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Infinitivos cuerpos: Cara de bicicleta

Infinitivos cuerpos: Cara de bicicleta

13 de julio de 2021

Itzel Mar

Artilugio del diablo: dos ruedas del mismo diámetro, una adelante de la otra, que giran alrededor de un eje, ensambladas en una estructura de metal o de madera, en la cual se integran también los demás componentes: un sistema de transmisión de pedales, un manillar para controlar la dirección, los frenos y un sillín o asiento. Enigmática y rutilante; celosa del ahínco de quien la conduce. Las nalgas reparten su peso en el sillín, se expanden a sus anchas; la entrepierna, complacida y desenfadada, también se recarga en él, en busca del equilibrio que evite la caída. El cuerpo un poco flexionado hacia adelante; los brazos extendidos, pero no del todo, y las manos, sostenidas al manillar, realizando los malabares necesarios para encontrar el ritmo, las rutas… Finalmente, los pies impulsan los pedales y convierten esa energía en movimiento. Los corsés, las faldas vistosas y largas que cuelgan a los lados del vehículo, las blusas impecablemente ceñidas al cuerpo, los sombreros, las medias de lana y las botas, de pronto, parecen estorbarles a las damas que osan abordar este extraño espécimen. ¡Qué antihigiénico! ¡Escandaloso! ¡Inmodesto! ¡Una mujer recorriendo el espacio público a su antojo! ¡Una mujer sobre ruedas!

Durante el gobierno de la reina Victoria, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, el poderío imperial alcanzó algunas jurisdicciones del Pacífico, incluyendo Australia, así como vastas zonas de África y Oriente Medio, además de extensiones del Caribe y Canadá. Una considerable parte del mundo estaba sometida a la omnipotencia de la monarquía inglesa, que gozaba de abundancia y progreso. La Revolución Industrial originó el nacimiento de la clase media y el impulso tecnológico. Irónicamente, las mujeres del país gobernado por la mujer más influyente del orbe vivían sin derechos ni bienes propios. No tenían acceso al voto, y después de contraer matrimonio se convertían en una posesión más de los maridos, quienes disponían de sus cuerpos y sus deseos, e incluso ostentaban el derecho a pegarles con “moderada corrección”. Circunscritas casi exclusivamente a la vida familiar y doméstica, se esperaba de ellas una actitud abnegada; el cuidado y orden del hogar, y la crianza de los hijos. Las mujeres que podían acceder al trabajo lo realizaban, generalmente, en malas condiciones y recibían por él una remuneración menor que la de los hombres. Se desempeñaban como lavanderas, servidoras domésticas, costureras y obreras. Ser mujer consistía en una existencia ceñida, como la acción provocada por el paradigmático corsé —prenda básica de la indumentaria victoriana—, que definía la apariencia y condicionaba los movimientos y la respiración, por lo tanto, la manera de habitar el mundo. Los atuendos para dama de aquella época destilaban feminidad, entendida ésta como materia de ornato: tiras, listones, olanes, moños, velos.

Annie “Londonderry” Cohen Kopchovsky (1870-1947).

Ciclista, periodista y aventurera, y fue la primera mujer en recorrer el mundo en bicicleta.

Sencilla y sociable: un ser amistoso y sin el afán de hacer ruido ni estorbar, la bicicleta es quizá el mejor medio de transporte que se haya inventado. Su primer prototipo aparece en 1840 —sin tomar en cuenta los bocetos de Da Vinci—, y para 1876 ya contaba con los dispositivos que le conocemos actualmente. La autoría de esta versión se le atribuye al herrero escocés Kirkpatrick Macmillan. La bicicleta comenzó a comercializarse en 1885, y muy pronto se convirtió en una aliada de las mujeres; vehículo de la batalla por la emancipación. Susan Anthony, líder estadounidense defensora de los derechos civiles, dijo en una entrevista en 1896: “Cuando veo a una mujer sobre una bicicleta me alegro profundamente, porque es la imagen de la libertad”.

En 1895, cuando el uso del “artilugio del diablo” estaba de moda en los países anglosajones, el rechazo de la sociedad conservadora surgió ostentosamente, como era previsible. Entonces, se alertó sobre los riesgos del ciclismo femenino. Según los facultativos de la época, “montar una rueda” podía provocar infertilidad, crecimiento anormal de la glándula tiroides, amenazantes orgasmos y apendicitis. Artículos agoreros aparecieron en medios respetables, como National Review. El New York World publicó una lista de prohibiciones para mujeres ciclistas, entre ellas:

No te desmayes en el camino.

No utilices gorros de hombre.

No uses ropa interior apretada.

No olvides tu bolsa de herramientas.

No mastiques chicle (ejercita tu mandíbula en privado).

También surgieron algunos textos a manera de guías prácticas para las modernas amazonas del pedal, como el escrito por la señorita F. J. Erskine: Damas en bicicleta. Sin embargo, el miedo a que las mujeres desafiaran las buenas costumbres y se adueñaran de avenidas y caminos, a solas, sin chaperona ni maridos, llegó a tal grado, que se habló de una extraña enfermedad denominada bicycle face, caracterizada por ojos saltones y círculos oscuros alrededor de éstos, rostro enrojecido, mandíbula tiesa, labios apretados, palpitaciones y aspecto demacrado, proclive a la desfiguración facial. El padecimiento no existió, pero los signos sí. Abrir los ojos más de lo posible, las mejillas sonrojadas, ciertas muecas y palpitaciones corresponden a respuestas fisiológicas frente al asombro de someterse al júbilo de la intemperie y el impulso: frente a la negación de la obediencia. +