La cultura del café
Para que París sea una fiesta flotante, energía movible y casi indescriptible, hay que entender esa magia que aquí queda escrita como cultura del café. Lo que para los demás son horas muertas se vuelve la interminable cronología del artista; el pintor que esboza perfiles y aprende de memoria la figura humana con sólo observar la vida pasar en esos cafés tan parisinos que alinean dos y hasta tres filas de sillas como mirando al mar, aunque el oleaje sea no más que la humanidad que puebla las aceras y los vehículos que reptan por los bulevares; también el poeta o novelista que pide una diminuta copa de algún veneno, o bien, la religiosa taza azarosa de café, aunque los hay que prefieren té o chocolate.
Se trata de una liturgia que sembró de creativdad expansiva la cultura occidental, y la vivió con hambre una generación perdida de bohemios y diletantes que no necesariamente se han evaporado como fantasmas. Hemingway, de bigote y aún sin barba blanca, encerrado en una burbuja invisble donde sólo sus oídos escuchan la trama concisa y directa de un cuento que empezó a imaginar en la madrugada. O la carcajada aislada de John Dos Passos al cerrar una libreta en la que germina un novelón por el paso levitante de unos párpados azules. La cultura del café llevó a ambos y demás a un universo cuyos horarios enrevesados permitían alargar los días en noches de neón y serpentinas, para que todas esas veladas se vuelvan navegación ilimitada hasta el enésimo amanecer en que, quizá, dormir no sea preciso. Al margen o en tangente al ritmo de la gente normal, los artistas de la cultura del café atesoran el silencio multiplicador que rodea un parlamento de un sabio inspirado o la tertulia en casa de Gertrude Stein, donde han transportado —como fiesta flotante— la escenografía del café hasta colgarla en medio de cuadros y más cuadros de Paul Klee o un tal Pablo Picasso.
El cuentista llega al filo del mediodía, enfundado en un viejo saco de tweed, con una bufanda anudada como corbata antigua bajo las solapas alzadas al cuello. Es importante observar las bufandas, pues son los apéndices que delatan a quien no sabe llevarlas: los advenedizos tropicales que están por descubrir la nieve o tocar el hielo en medio de las selvas de su añoranza o el gringo más bien turista que sigue visitando París en busca de boinas baratas o esa tonadilla cansina del acordeón en penumbra.
De ser asiduo, el cuentista ya se habla de tú con el camarero de mandil largo, como sábana que le cubre las piernas hasta el tobillo. Dependemos siempre de monedas que cambian con el tiempo, siempre relucientes y siempre opacas de viejas; dependemos de la suma para decidir si el café viene acompañado de cuernos —aquí llamados croissant— y, si se puede, una pequeña garrafa de agua con gas. Esas burbujas y la acidez entrañable del aromático café parecen dictar la primera línea de un relato que podrá desenrrollarse entre la imaginación y la vida circundante durante las próximas horas.
Si el santuario elegido es íntimo y secreto, serán días que se vuelven meses escribiendo la vida de personajes inventados como si fuesen pintados a la acuarela o en aceites difuminados, pero si el café es de la tertulia acostumbrada, la prosa se interrumpe con ese milagro que llamamos conversación. No se excluyen el debate ni la discusión, porque no se corre la bajeza de convertirlo en golpes… a menos de que Hemingway rete a puñetazos al interlocutor aleatorio que parece incomodarle su discurso.
Cuando se publica algo o se ha vendido una naturaleza muerta en azul, la tertulia se vuelve bacanal. Las mujeres inauguran nuevamente al mundo entero con la media luna de sus labios pintados sobre el filo de las copas de champán y el oleaje de las conversaciones encontradas parece diagramar páginas impalpables de esta fiesta móvil. Esa misma mesa y su tertulia —al día siguiente o en la madrugada de pasado mañana— se pueden convertir en respetuoso cónclave de la lectura en comunidad, con ese silencio como seda de la voz que comparte en voz alta o media las páginas que desea compartir con sus semejantes, como quien pasa de mano en mano un plato de caracoles con alfileres que saben a tierra con ajo.
La Coupole y La Closerie des Lilas, Les Deux Magots con los duendes como gárgolas y otros muchos refugios de restauración se volvieron eternos y se expandieron por buena parte del mundo no sólo por la terapéutica de los brebajes, sino por la contagiosa creatividad del ánimo que transpira la cultura del café: semillero de reseñas, escaparate de novedades, espejo de varias memorias y pergamino feroz de lo que llaman noticias.
Hablo de un mundo fotografiado en blanco y negro. Amantes que platican sin hablar y confunden los cañonazos de un ejéricto invasor con los latidos compartidos de su corazón. La mirada siempre distante de una mujer que viste turquesa y las gafas de manubrio como bicleta de oro puro sobre las pupilas de un erudito; por allá viene cargando la carcaza inerte de un becerro sin cuero el carnicero de caricatura y, en la esquina, el gendarme de uniforme azul noche cree sincronizar el orden con una porra blanca cuando gira su macana como rehilete al filo de un corrillo de pícaros uniformados por gorras de visera arrugada. Una niña preciosa pasa frente a las mesas con un ramo de flores irreales en la manita izquierda, pero no parece que las venda, y los ancianos que suspiran en la mesita al fondo de las filas parecen reconocer cada minucia de la escena porque es un cuadro idéntico al que se reproduce ya para siempre en un París que ya no existe o en la Ciudad Luz del gran turismo. Mejor aun es la escena que se filtra entre el humo del tabaco y el aroma del salmón, la sal de grano y una infusión de flores de azahar en cualquier mesita del mundo que honre su elegancia con perfectos manteles a cuadros blancos y rojos o servilletas almidonadas que alcanzan a cubrir todo el pecho como sábanas para el corazón. El ánimo contagioso —incluso en colores— digiere todos los tiempos posibles para que el acuarelista intente un boceto en su libreta elongada y para que el escritor siempre en ciernes vaya hilando palabra por palabla la secreta fórmula del alma, la secreta matemática de esto que llamamos literatura, que no es más que la huella del homónimo café en la taza, el resto hipnótico de vino rojo temblando en una copa empañada, la mancha de crema sobre la portada de un libro encuadernado con la piel eriza de una emoción invisible que provoca, sin pensarlo, que cualquiera levante ligeramente la mano izquierda y con un pase invisible pida al camarero de siempre otra ronda de lo que sea como si con eso volvieran a ponerse en marcha las ruedas de un tren que inunda párpados con neblina de nostalgias o las mismas ruedas que hacen girar a las espadas del tiempo sobre la carátula de un reloj sin cadena, que algunos artistas olvidan en el bolsillo corazón de un viejo saco de tweed… tanta sílaba flotando sobre un estanque inundado de nenúfar o el perfil al óleo de una pálida mujer; tanto párrafo como telón de terciopelo al fondo del escenario de todos los pecados, y dos o tres versos sueltos que describen minuciosamente un sentimiento que ocuparía capítulos enteros de enciclopedias y, en la mesa de al lado, un fotógrafo revela al instante el inmenso escenario del mundo, de todos los mundos que se explayan, multiplican y narran sobre el páramo inmaculado del blanco mantel y su cultura de café como diminuta gota marrón al filo de la porcelana. Mancha de ayer, hoy mismo y mañana.