Las series infinitas. Entrevista a Pablo Farrés

Las series infinitas. Entrevista a Pablo Farrés

Las obras de Farrés parecen las partes de un dispositivo en constante mutación. Cada pieza es una clave, un pedazo del mapa o el plano de un artefacto, un mecanismo complejo que se reescribe mientras se lee. Todo se expande como un virus y no hay posibilidad de detenerlo. El lenguaje se transforma en relatos y éstos mutan en realidades o sueños ―¿pesadillas?― que se convierten en ficciones potencialmente infinitas. La identidad como una constelación que se aparea por instinto al principio de la multiplicidad para trazar un orden en el caos y poder entenderse a sí misma y volverse nada o nadie (cada uno somos todos y todos somos cada uno y a la vez nos transformamos en nadie). En la conversación, Pablo Farrés nos confesó que Las series infinitas (Editorial Nudista, 2023) es su libro imposible, y no tenemos duda de eso, pero qué afortunados somos los lectores de que leerlo resulte posible.

¿Quién es Pablo Farrés y quién sería Pablo Ferrarese?

De algún modo, uno es el invento del otro. Resulta extraño que durante tanto tiempo se haya puesto énfasis en la muerte del autor o en considerarlo como una función derivada de los textos y la narración, cuando, en verdad, el escritor, el tipo de carne y hueso que puede ser señalado fuera del texto, también es el efecto de una narración. ¿Qué identidad y qué nombre propio no se definen a partir de una serie de ficciones? Farrés existe en el escenario teatral que arman los textos que escribe Ferrarese, pero Ferrarese no es más que otro actor que recita textos ajenos. Si la palabra siempre es de otro, no hay nombre propio que no sea lo más impropio. Puede que se trate del juego de las infinitas máscaras en un teatro sin límites. Pero a la vez hay algo fuera del teatro y las máscaras, algo que se transforma todo el tiempo y a lo que solemos darle un nombre y luego otro y luego otro para al menos ilusionarnos con un orden, una representación, una identidad. A eso que está afuera intento acercarme con el tiempo y las fuerzas que me quedan.

¿Cuál sería el mapa de lecturas y autores que te guiaron como puntos cardinales para la escritura de Las series infinitas?

Ya ni me acuerdo, pero seguramente detrás se encuentra un mutante nacido de intersecciones aberrantes: Pynchon y Beckett; Dick y Laiseca; Burroughs y Borges; Artaud y Kafka. Los mapas están hechos para perdernos, ésa es toda su gracia. Uno lee un libro y las conexiones vuelan por todos lados. Las seguimos hasta donde podemos, pero las líneas se cruzan, se superponen, dibujan el rostro provisorio de un monstruo, arman círculos que se transforman en espiral, crean laberintos. En algún momento sospechamos su secreto: como el tiempo, la literatura traza un mapa esquizofrénico. No hay punto de ingreso y no va a ninguna parte, pero esa misma es la definición de cierta provisoria y modesta felicidad.

¿Una reflexión sobre las letras mexicanas?

Me parece que cada vez se hace más problemático hablar de literaturas nacionales, ¿no? Esto puede ser leído como un efecto de la globalización, pero me parece que en verdad señala que detrás de eso que llamamos literatura se esconde una escritura que no reconoce nacionalidades ni aparatos estatales y que se lleva muy mal con los nombres propios. Ahora, a fuerza de no enmudecer, al costo de traicionar lo que acabo de decir, debería al menos soltar algunos nombres a modo de agradecimiento: Rulfo, Elizondo, Francisco Tario (qué tremendos son los relatos de Tario), Juan José Arreola, Daniel Sada y, sobre todo, Mario Bellatin.

¿Cómo es la relación de convivencia (si es que hay alguna) entre el Farrés lector con el Farrés escritor?

Espantosa. Como lector, soy un escritor horrible; como escritor, un lector enfermo. A Borges le debemos cierta jerarquía de la lectura por encima de la escritura, pero leer es reescribir y escribir, una forma de releer. Suele pasarme que, mientras leo, escribo mentalmente otro texto. Es como si en vez de leer un libro lo estuviera reescribiendo. Ahí se produce cierta magia. En cambio, hay libros que me limitan al mero lugar del lector. Los leo y punto. En ese sentido, parecería que hay libros que sólo existen para ser leídos, y otros, en cambio, resultan imposibles de leer porque te empujan a reescribirlos todo el tiempo. El problema, entonces, estriba en que nunca leíste ese libro: lo reescribiste de mil formas, pero nunca lo leíste; en todo caso, ocurre como si hubiera desaparecido bajo tus ojos volviéndose imposible. Borges se vanagloriaba de sus lecturas, por mi parte acepto la derrota: no hay nada que pueda leer sino desapareciendo para transformarse en otra escritura. Soy el lector imposible. La dificultad es que leer y escribir es siempre un comercio con los muertos. Y los muertos suelen hacernos trampa: cuando creemos leerlos, se ausentan, y cuando creemos escribir, son ellos los que escriben por nosotros.

¿En qué otras disciplinas, además de las letras, encuentras influencias?

El cine y el teatro. Pero sobre todo el teatro.

De esas disciplinas, ¿en cuál te imaginas desarrollándote?

Siempre quise ser actor. En el teatro hay algo de lo sagrado que todavía resiste como tal. Un empeño por poner el cuerpo como sacrificio común. La literatura evoca lo sagrado, pero lo hace a través de una serie de mediaciones que nos obligan a pelear todo el tiempo con nuestra propia mentira. Menos mal que nunca pude ser actor. La verdad del actor es el ahora y el cuerpo, pero el ahora y el cuerpo queman. El escritor, en cambio, no tiene ni ahora ni cuerpo, es un fantasma; ya está muerto en el momento de trazar la primera letra.

¿Cómo afectan a tus lecturas y a tu escritura las transformaciones que implican la tecnología y lo digital?

No hay que olvidarse de que el libro analógico también es producto de una tecnología. Una tecnología que antes de la era digital fue central en la producción de lo humano. Ahora las tecnologías digitales están produciendo algo nuevo, que ya no tiene que ver con lo humano. Producen otra cosa, no sé si peor o mejor, sólo diferente a lo que entendíamos como humano. Pero no es una cosa o la otra. Mientras la tecnología digital avanza, el libro analógico no deja de ser un objeto mágico que guarda las voces de los muertos, el mapa de la memoria y la imaginación de la especie. Me parece que todavía no se inventó ningún otro objeto con tal eficacia. Sin embargo, nuestra realidad económica (al menos la mía y la de algunos cuantos más) muestra que, si no fuera por el tráfico de libros digitalizados, no podríamos leer ni diez por ciento de lo que leemos. En ese sentido, parece haber cierta transformación en la circulación de la literatura para hacerla más amplia y horizontal. Internet podría ser hoy un espacio de lucha y resistencia. Hace no mucho tiempo creí que la libre circulación de libros iba a cambiar la mercantilización de la literatura, a poner en jaque la noción de propiedad intelectual, incluso la figura de autor. Esa promesa se desvanece, pero todavía fantaseo con resquicios que permitan nuevos modos de encontrarnos.

¿Qué efectos crees que tendrá la expansión tecnológica en la narrativa? ¿Cómo te imaginas la narrativa y la poesía en un futuro no tan lejano?

Si el efecto de la tecnología en la narrativa se da a nivel temático, no veo que importe demasiado. Lo que me parece más importante es la lectura inversa: veo cómo la narrativa del siglo xx creó efectos en la actual expansión de la tecnología. Y no me refiero a cómo la literatura del pasado imaginó la tecnología actual, sino al descubrimiento de ciertas lógicas narrativas que son desarrolladas por la tecnología de hoy. “La biblioteca de Babel”, de Borges, definió lo que hoy conocemos como internet. Dick estableció las reglas de los universos paralelos. Gibson, la realidad virtual. Raymond Roussel o el mismo Joyce, la lógica de los algoritmos.

Un libro imposible que te gustaría leer.

Nunca pude terminar Umbral, de Juan Emar.

¿Cuál sería la sinópsis de El apocalipsis según Farrés?

Soy muy malo para hacer sinopsis, pero siempre me atrajo la idea de que el apocalipsis no es un evento que vaya a ocurrir, sino que ya ocurrió en el pasado. Lo aterrador es que no lo registramos. Como un fantasma que no recuerda el momento de su muerte, sobrevolamos los restos de la aniquilación. Pero ¿cuándo ocurrió? Resulta difícil de definir. Quizá en 1989, tal vez en 1944, acaso en 1914. En un caso o en otro, sólo nos queda la literatura para acercarnos al evento de nuestra muerte.

¿Qué autores o libros nos recomiendas?

Metanfetafísica, de Germán Prósperi, editado este año en Argentina por Muiño y Dávila. Es un libro que le devuelve a la filosofía la potencia de la ficción y, a la ficción, el rigor de la filosofía.+