
Personajes AA: Autocríticos Anónimos


Para este número, hemos tenido el privilegio de asistir a una reunión de AA: Autocríticos Anónimos, en la que algunos de los personajes más icónicos de la literatura se reúnen cada jueves para compartir sus pensamientos más oscuros y sus luchas internas. Los asistentes nos permitieron escuchar sus confesiones y publicar sus palabras, con la esperanza de que alguien, al otro lado de la página, pueda sentirse menos solo. Si usted, querido lector, se identifica con alguna de estas historias, tal vez sea momento de considerar buscar ayuda. La primera regla de los Autocríticos Anónimos es simple: aquí, nadie juzga… excepto a ellos mismos.
La sala es pequeña y un poco deprimente, como suele ser en este tipo de reuniones. Sillas de plástico, café aguado y una luz blanca que realza las ojeras de todos los presentes. Un moderador con aspecto cansado da la bienvenida, y los mira con esa mezcla de lástima y profesionalismo que se adquiere después de escuchar demasiadas confesiones.
El primero en hablar es Hamlet. Se levanta despacio, como si hasta eso fuera motivo de duda. “Me llamo Hamlet y soy autocrítico”, dice, y los demás le responden en coro un “¡Hola, Hamlet!” que suena algo forzado. El príncipe danés aprieta los puños y baja la mirada. “Llevo años atormentándome por mi incapacidad para actuar. Paso horas debatiendo cada decisión, cada pensamiento. A veces, siento que todo es una obra en la que interpreto al peor de los actores. ¿Ser o no ser? La verdadera pregunta es: ¿seré algún día suficiente?”. El moderador asiente con una sonrisa paciente y pregunta cómo se siente al respecto. Hamlet suspira. “Indeciso. Como siempre”.
El siguiente en hablar es Holden Caulfield, que parece demasiado joven para estar ahí. Se remueve en su asiento, con esa mezcla de enfado y vulnerabilidad que lo caracteriza. “Yo soy Holden y odio a los hipócritas… pero creo que odio más lo hipócrita que soy”, suelta de golpe, como si quisiera sacárselo de encima. Los demás responden con el mismo saludo mecánico y él resopla. “La verdad es que paso el día juzgando a todos: falsos, tontos, vendidos. Pero cuando me miro al espejo, me doy cuenta de que yo también soy todo eso. Es como si me odiara por no ser diferente… aunque ni siquiera sé qué significa eso”. Se cruza de brazos y añade, casi en un susurro: “Fumo. Mucho. Y, a veces, hablo con mi hermano Allie. Aunque esté muerto”.
Gregor Samsa tarda en decidirse a hablar. Al final, con las antenas metafóricas temblando, murmura: “Me llamo Gregor y… bueno, supongo que soy una cucaracha”. El coro lo saluda con el mismo tono monocorde. “Me despierto cada día y me pregunto si alguna vez fui otra cosa. Lo peor no es ser un insecto, sino pensar que quizás siempre lo fui. Mi familia… nunca hice suficiente por ellos. Y ahora ni siquiera puedo hacer eso. Me odio por ser tan inútil”. El moderador le pregunta qué le diría a ese Gregor que aún tenía esperanzas. Él se encoge de hombros y sonríe con tristeza: “Que deje de soñar y aprenda a arrastrarse”.
Esther Greenwood es la siguiente. Se retuerce las manos y susurra: “Me llamo Esther y no sé quién soy”. Las palabras parecen dolerle más de lo que deberían. “Me miro al espejo y sólo veo máscaras: la hija perfecta, la escritora talentosa, la joven brillante. Pero debajo de todo eso… hay nada. Ni siquiera sé qué versión de mí debería odiar más. Tal vez a todas”. Su voz tiembla y el moderador le pregunta qué busca realmente. Ella se queda en silencio unos segundos antes de responder: “Silencio. Pero ni siquiera eso puedo encontrar”.
Anna Karenina toma la palabra después. Se acomoda el vestido imaginario y sonríe, aunque sus ojos parecen cansados. “Soy Anna y todo lo que toco se rompe”, confiesa. “Pensé que amar era suficiente, pero sólo arruiné a los que más quería. A veces, creo que nací para destruirme a mí misma. Y lo peor es que lo sabía, pero no pude parar. La culpa me devora, como si fuera la única forma de sentir algo real”. El moderador le pregunta si se arrepiente de amar. Ella suspira. “Sólo de haberlo hecho tan mal”.
Jay Gatsby, siempre impecable, se ajusta las mangas como si todavía tuviera una fiesta a la que asistir. “Soy Gatsby y no soy más que una mentira”, dice, y la confesión parece pesarle como una cadena. “Construí toda mi vida alrededor de una idea: ser alguien que ella pudiera amar. Pero la verdad es que soy un fraude. Todo lo que hice fue por alguien que ni siquiera me recuerda. A veces, pienso que hasta mi nombre es una broma. No soy más que un fantasma en una fiesta que nunca termina”. El moderador lo observa con compasión y le pregunta qué es lo que más le pesa. Gatsby sonríe, pero es una sonrisa triste. “Que ni siquiera sé quién soy cuando las luces se apagan”.
Cuando todos han hablado, la sala queda en silencio. No uno de esos silencios incómodos, sino uno denso y resignado, como el de un prisionero que se conforma con su celda. La autocrítica, en el fondo, no es más que una cárcel. Una prisión construida palabra a palabra, reproche a reproche, con barrotes de inseguridades y cerrojos de culpa. Lo peor es que la llave siempre está del lado de adentro, pero ninguno de los presentes parece listo para usarla.
El moderador agradece a los presentes y les recuerda que en ese espacio no se busca redención, sólo entendimiento. Y que si no pueden aprender a amarse, al menos deberían intentar odiarse un poco menos. Pero esa sugerencia suena débil frente a las miradas vacías y las sonrisas rotas.
La autocrítica puede parecer una forma de control, una manera de encontrar sentido en medio del caos. Pero, a veces, incluso los personajes más complejos necesitan aprender a ser amables consigo mismos. Mientras tanto, los Autocríticos Anónimos seguirán reuniéndose, buscando en cada palabra un poco de paz.
Si usted, querido lector, se identificó con alguna de estas voces, recuerde: no está solo. Salir de la cárcel de la autocrítica es posible, pero el primer paso es darse cuenta de que las llaves siempre han estado ahí, en sus manos.+
