Diecinueve escalones

Diecinueve escalones

Millie Bobby Brown

Prólogo

Marzo de 1993

Era la primera vez que Nellie volvía a Bethnal Green, su casa de la infancia, después de casi cincuenta años. La primera vez desde que había terminado la guerra. Cuando bajó del metro y puso un pie en el andén, buscando hacia dónde estaba la salida, se sorprendió al ver lo mucho que había cambiado la estación. Aún no se había terminado ni se habían instalado las vías cuando se la requisó para usarla de refugio antibombas público durante la guerra. Ahora, la gente le pasaba afanosamente por al lado mientras ella se aferraba a su maleta, intentando imaginar las miles de literas triples que ocupaban los túneles la última vez que había estado allí. ¿Cuántas noches interminables y llenas de preocupación había pasado allí abajo con su familia durante el Blitz? Demasiadas. Y después, con la guerra más avanzada, habían tenido que refugiarse muchas noches más de los frecuentes bombardeos aéreos.

El tren en el que Nellie había llegado retomó la marcha, con las ruedas repiqueteando contra las vías a medida que cobraba velocidad, y ella quedó en el andén, rodeada de recuerdos.

  Observó que se habían cambiado las escaleras mecánicas cuan- do pisó acero brillante en lugar de los peldaños de madera que había antes, y arrastró la maleta con ruedas hasta el escalón que tenía detrás. Un músico callejero que se había instalado a los pies de la escalera entonaba Bridge Over Troubled Water, y la canción le llegaba a Nellie como un eco. Mientras subía por la escalera, cantaba la canción por lo bajo, recordando que en la guerra a veces les cantaba allí abajo a su familia y sus amigos. Llegó al vestíbulo y pensó en su querido Billy, a quien se le formaban hoyuelos en las mejillas cuando le sonreía. Ese era el lugar en el que muchas veces ella se detenía a hablar con él, a la vez que le prometía a su familia que ya los alcanzaría mientras iban a las literas a dormir.

Cuando ya había pasado por los molinetes, giró automáticamente a la izquierda. En aquel entonces, había una sola entrada y salida en la estación inconclusa. Ahora había otra a la derecha, pero si usaba esa, Nellie temía desorientarse al llegar a la calle. Todo era conocido, pero distinto: había carteles publicitarios en las paredes y una máquina expendedora en lugar del comedor del refugio. Le empezó a latir fuerte el corazón al subir los primeros siete escalones hasta el descanso, luego giró a la izquierda y comenzó a subir los diecinueve escalones. Diecinueve. Ahora estaban mucho más iluminados, claro, con un pasamanos central que antes no estaba, pero seguían estando los mismos diecinueve escalones. Al subir, la invadieron los recuerdos de las cientos de veces que los había usado, mientras las lágrimas le nublaban la vista y el estómago se le hacía un nudo.

Tenía que salir de la estación, buscar la casa de Barbara, saludar a su vieja amiga y beber una taza de té. Babs le había escrito unos meses antes, insistiéndole para que volviera por la conmemoración del quincuagésimo aniversario. A Nellie le había parecido una buena idea, pero ahora allí estaba, después de todos esos años, con todas esas cosas delante.

Un grupo de jóvenes, al parecer estudiantes universitarios, de repente se abalanzó escaleras abajo. Nellie se corrió a la derecha y se quedó pegada contra la pared. Respiraba de forma entrecortada, con urgencia, y el corazón le latía con furia, sabía que eso no se debía al esfuerzo de subir la escalera. Se debía a lo que había pasado allí, cincuenta años antes. La noche que le cambió la vida para siempre. Sujetando la maleta con una mano y agarrándose el pecho con la otra, se encogió de miedo contra la pared, luchando para recuperar el control, haciendo un esfuerzo para recobrar el aliento.

―No te caigas, no te caigas ―susurró.

Parte uno

Otoño e invierno de 1942

Capítulo uno

Era un sábado soleado de septiembre, en un otoño que aún parecía verano. Nellie había trabajado mucho toda la semana en la alcaldía, donde era la asistente de la alcaldesa, y ese día ansiaba un poco de normalidad, una pequeña muestra de cómo era la vida antes de la guerra. Antes de los bombardeos aéreos, el racionamiento y las incontables noticias lúgubres que se oían por la radio. Estaba llevando a su hermana menor, Flo, de picnic al parque. Hacía calor, ese calor que da ganas de que el tiempo refresque y caigan las hojas, para después lamentar haber espantado el buen clima.

El frescor del otoño no tardaría en llegar, pensó Nellie. Y con él, también vendrían los días oscuros del invierno, en los que saldría del trabajo ya de noche y volvería a su casa a los tumbos por las calles sumidas en la penumbra para ocultarlas de los aviones, con el peligro aguardando en cada una.

―Vamos, Flo. Apresurémonos, así tendremos más tiempo para el picnic―dijo, tironeándole la mano a su hermana.

Caminaron por las calles de Bethnal Green, donde siempre habían vivido, pasando junto a una serie de tiendas de escaparates humildes: ropa de segunda mano, conejo y cordero en la carnicería (¡había quedado muy lejos la última vez que habían comido carne de res!), una fila, aún, en la verdulería para comprar manzanas de los huertos de Kent. En una esquina se alzaban los restos de la medianera de una casa bombardeada; una cortina todavía flameaba con tristeza en la ventana. Nellie apartó la vista de los lugares bombardeados, de los cascarones vacíos que alguna vez habían sido el hogar de otras personas, casas como la de ella. No quería estropear su buen humor pensando en eso ahora.

―¿Cuándo la van a reconstruir? ¿Cuándo volverán a tener la casa esas personas? ―preguntó Flo, alzando la vista para mirarla.

―Cuando termine la guerra, supongo ―suspiró Nellie, acomodando la canasta que le colgaba del brazo. Pero ella pensaba que era muy poco probable que las personas que habían vivido allí fueran a volver a su casa. Tal vez habían muerto dentro cuando les cayó la bomba.

―¿Y si la guerra no termina más?

Últimamente, los titulares alertaban sobre bombardeos de la Real Fuerza Aérea sobre Múnich, y a Nellie se le revolvía el estómago de solo pensarlo. Siempre que los británicos habían conseguido bombardear una ciudad alemana, no cabía duda de que pronto habría un ataque en represalia. Y por lo general eso quería decir que atacarían Londres. Y entonces, el East End de Londres volvería a estar en peligro.

Su hermana menor, con solo siete años, casi no recordaba lo que era vivir sin guerra, y no parecía que esta fuera a terminar pronto. Así como la guerra le había arrebatado la infancia a Flo, le había robado a Nellie la adolescencia, cuando debería haber estado divirtiéndose sin nada de qué preocuparse. Aunque ya no era tan terrible como al principio, cuando habían atacado el puerto y los centros industriales, y cuando después, durante el Blitz, Hitler había enviado a los bombarderos a las zonas urbanizadas para intentar quebrantar el espíritu de los británicos. No lo había logrado. Los británicos seguían allí, luchando, y jamás se rendirían, como había dicho el primer ministro cerca del inicio de la guerra. “No nos rendiremos jamás”. Nellie levantó el mentón con aire desafiante al recordar el discurso del señor Churchill.

―Algún día va a terminar, lo prometo. Mira, ¡ya casi llegamos! ―Nellie sonrió, ansiosa por alegrar a su hermana mientras la llevaba por el puente que cruzaba Regent’s Canal para luego entrar a Victoria Park, donde las estatuas de dos perros montaban guardia en la entrada. Como siempre, Flo le dio una palmadita a cada perro al pasar junto a ellos.

En aquellos días, en los que Victoria Park estaba prácticamente ocupado por el ejército, con armas antiaéreas en una parte y un campo de prisioneros de guerra en el otro extremo, había pocos lugares donde se podía sentir verdadera libertad. Aun así, quedaba la pequeña zona de Vicky Park que estaba abierta al público, y muchos parques y jardines pequeños escondidos entre las calles de las casas adosadas victorianas.+