Capote o el precio de la fama
El enorme talento de Truman Capote (nacido hace cien años, el 30 de septiembre de 1924, bajo el nombre de Truman Streckfus Persons) relució desde muy temprana edad. De hecho, su vida está marcada por el estigma de la precocidad. Sabemos que se enseñó a sí mismo a leer y a escribir antes de entrar a la escuela, y que su infancia (en la que se describe a sí mismo como un “huérfano espiritual”) fue un clásico pasaje de soledad y superioridad frente a los otros niños, del que se salvó a sí mismo escribiendo intensamente desde los once años. La educación formal, previsiblemente, le disgustaba, y abandonó varias escuelas de prestigio sin completar nunca sus estudios, pero asegurando, a los diecisiete años, un trabajo como redactor en The New Yorker y comenzando a publicar relatos breves en otras revistas de menor circulación. En 1945 su cuento “Miriam” fue publicado en la revista Mademoiselle y ganó un premio al año siguiente, gracias al cual consiguió firmar un contrato con Random House para publicar su primera novela (y un adelanto de mil quinientos dólares). Esa primera novela, Otras voces, otros ámbitos, fue publicada en 1948, a los veintitrés años de Capote, y recibida con entusiasmo por la crítica. En la contraportada del libro figura una provocadora fotografía del autor, recostado con sensualidad y mirándonos desafiantemente. Esta información parece encapsularlo, aprisionarlo: un joven brillante, precozmente famoso, con un libro debutante cuyo tema es el afán de pertenencia al que se interpone, además, la figura del mismísimo autor robando cámara y queriendo escandalizarnos. Con ustedes: Truman Capote.
Pluma estelar de Vogue y The New Yorker en los años siguientes, Capote cimentaría su fama en 1958, con la publicación de Desayuno en Tiffany’s y la creación de ese personaje emblemático, Holly Golightly, que Audrey Hepburm sublimaría en su icónica interpretación cinematográfica. Pero Capote quería más; buscaba otra forma de narrar que no fuera un velado disfraz de la realidad; pulsaba en él el cronista de una época, un tanto hastiado del glamour neoyorquino narrado por él mismo en su más reciente libro. Entonces, en 1959, en el pueblo de Holcomb, Kansas, la familia Clutter fue brutalmente asesinada, sin saberse quién o quiénes habían cometido el crimen. Se activó de inmediato el olfato de nuestro escritor-periodista en busca de nuevas formas narrativas, quien dedicó el siguiente lustro de su vida a investigarlo todo sobre el crimen, sus personajes y su contexto para fraguar A sangre fría, publicado en 1966, clásico contemporáneo con el que nacería el género hasta hoy etiquetado como no ficción o nuevo periodismo. El éxito instantáneo de A sangre fría también sería el principio del final del autor Truman Capote, quien no publicaría un libro más en su vida. Pero vayamos por partes.
Capote no solamente olfateó una historia sensacionalista, sino, más adentro, la semilla de una metáfora de la condición humana y el valor de la vida. A Richard Hickock y Perry Smith (Dick y Perry), los asesinos, los une el objetivo común de cometer el robo perfecto sin dejar testigos. La historia, que rastrea el diseño del plan, su ejecución y consecuencias, profundiza con detalle en la naturaleza de todos los personajes involucrados. Mediante construcciones paralelas, saltos temporales, diversos puntos de vista Rashomon style, el uso del presagio como herramienta literaria y descripciones que llevan al lector a ver más allá del obvio registro sangriento e histórico, Capote consigue entregar una novela cautivadora sobre idiosincrasias que colisionan y sobre el criminal en potencia que hay en todos nosotros. Bajo esta óptica, podemos reconocer en Crimen y castigo uno de sus modelos tutelares. Aunque abundan los personajes en la historia elegida por Capote, sus protagonistas son indudablemente los asesinos, que cautivarían la imaginación de Capote por años, y la nuestra por décadas.
Entre 1959 y 1965, Capote mantuvo una comunicación constante con los asesinos. Se sucedieron un juicio tras otro y, a pesar de que finalmente ambos hombres confesaron, las ruedas de la justicia giraban con demasiada lentitud. En 1965, Truman había terminado su manuscrito, con excepción del final. Y el final que él necesitaba, el final que su historia merecía, era una conclusión absoluta de los crímenes cometidos, lo cual significaba la muerte de los perpetradores. Ellos, por su lado, se defendieron como pudieron, con diversas apelaciones y audiencias que comenzaron a afectar emocionalmente al autor-que-necesitaba-un-final. El miedo principal de Capote (al reconocer que lo sentía, también reconocía al monstruo que habitaba en sus entrañas) consistía en que los acusados fueran indultados y su libro, su investigación de años, su obra maestra, se quedara sin final. Sin embargo, a lo largo del proceso entero, Capote no se había dado entera cuenta de la relación que había desarrollado con los asesinos, particularmente con Perry Smith. De tal forma que, mientras esperaba con ansiedad su ejecución, ignoraba la pérdida personal que dicho castigo le depararía. Eventualmente se detuvieron las mociones legales y las suspensiones de ejecución: el futuro de Hickock y Smith era la horca. Capote por fin tenía el final de su historia. Sabía, además, que tenía que ser testigo de la fatal conclusión, lo cual significaba atestiguar las cabezas encapuchadas, el ahorcamiento y el último respiro de sus protagonistas. Lo hizo, con lágrimas en los ojos, y en el avión de regreso a Nueva York nadie pudo consolarlo. Todos los conocidos de Capote llegaron a la misma conclusión: algo en Truman había muerto también, le habían arrebatado una parte de su alma.
Poco después de la publicación de A sangre fría, Capote fue el anfitrión de una célebre gala en blanco y negro en el Hotel Plaza de Nueva York. Truman resultó el absoluto centro de atención de sus quinientos invitados, que incluían líderes mundiales y celebridades de todo tipo. Fue, tal vez, su cumbre, su momento estelar, y 1965, el año en que alcanzaría todos sus sueños para convertirse en la gran personalidad de su generación. Pero algo inquietante acechaba bajo la superficie. Su historia estaba intrínsecamente trenzada a la de sus protagonistas y siempre lo acompañaría el dolor (¿la culpa?) de reconocer que su éxito iba a estar eternamente atado a la muerte de sus personajes. Por más glamorosa que fue su vida, los años posteriores a 1965 representaron un largo declive en las brumas del alcoholismo y la adicción. Su gran talento permanece y es lo que continúa cautivándonos a cien años de su nacimiento. Cumplió con su propia biografía uno de sus inigualables aforismos: que la vida es una obra moderadamente buena con un tercer acto pésimamente escrito. Tal fue el costo de la tan buscada celebridad y de la historia perfecta: dicho tercer acto en el que gradualmente se desvaneció. Nadie supo decirlo mejor que él en Música para camaleones: “Todavía no soy un santo. Soy un alcohólico, un drogadicto, un homosexual. Soy un genio”.+