Novia. Ali Hazelwood

Novia. Ali Hazelwood

Ali Hazelwood

Nuestra guerra, la de los vampiros y los licántropos, dio comienzo hace varios siglos con una cruenta escalada de violencia, alcanzó su punto álgido entre caudalosos torrentes de sangre multicolor y llegó a su fin con una triste tarta de crema de vainilla el día en que conocí a mi marido.

Que, mira tú qué casualidad, resultó ser también el día de nuestra boda.

Nada que ver con la típica ceremonia que sueñas con tener cuando eres pequeña, ¿eh? Aunque, por otra parte, yo nunca he sido de las que sueñan. Sólo me había planteado la idea de casarme una vez y fue durante mi horrorosa infancia. Tras unos cuantos castigos demasiado severos y un intento de asesinato bastante torpe, Serena y yo trazamos un plan de huida que iba a consistir en tirar unos cuantos petardos a modo de distracción, robarle el coche a nuestro profe de mate y levantarles el dedo medio a nuestros cuidadores por el espejo retrovisor.

—Pasaremos por la protectora y adoptaremos uno de esos chuchos peludos. Conseguimos un licuado para mí, un poco de sangre para ti, cruzamos a territorio humano y desaparecemos.

—¿Me dejarán entrar aunque no sea humana? —pregunté, pese a que aquella no era ni mucho menos la mayor falla que tenía nuestro plan. Las dos éramos unas niñas de once años. Ninguna sabía conducir. La paz entre especies de la región suroeste dependía, literalmente, de que yo me quedara quietecita.

—Yo responderé por ti.

—¿Bastará con eso?

—¡Me casaré contigo! Creerán que eres humana: mi mujer humana.

A mí me pareció una propuesta de matrimonio bastante buena, de manera que asentí con solemnidad y respondí:

—Acepto.

Aunque eso pasó hace catorce años y al final Serena no se casó conmigo. A decir verdad, desapareció hace un tiempo. Yo estoy aquí sola, rodeada por un montón de recuerdos de boda carísimos que esperemos que logren engatusar a los invitados para que pasen por alto la falta de amor y compatibilidad genética entre el novio y yo, además del hecho de que no nos conocíamos de antes.

Intenté quedar con él. Les sugerí a los míos que les sugirieran a los suyos que fuéramos a comer la semana previa a la boda. Que nos tomáramos un café el día antes. O un vaso de agua del grifo la misma mañana de la ceremonia; lo que fuera con tal de evitar un: “¿Qué tal? Encantada” delante del oficiante. Después de que mi petición se derivara al consejo vampírico, recibí una llamada del ayudante de uno de los miembros. Se las arregló para ser cortés y al mismo tiempo dar a entender que me faltaba un tornillo.

—Es un licántropo. Uno muy peligroso y poderoso. El despliegue de seguridad que haría falta organizar para un encuentro de dicha…

—Le recuerdo que voy a casarme con ese peligrosísimo licántropo —señalé sin alterarme, y oí un tímido carraspeo.

—Es un alfa, señorita Lark. Está demasiado ocupado para reunirse con usted.

—¿Ocupado con…?

—Con su grupo, señorita Lark.

Me lo imaginé en el garaje de su casa, dándole a la batería o berreando frente a un micrófono, y me encogí de hombros. Ya pasaron diez días y aún no conozco al novio. En vez de eso, me convertí en un proyecto: uno que exige la labor coordinada de un equipo multidisciplinar para tener una pinta presentable el día de mi boda. Una manicurista me pinta las uñas de rosa y les da forma ovalada. Una cosmetóloga me da palmaditas entusiasmadas en las mejillas. Una peluquera consigue ocultar como por arte de magia mis orejas puntiagudas bajo un montón de trenzas de color rubio oscuro y un experto en maquillaje traza un rostro diferente encima del mío, uno interesante, sofisticado y con unos pómulos de miedo.

—Esto sí que es arte —le digo, examinando el contorno en el espejo—. No sé cómo no te han concedido aún una beca Guggenheim.

—Lo sé, y eso que no acabo todavía —me regaña antes de meter el pulgar en un bote de tintura verde oscura y pasármelo por el interior de las muñecas. Y por ambos lados de la base de la garganta. Y por la nuca.

—¿Qué es esto?

—Un poquitín de color.

—¿Para qué?

Un resoplido.

—Moví unos cuantos hilos e investigué las costumbres de los licántropos. A tu marido le gustará. —Se aleja y me deja sola con cinco marcas extrañas y mi recién descubierta estructura facial. Me embuto en el traje sastre que el estilista me pidió por favor que no llamara «esquijama» y entonces aparece mi mellizo, que viene a buscarme.

—Estás guapísima —dice Owen, circunspecto, y me mira con recelo, como si fuera un billete falso.

—Fue un trabajo en equipo.

Me hace un gesto para que lo siga.

—Espero que también te hayan vacunado contra la rabia.

Se supone que la ceremonia debe ser un símbolo de paz, y por eso mi padre, en un conmovedor despliegue de confianza, exigió que el dispositivo de seguridad estuviera compuesto en su totalidad por vampiros armados. Los licántropos se negaron rotundamente, lo que dio lugar a varias semanas de negociaciones y a que el compromiso estuviera a punto de irse al traste, hasta que por fin se adoptó la única solución capaz de encabronar a todo el mundo por igual: echar mano de personal humano.

Hay ambientes tensos y luego está esto. Un recinto, tres especies, cinco siglos de conflicto y ni una pizquita de buena fe. El personal de seguridad que nos escolta a Owen y a mí parece debatirse entre protegernos y mandarnos al otro barrio ellos mismos para acabar de una vez por todas con el asunto. No se quitan los lentes de sol ni a patadas y se dedican a murmurar mensajes en clave de lo más lamentables contra las mangas de sus camisas. «La murciélago vuela hacia el salón de ceremonias. Repito, tenemos a la murciélago.»

Al novio lo llaman «Lobo», así que salta a la vista que no se quebraron mucho la cabeza.

—¿Cuándo crees que intentará asesinarte tu futuro marido? —pregunta Owen como si nada, con la vista clavada al frente—. ¿Mañana? ¿La semana que viene?

—A saber.

—Seguro que no pasa ni un mes.

—Seguro.

—Me pregunto si los licántropos enterrarán tu cuerpo o si, simplemente, ya sabes… se lo comerán.

—Sí, es una duda que me corroe.

—Yo lo que haría es lanzar un palo cuando vaya a abalanzarse sobre ti. Creo que a los licántropos les encanta ir a buscar…

Me detengo de golpe y causo un pequeño revuelo entre los agentes.

—Owen —digo volteando a ver a mi hermano.

—¿Sí, Misery? —Me sostiene la mirada.

De pronto, su máscara de humorista cabrón y apático se desvanece, y ya no es el frívolo heredero de mi padre, sino el hermano que se metía en la cama conmigo cuando yo tenía una pesadilla, el que juró protegerme de la crueldad de los humanos y la sed de sangre de los licántropos.

Han pasado décadas desde entonces.

—Ya sabes lo que ocurrió la última vez que los vampiros y los licántropos intentaron algo así —me dice hablando en la lengua.

Claro que sí. El Áster aparece en todos los libros de texto, si bien las interpretaciones difieren enormemente. Fue el día en que el púrpura de nuestra sangre corrió y se entremezcló con el verde de la de los licántropos, de forma tan llamativa y preciosa como la flor que dio nombre a la masacre.

—¿Quién demonios se prestaría a un matrimonio de conveniencia política después de aquello?

—Parece ser que yo.

—Vas a vivir entre lobos. Tú sola.

—Pues sí. Así funcionan los intercambios de rehenes. —Los agentes de seguridad de nuestro alrededor comprueban de forma apresurada sus relojes—. Tenemos que irnos…

—Te harán pedazos. —Owen aprieta la mandíbula. El gesto es tan poco propio de él que frunzo el ceño: de normalmente nada le importa.

—¿Desde cuándo te importa?

—¿Por qué aceptaste?

—Porque una alianza con los licántropos es necesaria para la supervivencia de…

—Esas son las palabras de nuestro padre. No es la razón por la que accediste a esto.

No lo es, pero no pienso reconocerlo.

—Igual subestimas las habilidades de persuasión que tiene padre.

Su voz se convierte en un murmullo.

—No lo hagas. Acabarás muerta. Diles que cambiaste de opinión… dame seis semanas.