Formación vs. información: la educación en tiempos de pandemia
14 de mayo de 2021
Francisco Solís
Las medidas sanitarias, que ya cumplen más de un año, obligaron a que muchos procesos que ya estaban sobre la mesa se aceleraran o terminaran aceptándose de manera forzosa, como el trabajo y el estudio en casa. Hay ventajas que son innegables, como la reducción de traslados y el impacto que esto tiene en el medio ambiente; sin embargo, no ha sido un año nada fácil.
La discusión sobre la efectividad o la ineficiencia de la educación en línea existía desde antes de la pandemia, con argumentos bastante atractivos para su adopción: hace que se invierta menos tiempo en la escuela y optimiza muchos de los procesos burocráticos de las instituciones. Sin embargo, los programas que ya existían y funcionaban estaban pensados para un tipo particular de estudiante; serían planes efectivos para todos los estudiantes si pudiéramos confiar plenamente en su independencia, su responsabilidad y su capacidad para ser autodidactas. Era muy bueno que existiera la educación en línea como opción, pero ahora que se ha convertido en la única alternativa, tenemos que enfrentar serios problemas.
El primero, y tal vez el más triste y apremiante, es la falta de acceso que tienen los alumnos a un equipo conectado a internet que pueda ser dedicado casi exclusivamente para las clases, y que cuente con la tecnología adecuada para las aplicaciones educativas básicas.
En segundo lugar, y tal vez igual de apremiante, está el escaso conocimiento o destreza que tienen padres, alumnos y maestros en el uso de sus propios equipos y las tecnologías necesarias para el desarrollo de las clases. Es verdad: nadie nos preparó para esta crisis; los maestros no tuvieron capacitación; los padres no sabían cuáles eran las implicaciones que esto tenía para ellos, y los alumnos están presionados por cumplir con los requerimientos de las escuelas. En suma, maestros, alumnos y padres están llenos de frustración en torno al proceso educativo.
La pregunta ya no es si la educación en línea y a distancia es efectiva, la preocupación es ahora si en verdad vale la pena el esfuerzo y cuál es la recompensa si lo desarrollamos dentro de un sistema educativo institucional que ya estaba, por sí mismo, en crisis antes del encierro. Es necesario pensar cuál es el rol de las escuelas en la vida de los estudiantes, y cómo es que esto nos obligará a reformular nuestro sistema educativo y cambiar su paradigma.
Los que pasamos toda nuestra infancia, adolescencia y la primera parte de nuestra vida adulta en una escuela sabemos que una parte fundamental del aprendizaje no se encuentra ni en el salón, ni en los libros, ni en las palabras del maestro, sino en la convivencia con los demás. El proceso de socialización —o podría decirse: civilización— de los niños, adolescentes y adultos se da en el patio de juegos, en los recesos, en las cafeterías universitarias. Con suerte, también ahí se dan las mejores lecciones, recomendaciones de libros y lugares para visitar; se expresan las inquietudes entre pares, y cada uno se explora a sí mismo en un ambiente social, mide sus capacidades y aprende sus límites. La escuela es para eso, es un lugar de estudio, pero es, fundamentalmente, un lugar de socialización y desarrollo.
Muchos universitarios estarán de acuerdo en el hecho de que el transmitir la información no es suficiente. Si tienes acceso a internet, tienes acceso, relativamente, a toda la información que puedas necesitar para obtener un título académico.
Desde hace mucho tiempo, la educación no depende sólo de la información —que ahora es efímera y cambiante en casi todas las ramas técnicas—, sino de la formación como profesional, que está en aprender las minucias del comportamiento humano, en vivir la profesión dentro de un entorno social, en platicar con colegas, maestros y personas de otras carreras para poder desempeñarse propiamente en un ambiente diverso y cambiante. Todo ello, sin hablar de los contactos, amistades, relaciones personales y experiencias que se adquieren en ese momento de la vida.
En contraste, la educación a distancia y el aislamiento nos han obligado a aprender a estudiar, a enseñar y a socializar de maneras distintas, en el mejor de los casos. Esto ocurre con mayor efectividad en los niveles educativos más altos, como la universidad y el posgrado, que ya tienen, de por sí, un nivel de independencia mayor. Las ramas que requieren forzosamente de la práctica en laboratorios y equipos especiales para aprender habilidades técnicas específicas sufren dificultades mayores en la educación en línea, así como todas las carreras técnicas que requieren de instrumentos y materiales que las instituciones proveen.
Sería injusto no considerar las brechas económicas que hay en el país y el hecho de que la mayor parte de los estudiantes está en los niveles básicos de educación: preescolar, primaria y secundaria. Ellos son quienes mayores problemas han tenido para adaptarse a la educación a distancia.
No es extraño escuchar historias de padres que se quejan de la cantidad de tareas que deben entregar sus hijos, la presión por hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, cuidar a los hijos, estar en sus clases, revisar que hagan la tarea —o hacerla por ellos— y entregarla a tiempo, además de todas las actividades laborales y domésticas que ya tenían encima. Tampoco es raro escuchar las quejas de los maestros en su intento de autocapacitarse en los aspectos técnicos de las clases a la vez que concilian las exigencias que tiene el sistema educativo y los propios padres. ¿Cuál es el punto?
Durante el año pasado, muchos han decidido sacar a sus hijos de la primaria: lo consideran un año perdido. Por otra parte, los profesores se han visto obligados a aprobar a sus alumnos con un mínimo de requisitos, más burocráticos que académicos. Se está perdiendo de vista el objetivo que la educación tendría en los niños, y lo estamos viendo como una obligación que padres y maestros deben cumplir para con el sistema educativo y no para la formación de sus hijos y alumnos.
Algo no está funcionando, algo que fallaba desde antes: todos los esfuerzos institucionales se hacen en función de cumplir un programa establecido, con metas irreales y que sólo tienen sentido para aprender lo siguiente: si se cumple con los procesos burocráticos del sistema, es posible terminar de estudiar, aunque esto no signifique aprender habilidades básicas de lectura de comprensión y matemáticas, elementos indispensables para conseguir el ideal de todo sistema pedagógico: promover el pensamiento crítico.
El precio de cambiar la educación presencial a un sistema remoto ha revelado deficiencias que ya eran bastante evidentes en el sistema, pero que siguen escudadas por un aparato burocrático institucional que es, si no perverso, obsoleto.
Tal vez podamos capacitarnos como maestros para aprovechar las herramientas que tenemos a nuestra disposición. Sin embargo, el terreno es muy desigual, y acceder a una educación gratuita no es igual de fácil para todos, pues la vida no es gratuita y no todos tienen acceso a los servicios más básicos, a los equipos más elementales, ni a una conexión confiable para continuar con su educación.
Tal vez no exista un sustituto de las clases presenciales, de la experiencia escolar, ni de la vida académica, pero podríamos aspirar a configurar un sistema que utilice las ventajas de los medios virtuales, que promueva habilidades autodidactas, que interese a los niños y adolescentes, y que no venga como una imposición de un maestro tirano que deja mucha tarea sin considerar las circunstancias de sus estudiantes.
Si recordamos la sentencia de McLuhan: el medio es el mensaje, la educación presencial enseña la experiencia de la escuela y la vida en torno a ella; ahora hay que encontrar una manera en la que la educación virtual se convierta también en una experiencia que se aprehenda y que considere el entorno actual de los estudiantes, en sus casas, con su familia, consigo mismos.
Quizás esto traiga algo de esperanza. Boaventura de Sousa publicó recientemente su libro El futuro comienza ahora: de la pandemia a la utopía, en él prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal; afirma que las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable. También dedica una sección llamada “La cruel pedagogía del virus”, en la cual analiza el panorama al que se enfrenta la educación tras la pandemia y le da dirección al cambio que deberíamos tomar.
Este año nos ha dejado muchas lecciones: hemos tratado de encontrar una “nueva normalidad” en nuestras formas de vida. Dicha normalidad no llegará si estamos aferrados a las formas del pasado. Vivimos una evolución forzada, y eso tal vez no sea malo, pero un año no es suficiente para consolidar un cambio tan drástico. Es necesario que las instituciones escolares, los programas de estudio y los métodos de enseñanza se actualicen para seguir el paso de la tecnología y la influencia de ésta en la conformación del pensamiento de los alumnos, aprovechar la vida en el encierro como una forma de introyectar también el conocimiento, de modo que no sea sólo cumplir con requerimientos informativos, sino una experiencia formativa por sí misma. +