche eran lo mío y con ellos creaba historias muy dramáticas: puras lágrimas que duraban días y días. Les daba continuidad. Cuando me asomo al pasado, veo que desde siempre entendí el mundo a través de las historias, y sus sufrimientos no se acababan. También tuve una buena abuela, que me contaba cuentos: yo creía que eran de hadas, pero en realidad se trataba de historias que nadie más sabía y, más adelante, me di cuenta de que ella las creaba sobre la marcha.

Viví rodeada por los cuentos de mi abuela, por mis historias protagonizadas por peluches y por libros que me encontraba en casa del otro abuelo. Corte. Cuando salí de la preparatoria, había escrito mis primeros cuentos, y cuando decía que quería dedicarme escribir, mi familia sólo me contestaba: “No, te vas a morir de hambre”.

El caso es que se equivocaron y aquí sigo.

  1. Estudié la prepa becada en el Tec de Monterrey y ahí entré a mi primer concurso literario. Gracias a esto, conocí a Alberto Chimal: él se ganó el primer premio. Después me tocó uno chiquito en un certamen que organizaba Plaza & Janés. En esos días, esta editorial publicaba unos libritos chiquititos que se vendían en el metro y costaban tres pesos. Era un concurso para jóvenes y el premio eran dos millones de pesos. Viejos pesos. Algo así como dos mil pesos de ahora. Mi cuento se publicó en uno de esos libritos junto con uno de Horacio de Quiroga y otro de José de la Colina. Dos compañeros que opacan a cualquiera.

Como quería escribir, estudié literatura comparada. Estaba convencida de que la universidad me soltaría la pluma; sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que la academia no era para mí. Sentía me coartaba la creatividad y decidí que me guiaran los libros. Los libros fueron mis primeros maestros, y publiqué mi primera antología de cuentos en 2003; se llamaba La maldición de Eva (Voces de Barlovento, 2002).

Al año siguiente, me dieron la beca del Fonca, la de Jóvenes Creadores. Me acuerdo de mis compañeros: Carlos Velázquez, Daniel Espartaco, Antonio Ramos y Ernesto Murguía, que ahora escribe guiones. A mí me fue muy mal en esa en esa camada. Todos decían “Liliana hace puras cosas de señoras”, porque mis personajes eran mujeres en situaciones domésticas. En ese entonces, estaba casada. Era una mamá joven y, como todos mis compañeros hacían cosas del Norte o sobre las drogas y los dealers, desentonaba de a de veras.

Me ponían unas aporreadas de perro bailarín, no sólo en los en los talleres, el mismo tutor me llegó a decir “Liliana, esto no es para ti, mejor dedícate a tus hijitos”. Realmente estuve a punto de tirar la toalla, pero en ese entonces descubrí ―muy tardíamente― a Rosario Castellanos y su Álbum de familia, en el que todos los textos están habitados por mujeres como las mías, como las que estaba creando en ese momento. Ella me ayudó a no claudicar. Y entonces me dije “Ok, no les gustará lo que hago porque es muy distinto de lo ellos que hacen, pero aquí está Rosario: ella hace algo parecido y allá voy”.

A pesar del tiempo que ha pasado, todavía me parecen aburridas algunas de las modas. La autoficción se me hace aburridísima. Yo no podría escribir algo como eso, al menos con mi vida. Me interesa crear estas historias raras, explorar y experimentar. Creo que es una manera de conocerme y de entender el mundo. No puedo imaginar mi vida haciendo otra cosa que no sea leer, escribir y dar clases, porque eso también me gusta mucho.

Mi escritura no es como un pulpo, se parece más a una película de terror: La mancha voraz. Se va comiendo todo y se vuelve más grande: todo lo que leo, lo que veo y lo que vivo se transforma en parte de mi patrimonio. A veces, en mis libros he hablado de cosas muy personales, como lo del profesor que se convirtió en el Camarón. Y lo mismo sucede con El extraño caso de Lenny Goleman (Planeta, 2022), mi novela juvenil, que abre con un suicidio, un asunto que me toca en la piel: de adolescente, intenté suicidarme dos veces. Una no puede escribir y al mismo tiempo guardar sus secretos o tratar de mantener una fachada. Cuando una escribe, se desnuda.+

Un descuido cósmico, Liliana Blum (Tusquets)

Desde una mujer mayor que adopta a un alienígena, una esposa traicionada que recurre a la magia vudú como práctica terapéutica, una anciana solitaria que juega con la ouija, hasta una vampiresa cuyas víctimas son hombres violentos y acosadores, los ocho cuentos reunidos en este libro tienen como protagonistas a individuos comunes que se encuentran con lo fantástico; personas con pretensiones convencionales y aspiraciones legítimas que, sin embargo, las llevan a tomar caminos oscuros y desconcertantes. Plagado de humor negro, un tratamiento de la violencia sórdido y único, complementado por elementos de suspenso, terror y hasta ciencia ficción, Un descuido cósmico convoca a un elenco de personajes perturbadores, con sueños rotos e ilusiones perdidas, que muestran que no hay demonio más seductor y creativo que el espíritu de la venganza.

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