Cine, redención y empatía
Como cuando se llena un recipiente gota a gota,
al final hay una gota que lo hace rebosar;
así en una serie de bondades
hay por fin una que hace latir el corazón.
Ray Bradbury
Algunas de las habilidades que han permitido la evolución de los seres humanos son la capacidad de desarrollar la comprensión de sus propios sentimientos y la de generar vínculos no sólo de colaboración, sino de un entendimiento profundo de la otredad. Gracias a dicha vinculación, surge la posibilidad de que la empatía se convierta en el eje conductor de aquello que podemos llamar sentido de pertenencia o sentido de comunidad.
En la narrativa cinematográfica, dicha empatía es utilizada muchas veces a manera de chantaje emocional: como una herramienta para generar un vínculo afectivo de la audiencia con la historia que se presenta, por ejemplo, mediante ideas de autoinserción, en las que se busca que los espectadores se identifiquen con los personajes protagónicos de una película, y que en años recientes se ha convertido en tema de discusiones interminables ―por no decir que estériles― de quienes buscan una representación más exacta de todo grupo social habido y por haber.
Por otra parte, tenemos historias que han abusado de esa manipulación de las emociones de una forma más general, mediante historias de estructura melodramática en las que el sufrimiento provoca en la audiencia una forma de emancipación catártica. Así es como tenemos películas como A beautiful mind (2001), con un Russel Crowe en el punto más alto de su carrera, o intensos melodramas bélicos como La vita è bella (1998), en la que Roberto Benigni conquistó el mundo con su interpretación del holocausto.
Pero más allá de estos casos de aspiración a un premio Oscar, existen otras películas que mantienen un profundo sentimiento de compasión por la humanidad, desde las estructuras de sus historias hasta el propósito de sus temas y la intención de tratar de entender el sentido profundo de vivir la vida.
Sin duda, el final de la Segunda Guerra Mundial dejó importantes secuelas en la forma de hacer cine y contar historias. Esto no quiere decir que antes de este conflicto en la cinematografía mundial no se contaran historias cargadas de humanismo. The Boy (1921), de Charles Chaplin, representa uno de los primeros ejemplos de la preocupación del comediante británico por denunciar los abusos de la sociedad industrializada y su impacto en las clases bajas. La producción de Chaplin tendría su punto más alto con el discurso final de la sátira antifascista The great dictator (1940).
En Europa, la reconstrucción de la sociedad llevó a un punto de reflexión cuyo escenario fueron las ruinas de ciudades que alguna vez tuvieron fama y esplendor. Ahí, Roberto Rossellini decidió concluir su trilogía iniciada con Roma, cita aperta; en la segunda parte, dejó Italia para filmar en las ruinas de una Alemania ya ocupada por los aliados Germania anno zero (1948): la historia de un niño de doce años que lidia con la cruel realidad de un futuro incierto, y a quien una educación “utópica” distorsionada le induce a cometer un asesinato, pues cree que está realizando un gesto compasivo. Rossellini quería compartir con la audiencia una idea: que lo que debía reconstruirse no sólo eran las ciudades, sino la humanidad de quienes padecieron la guerra.
El mismo sentimiento aparece en otro filme italiano, Ladri di biciclette (1948), de Vittorio De Sica. No sólo se trata de una cinta famosa por la estrujante relación padre-hijo mostrada en pantalla, también por la demostración del aislamiento y la soledad palpable ante las injusticias sociales, sobre todo con la ironía de que la propia humanidad se ha encargado de construir instituciones que velan por el confort y la protección comunitarios. Su protagonista representa a un hombre que ya está viviendo las consecuencias de la adversidad, con el semblante de alguien que ya es una víctima del sistema y cuya desesperación se aliviaría un poco con un solo momento de empatía.
Pero si en Europa el sentimiento de reconstrucción física también equivalía a otra en el sentido moral, en Japón resultaba necesario en otro nivel: el espiritual. La narrativa y el cine japonés se han enfocado históricamente en explorar el significado de la existencia desde la simplicidad de las cosas. Dos claros ejemplos están en la filmografía contemplativa del gran Yasujiro Ozu o el cine transgresor de Nagisa Oshima. Pero una película en particular de Akira Kurosawa, Ikiru (1952), expresa la profundidad de la búsqueda de sentido dentro de una sociedad cada vez más mecanizada y menos humana.
El título mismo de la película anuncia el desesperado mensaje de un burócrata que ha pasado la mayor parte de su vida tras un escritorio: ¡vivir! La historia de Kanji Watanabe, quien reflexiona durante sus últimos días de vida, aborda el dilema existencial de encontrar un significado o un sentido cuando el placer material no es suficiente. El protagonista encuentra la máxima dicha en la inocencia de un juego infantil gracias a una subordinada, quien le enseña que el secreto está en la alegría de jugar como los niños.
Las historias sobre infancias también exploran otras perspectivas del sentimiento compasivo, desde el amor por el arte en Dead poets society (1989) hasta el valor de la inocencia y la complejidad de crecer en tiempos convulsos, como sucede en Hope and glory (1987) y Belfast (2022). Pero debemos remontarnos hasta París a finales de los cincuenta para hablar de Les quatre cents coups (1959), película icónica dentro de esa revolución cinematográfica llamada nueva ola francesa, y que representa de igual forma uno de los mejores ejemplos de ese género narrativo denominado coming of age, que simplemente se refiere a esas historias que narran el crecimiento emocional y psicológico desde la inocencia infantil.
En este caso, la cinta nos presenta el conflicto interior de Antoine ante la incomprensión de su familia, sus profesores y la sociedad en general (la cinta es, en sí, una historia semiautobiográfica del director François Truffaut). Además, denuncia las injusticias del trato hacia los delincuentes menores de edad en Francia en ese momento. Ante una sociedad que castiga antes de comprender, la cinta referencia una búsqueda interior casi autodidacta, en la que encontrarse a sí mismo implica dejar atrás la severidad que no sólo el mundo, sino uno mismo ejerce; todo con el objetivo de encontrar la paz necesaria, como en el vaivén de las olas en la playa.
En América Latina tenemos un sinfín de mitos y creencias sobre la forma en que afrontamos la vida, ya sea como una comedia o una tragedia. Nos vemos en la necesidad de mantenernos firmes ante los embates de las desigualdades, las injusticias o las inclemencias de la desgracia fortuita y recurrente. En la filmografía mexicana, el sabor agridulce de las historias no deja mucho espacio para la compasión, y la crudeza pareciera una constante. Vienen a la mente ejemplos como Los olvidados (1950) o Macario (1960).
Sin embargo, en películas como El hambre nuestra de cada día (1959) ―una de esas joyas extrañamente poco conocidas y valoradas dentro de nuestra historia cinematográfica―, tenemos la oportunidad de apreciar que la redención es posible si hay algo de compasión que nos ayude a abrir los ojos ante la injusticia de la realidad, además de que nunca es tarde para dejar la mezquindad y hacer un cambio significativo, a pesar de que las circunstancias nos golpeen y destrocen por hacerlo.
Finalmente, incluso cuando todo el sistema conspira para alinear y limitar la libertad, tal y como sucede en One flew over the cuckoo´s nest (1975), la alegoría de un Estado autoritario en la forma de un hospital psiquiátrico, representa uno de los mejores ejemplos de que el trato digno resulta fundamental para nuestra sensibilidad humana; que la libertad, más que un concepto, es algo inherente a nosotros y jamás puede ser doblegado, y que por eso mismo el autoritarismo nunca podrá triunfar, además de que la lealtad a la buena amistad nos llevará a procurar la libertad, incluso por compasión a la dignidad y la memoria.
El cine, de la misma forma que la literatura, se ha encargado de recordarnos nuestra humanidad a través de historias que nos conmueven, pero que, sobre todo, resuenan en lo más profundo de nuestra consciencia: no importa cuán avanzada se encuentre la tecnología o cuánto parezcan deshumanizarnos el consumo excesivo y el materialismo. Lo mejor de nuestro valor humano siempre saldrá a relucir en los momentos de mayor adversidad. Con un poco o mucho de gentileza, la redención siempre será compasiva. +