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Los nuevos campos de concentración

Los nuevos campos de concentración

Por José Luis Trueba Lara

6 de agosto 2022.

Los viejos campos de concentración tenían un fin que los distancia de sus nuevas advocaciones. En la puerta de Auschwitz aún está escrita una máxima reveladora: “El trabajo los hará libres”. Efectivamente, los campos nazis —además de transformarse en el lugar de la solución final— tenían una finalidad económica: gestionar el trabajo de los esclavos, que contribuía al esfuerzo de guerra gracias a su transformación en una propiedad que podía usarse como mejor conviniera. En efecto, mientras en las cárceles los reclusos no son propiedad de la prisión, en el lager sí.

La máxima Arbeit macht frei no mentía: los esclavos sólo podían liberarse del campo en la medida en que trabajaran hasta la muerte y, si se resistían a realizar este esfuerzo, la encontraban anticipadamente en las cámaras de gas. El viejo lager les enseñaba a los reclusos que el trabajo representaba una manera de postergar el fin de su existencia, algo muy parecido a lo que hoy aprenden los empleados de las corporaciones, quienes dejarán la vida en sus escritorios con tal de posponer la muerte simbólica que se materializa en el e-mail que notifica su despido.

En los viejos y los nuevos campos de concentración ocurre un fenómeno similar: se encierran a millares (o cientos) de individuos de diferentes edades, culturas, orígenes y costumbres para someterlos a un régimen carcelario, controlable, idéntico, competitivo, riguroso y mortal, en el que sólo sobrevivirán los peores.

En la medida en que los prisioneros de los viejos campos de exterminio eran una propiedad, no existía ninguna restricción para utilizarlos como mejor conviniera. Por ello no extraña que en muchas de estas instalaciones se llevaran a cabo experimentos con los reclusos.

En Mauthausen, por ejemplo, se inoculaba tuberculosis a los reos con el fin de probar las vacunas, y también se les sometía a cirugías —extirpación del estómago u otros órganos— para que los médicos de la ss realizaran prácticas o satisfacieran su curiosidad.

Aunque estos ejercicios nos resultan abominables y suponemos que están proscritos gracias a los tratados y la vigilancia de los organismos internacionales, no son muy distintos de los “experimentos” que se realizan en las corporaciones para averiguar qué puede suceder si se cambian algunas políticas o estrategias, o si se lanzan o no nuevos productos al mercado: en estos casos, los sujetos sometidos a la prueba también pagarán con sus vidas el fracaso y la curiosidad de sus superiores.

Además, los campos de los nazis requerían demasiados vigilantes para lograr la eficiencia necesaria —en Mauthausen, los 85 mil reclusos eran vigilados por casi diez mil miembros de la ss—.

Obviamente, los reclusos no anhelaban ser internados en ellos: el campo de concentración —al igual que la prisión— era un espacio indeseable. Ante estos hechos, la arquitectura vigilante sólo tenía un camino: transformarse para lograr una mayor eficiencia y crear mecanismos capaces de despertar el anhelo de internamiento, “cuya peor sanción es la exclusión”.

La arquitectura de las vanguardias —al igual que los desarrollos al estilo Googleplex— es heredera de la guerra y del panóptico creado por Bentham. No sólo emerge y se desarrolla a partir de las matanzas de 1914 y 1939, sino que también hizo suyas las técnicas, los materiales, los métodos y los artefactos que crearon las fuerzas armadas y los servicios de salud con tal de lograr el clímax de la vigilancia: la certeza de que los ojos del superior están en todas partes permitió observar y controlar a los reclusos, incluso más allá de los lugares de internamiento.

Gracias al uso intensivo del acero, el concreto y el cristal, las construcciones pudieron seguir el camino trazado por los rayos X: si el descubrimiento de las radiografías mostraba el interior del cuerpo, las nuevas edificaciones también podían exhibir su interior debido a las características de estos materiales. Este tipo de diseño pronto se adueñó del espacio: las nuevas oficinas lo siguieron a pie juntillas y lo mismo ocurrió en los hogares de grandes ventanales.

Todo podía volverse una emulación de los rayos X, que las mínimas desviaciones de la conducta de quienes se movían en estos lugares.

En los espacios laborales, la arquitectura de rayos X solucionó de manera definitiva el problema administrativo de los campos de exterminio gracias a la reducción del número de vigilantes: en el nuevo lager, todos los empleados asumen este papel debido a la transparencia de las paredes. La posibilidad del secreto y la privacidad fueron aniquiladas sin que nadie osara defenderlas.

Algo muy parecido ocurrió con los problemas del anhelo de pertenencia y el consenso: la ruptura visual y decorativa con las viejas fábricas y oficinas —una acción que se llevó al límite gracias a los proyectos al estilo Googleplex— creó la ilusión de que los antiguos sistemas de encarcelamiento y disciplina resultaban imposibles en los espacios abiertos, luminosos y supuestamente promotores de la convivencia. Nadie en su sano juicio quiere estar en un lugar sórdido; todos desean permanecer en sitios agradables donde por lo menos exista la ilusión de libertad y solidaridad, poco importa que en ellos la realidad sea distinta. A los reos les basta con tener ilusiones, vanas esperanzas de que se encuentran en el paraíso, en un lugar donde la miseria que marca su vida fuera de la corporación desaparece gracias a la belleza de su presidio.

No olvidemos que la mayoría de los prisioneros no vive en las zonas más ricas de las ciudades ni posee amplios y luminosos espacios: sus días transcurren en minúsculos departamentos ubicados en los lugares menos afortunados de la urbe. Ellos, al igual que Winston, el protagonista de 1984, pasan su tiempo en “ciudades sucias en las que seres desnutridos arrastran […] sus pies embutidos en zapatos agujereados, y viven en casas ruinosas […] que apestan a brezas y retrete atascado”. Tampoco echemos en saco roto la certeza de que sus ilusiones están indisolublemente vinculadas con el lager: mientras permanezcan en el campo de exterminio, tendrán la esperanza de vivir en la gloria y poder pagar las tarjetas de crédito que garantizan su impostura y sus sueños de convertirse en algo más grande de lo que son.

A pesar de sus poderes, el cristal no bastó para lograr el control absoluto ni la vigilancia total, por ello fue necesario que a las construcciones se les agregara un dejo de “inteligencia” que llevaría el panóptico a su extremo: primero llegaron las cámaras de video, que filmaban incesantemente a los cautivos para asegurarse de que no perdían el tiempo ni realizaban acciones contrarias a la empresa. Sin embargo, su uso intensivo no tardó en provocar protestas: ser filmados durante el trabajo con la excusa de la protección y la seguridad parecía tolerable, pero la invasión a la privacidad —como ocurre en las empresas donde se instalaron estos dispositivos en los baños y los vestidores— era inaceptable. Así, tras varios juicios y muchas sentencias desfavorables, se llegó a un acuerdo que mermó la capacidad de vigilancia de las corporaciones.

La victoria sólo fue aparente. La incorporación masiva de los sistemas de cómputo al lager no sólo abrió la posibilidad de controlar el clima, el consumo de energía y potenciar el uso de los circuitos cerrados de televisión —que mejoraron sus lentes, su capacidad de grabación y su movilidad a control remoto—, sino que también dio paso a nuevas formas de vigilancia que se apoderaron de todos los sistemas de comunicación: en las pantallas de las computadoras comenzaron a aparecer las leyendas “Cuidado. A partir de este momento usted está siendo monitoreado”, y lo mismo ocurrió con los sistemas de telefonía y los vehículos.

Como resultado de esta cuidadosa observación —y según datos de la encuesta de vigilancia electrónica realizada en 2005 por la American Management Association—, 26 por ciento de las empresas despidieron a algunos empleados por hacer “mal uso del internet”; 25 por ciento lo hicieron por el “uso indebido del correo electrónico”, y seis por ciento, bajo el amparo del “mal uso de los teléfonos en la oficina”. Sin embargo, más allá de estas cifras, lo verdaderamente preocupante es la vigilancia que permite saber lo que se dice y se escribe en el lager, un hecho que consiguió la protección legal gracias a una idea precisa: como los aparatos son propiedad de la corporación, su dueño puede monitorear lo que se diga o se escriba en éstos.

A pesar de su singular importancia, la vigilancia de los medios de comunicación del lager no representó la única novedad: gracias a las tarjetas con banda magnética que permiten el acceso a ciertos espacios, los trabajadores dejan huellas digitales en cada uno de los lugares que recorren y, por supuesto, del tiempo que se tardan. Si bien las cámaras de video están proscritas de los baños y el software de vigilancia sólo inspecciona las computadoras y los teléfonos, las huellas digitales permiten un mayor control. La posibilidad de esconderse ya no existe, tampoco la posibilidad de perder el tiempo: los reos son vigilados siempre y pueden localizarse con tal sólo mirar la pantalla donde se concentran sus rastros digitales.

Aunque las huellas digitales permiten el control y la localización de los prisioneros dentro del lager, aún quedaba un problema por resolver: su vigilancia mientras están fuera del campo. Al principio, los carceleros y los gestores del campo repartieron localizadores y teléfonos celulares a sus empleados, pero estos artefactos no impedían que ellos mintieran. ¿Cómo podía saberse si los reos decían la verdad y no estaban en otro lugar? Y, para colmo, también podían apagarlos al terminar su jornada.

La tecnología bélica ofreció de nueva cuenta su apoyo al Gran Hermano: el sistema de posicionamiento global, creado por el Departamento de Defensa estadounidense, fue adoptado por las corporaciones y se añadió a los dispositivos que permiten mantener bajo observación a los prisioneros que realizan actividades fuera del lager. Uno de los ejemplos más simples del uso de esta tecnología consiste en la posibilidad de “conocer la ubicación de [los] empleados con el fin de optimizar tiempos y administrar los recursos”.

Según sus promotores, este sistema aún tiene algunas “limitaciones” que pronto serán superadas: en este momento, el tiempo mínimo de localización es de quince minutos y el margen de error de una localización en una zona urbana puede ser de unos metros, mientras que en las zonas rurales, de hasta dos kilómetros. Sin embargo, y a pesar de estas debilidades, ya no existe la posibilidad de huir de la mirada o de tomarse un tiempo libre. El sueño de la vigilancia absoluta se ha cumplido. +