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Mi tienda de raya

Mi tienda de raya

08 de junio de 2021

José Luis Trueba Lara

Lo confieso sin pena: de niño odiaba las librerías. Aunque recuerdo que algunas desperdigadas en la Roma y la Condesa me parecían ultramodernas —como la que tenía la UNAM frente el Condominio Insurgentes—, la mayoría estaban en el centro, y ahí apenas se distinguían dos tipos: las malas y las horripilantes. En las malas, el local tenía mesas chaparras, y sobre ellas colgaban unos letreros capaces de ahuyentar al más plantado. Las horripilantes sólo eran un galerón amurallado con un mostrador resguardado por un fulano con cara de fastidio. A él había que pedirle lo que se deseaba; la posibilidad de husmear era imposible. Éstas funcionaban como las pulquerías del siglo XIX, que a las claras mostraban su filosofía empresarial: “Vayan entrando, vayan pagando, vayan saliendo”. Los sueños que Francisco Garmoneda tuvo a comienzos del siglo pasado gracias a la Librería Central prácticamente estaban muertos, agonizaban de mala manera o, en el mejor de los casos, eran presa de una modorra ciclópea. La razón de esto era obvia: Joaquín Mortiz, Siglo XXI y Era estaban recién paridas, y sus buenos vientos aún no alcanzaban a airear el miasma del queso rancio.

Para colmo de las desgracias, los libros que supuestamente me tocaban eran abominables. Que un escritor me dijera “chiquitín” y a la menor provocación diera consejos moralinos me caía en la punta de las gónadas, y lo mismo me ocurría con las versiones de los clásicos con ilustraciones que provocaban pesadillas. Para acabarla de amolar, los libros que me recetaban mis parientes eran somníferos químicamente puros. Entre los tiempos de Saturnino Calleja y los míos, el calendario casi se había detenido. Nunca pude con Julio Verne; Sandokán —el pirata malayo— me parecía un farsante, y los Pardaillan me metían en problemas: como sólo se la pasaban dando espadazos, tenía la certeza de que la naturaleza no los dotó de vejiga ni de intestino. A ninguno de mis parientes se le ocurrió la posibilidad de comprarme Los tres mosqueteros, que me permitiría descubrir a Porthos, o de regalarme La isla del tesoro, que sí era una aventura con todas las de la ley. En esos días, nadie imaginaba que faltaban décadas para que Francisco Hinojosa publicara La peor señora del mundo, o para que Juan Villoro diera cuenta del jarabe para la tos que sabía chorizo y que fue inventado por el profesor Zíper. Aquello, para acabar pronto, era un páramo. Así pues, todo parece indicar que me volví lector gracias a un milagro, y ese prodigio se materializó en mi tienda de raya.

La primera vez que entré a mi tienda de raya me sentí muy incómodo. El uniforme me hacía parecer un conscripto mal fajado, y los que ahí estaban parecían todo menos los reos de una secundaria pública cuyo número auguraba el mal fario. Los vendedores apenas repararon en mi presencia; seguramente estaban convencidos de que buscaba un libro de texto que jamás encontraría. Ahí sólo vendían libros para leer.

Por más que ansiaba diluirme, no lo logré: la gente estaba en cuclillas en los pasillos, hurgando los libreros blancos, y la pena me impedía obligarlos a que me abrieran el paso. Caminé como pude y llegué a un lugar donde apenas había compradores. Me agaché y empecé a ver los libros. Tomé dos. Las razones de mi decisión tenían muy poco que ver con la literatura: estaban encuadernados con la percalina más modesta y sus camisas anunciaban lo incomprensible. Ese momento se me quedó tatuado para siempre: los libros con pasta dura me siguen encandilando.

Me escurrí hasta la caja, pagué y me fui a casa. Para no variar ni perder la costumbre, estaba solo. Me tiré en la cama y abrí el primero para invocar al rayo más lento. Aunque el sentido común me decía que lo abandonara, no lo solté hasta llegar a la última letra. La sensación que experimentaba era extraña: mucho de lo que leía era incomprensible, pero algunas frases se revelaban como los relámpagos que rajan el cielo. Estaba delante de algo importante, de un misterio que debía ser desentrañado. Y, en ese momento, apenas tenía una pista: en algún lugar del mundo, alguien llamado Giovanni Papini había escrito Gog. Lo que me ocurrió con el segundo fue muy parecido: nunca había pensado que la guerra pudiera ser sórdida y todo lo corrompiera. Lo espeluznante era real. En ese momento aún no sabía que ese libro estaba incompleto y debería esperar muchos años para leer La piel sin cortes, gracias a la edición de Galaxia Gutenberg.

Sin darme cuenta, me había contagiado del mal de los libros y los síntomas de mi padecimiento eran claros: un libro lleva a otro libro y ese camino no tiene fin. Los lectores somos idénticos a Sísifo. Fueran como fueran las cosas, tenía que seguir adelante, y estaba cierto de que no podía volver a la librería disfrazado de soldadito panzón. Los sábados se convirtieron en el día de mis incursiones, gracias a la costumbre que tenían en mi familia de comer en un lugar que posaba como pretencioso y estaba en la glorieta de El Altillo. Sin embargo, nunca tuve el valor para subir las escaleras, que llevaban a un lugar desconocido y casi ruidoso: la cafetería y el foro eran una terra ignota.

En esas visitas encontré otras obras de Papini y Malaparte y —como ya había aprendido a moverme en la tienda de raya— un librero generoso me descubrió a Knut Hamsun, Céline y Ezra Pound. Ninguno era sencillo. Ellos me obligaron a comprar mis herramientas de lectura y, como resultado de esto, el dinero apenas me alcanzaba para pagar las cuentas. El vicio me obligaba a pedir adelantos de mi mesada y, por fortuna, conseguí una cantidad fija para seguir adelante como un lector acasillado que jamás podría pagar las cuentas en su tienda de raya.

En esas incursiones, veía que muchos se acercaban al lugar donde estaban los libros que hojeaban y ojeaban con detenimiento. Ahí descubrí otro filón: Onetti, Donoso, Roa Bastos, Carpentier y Vargas Llosa me llevaron para otro rumbo y, además, desarrollé una fuerte adicción por la sección de historia, que me obligó a dividir mi dinero. Siempre salía con uno y, cuando la fortuna era buena, compraba un par. El problema era claro: no sólo quería los libros que iba a leer, sino también los que algún día leería, y a ellos se sumaban los que deseaba por su belleza. La tienda de raya funcionaba a la perfección, y siempre iba por delante de mis ingresos. Yo era víctima de la maldición de Aquiles y la tortuga, pero no tenía la dicha monterrosiana de mentarle la madre a Zenón de Elea.

Cuando empecé a trabajar, creí que mis problemas estaban resueltos: mi sueldo de profesor de primaria me parecía suficiente para pagar el vicio, que ahora incluía los libros de la universidad. Sin embargo, al llegar la primera quincena me di cuenta de mi ingenuidad: muchos de los libros que anhelaba no llegarían a mi biblioteca y algunos —como la edición de América de Siruela— tuvieron que esperar muchos años para hacerlo. Por fortuna, los actos de amor de Patty me salvaban de la melancolía, y gracias a su aguinaldo podía tener los más caros. Abrir el regalo que contenía los nueve tomos de García Riera o el Códice Borbónico editado por Siglo XXI era una maravilla.

Cambié de trabajo y mis ingresos fueron más altos, pero las ansias de leer y tener libros crecieron más que ellos (pinche Zenón). Al final, tomé una decisión que tal vez solucionaría mis problemas: me convertiría en profe a tiempo parcial en la universidad, y ese sueldo lo destinaría a la tienda de raya. Durante cuarenta años más o menos mantuve la costumbre, pero la verdad es que jamás me alcanzó y siempre tuve que darle una pellizcada a mis otros ingresos.

Además de esto, terminé por aventurarme en la terra ignota a la que llevaban las escaleras. Mi misantropía me impidió convertirme en un habitué y, además, me parecía que ese lugar era peligroso: la posibilidad de contagiarme del vicio del ajedrez le restaría tiempo a mis lecturas, y el deseo de platicar sobre los libros que soñaba los mataría antes de que nacieran. Lo extraño del caso es que, en una de esas mesas, siempre se sentaba el que se convertiría en mi hermano: Óscar de la Borbolla, que tiene el raro don de escribir en público, y a la menor provocación suspendía sus labores para platicar con un hombre de “ojos morunos” que se movía como Juan por su casa. Yo no sabía que, en verdad, ésa era su casa. Yo no sabía quiénes eran ellos, y ellos tampoco sabían quién era yo.

Si bien es cierto que sólo iba al café cuando me urgía abrir los libros que acababa de comprar, sin grandes problemas me sumé a las pastorelas y a las obras de teatro que se presentaban en el foro. Ahí descubrí a Germán Dehesa y después lo seguí a El Unicornio, que estaba muy cerca de la librería; es más, gracias a esas puestas, aprendí a fingir que era bastante snob y muy inteligente. Les entendía a todas y encontraba los simbolismos más disparatados en los diálogos. Sin embargo, con el tiempo recuperé mi proverbial burrez. Ahora no les entiendo nada y tampoco comprendo por qué me encantaban.

El tiempo pasó y descubrí que uno de mis sueños jamás debía convertirse en realidad: si en la tienda de raya me hubieran fiado los libros que necesitaba, seguramente me habrían embargado todos los bienes. A pesar de esto, seguía comprando hasta donde podía, y también continué deseando mientras la vida me llevaba por buenos caminos: ya no iba solo, y a Patty se sumó nuestro hijo, que pronto se contagió de mi mal.

En una de esas incursiones, cuando terminamos de gastarnos más de lo que teníamos, mi hijo y yo subimos a la cafetería. A los dos nos urgía mirar nuestros libros. No lo logramos; ahí estaban Óscar y su chamaco. Él y yo ya éramos cuates, pero nuestros vástagos no se conocían.

—Demián, te presento a Ulises; Ulises, te presento a Demián— dijo muy ceremonioso.

Demián se le quedó viendo con cara de “ora sí ya la amolamos”.

—No te quejes —le advirtió —, si nos gustara la literatura infantil te llamarías Rumpelstiltskin.

Óscar tenía razón: Gandhi ya no sólo era mi tienda de raya y el lugar que en buena medida me llevó a ser el que soy; también era la causa de que las palabras se me metieran en la sangre y le dieran nombre a mi hijo, quien no heredaría riquezas, sino una pasión por vivir las vidas que no le tocaron y por adentrarse en los mundos que a ratos parecen incomprensibles. +