Tres instrucciones para ser un activista

<strong>Tres instrucciones para ser un activista</strong>

13 de diciembre de 2021

José Luis Trueba Lara

1. Defiende la mediocridad. Durante los siglos xviii y xix el activismo estaba absolutamente desmecatado: las revoluciones, las protestas sociales y el surgimiento de nuevas ideas sobre cómo debía ser el mundo estaban a todo lo que daban. A como diera lugar, las reglas del juego tenían que cambiar en el menor tiempo posible. La modernidad, la Ilustración y la fe en el progreso bastaban para justificar y apuntalar lo que ocurría: la humanidad había llegado a su mayoría de edad, y sin problemas podía mandar a la porra los viejos dogmas gracias a la construcción de un futuro promisorio que, según algunos, estaba a la vuelta de la esquina. El parto del mañana tenía distintas manifestaciones: podía ser cruento —como ocurrió en la Revolución francesa— o estaba marcado por el diálogo, las reformas y la democracia. Los caminos eran muchos, y los distintos grupos de activistas los recorrían guiados por lo que les revoloteaba en la cabeza: posicionarse como radical o moderado era una cuestión ideológica, como sucedía con el hecho de sumarse a los jacobinos o a los girondinos.

A pesar de las diferencias y las distancias, aquellos activistas compartían una meta: nivelar el terreno de juego. Según ellos, el tiempo de los privilegios absolutos se había terminado de una vez y para siempre, un hecho que sin problemas se mira en la mayoría de sus propuestas: todos los seres humanos debían ser iguales ante la ley; los soberanos estaban obligados a obedecer la voluntad del pueblo y ya no podrían gobernar guiados por sus arrebatos y sus caprichos; los privilegios no debían ser resultado de un coito afortunado (como ocurría con los nobles), sino del esfuerzo y los méritos de los individuos; las mujeres debían tener derecho al voto; los homosexuales no eran unos pervertidos ni unos enfermos a los que había que curar y, en algunos casos, hasta se buscaba la igualdad absoluta por medio de la abolición de la propiedad privada. El chiste —clarito se mira— era apostarle a la equidad de a de veras. “Lo que es parejo no es chiputodo”, parecían decir aquellos hombres… Y, de pilón, los activistas estaban marcados por el optimismo y la confianza en el pueblo, un hecho que obviamente los distanciaba de los monarcas absolutos y de los jerarcas de la Iglesia.

Lo interesante de este caso es que la búsqueda de la igualdad y la nivelación del terreno de juego se nutrían de una creencia que a muchos hoy les resulta absolutamente inaceptable: la medianía como una cualidad positiva. Los excesos del poder absoluto, así como la ausencia de voz y de derechos eran los grandes problemas a resolver. En esos momentos, aún rifaba una idea que ya se nos olvidó: “Es opinión común que la virtud consiste en la mediocridad y el vicio en los extremos”, decía Hobbes al resumir una parte de la filosofía clásica.

Esta postura —que se cimentaba en la confianza en la gente común y corriente— no era nada tonta y reconocía lo que estaba mero enfrente de todos. Como bien lo dice Gabriel Zaid en El secreto de la fama: se pasaba de inteligente al reconocer que todos somos mediocres en casi todo y que esto no tiene ninguna importancia. “Intentar lo máximo en todo es ridículo”, ya que, para acabarla de amolar, esto puede conducir –y ha conducido– a horrores y dictaduras: los ejemplos de Stalin, Hitler y Mao clarito muestran a tres mediocres que se convencieron de que no lo eran, e intentaron llevar al máximo sus ideas, y se llevaron entre las patas a millones de personas.

Asumir que somos mediocres para casi todo no tiene nada malo; tampoco es una desgracia ni algo vergonzoso. Yo no puedo ser —ni seré— un cantante de ópera. Tampoco soy un bailarín capaz de apantallar a los integrantes del Bolshói y exactamente lo mismo me pasa con la inmensa mayoría de las actividades humanas. Mi mediocridad es absoluta, y no me viene nada mal en la medida que me obliga a pensar que tal vez estoy equivocado, y que mis anhelos quizá no sean tan maravillosos como lo creo. Y, por si todo esto no fuera suficiente, la mediocridad me pone en mi lugar al mostrarme que el mundo no depende exclusivamente de mí. Ella me cura la soberbia en tres patadas.

Ante estos hechos, la conclusión es casi obvia: debo desconfiar de mis ideas y de mis acciones. Seguramente alguien sabe más que yo acerca de aquello en lo que quiero participar, y capaz que hasta me muestra que mis acciones no remedian nada y sólo son un peligro. Pongo un ejemplo para que no quede duda: durante mucho tiempo pensé que usar las hojas de papel por los dos lados era una gran idea que contribuía a salvar miles de árboles. Sin embargo, al leer un libro de economía descubrí que, si lo seguía haciendo, nomás agravaba los problemas.

El papel no se produce con los árboles que están en mi calle ni con los de los parques, se crea gracias a los bosques que se siembran con este fin y crecen o decrecen de acuerdo con el tamaño de la demanda. Es decir, cuando le daba la vuelta a la hoja, le informaba al dueño del bosque que no debía aumentar sus sembradíos y, por lo tanto, ayudaba a que no existieran más árboles que durarían varios años y serían sustituidos con varios más. La ley de la oferta y la demanda noqueó mis ideas. Para acabarla de tronchar, como le daba la vuelta a la hoja para meterla a la impresora, reducía el tiempo de vida útil de ésta e incrementaba la cantidad de basura electrónica. Para colmo, no me daba cuenta de que el papel que se entierra en los basureros es biodegradable y reintegra carbono a la tierra. Y, si le apostaba al papel reciclado, la cosa se ponía peor: no sólo agregaba un nuevo proceso industrial, sino que también aumentaba el uso del cloro, pues esa sustancia es la que se utiliza para desinfectarlo y blanquearlo.

Evidentemente, los hechos anteriores resultan exagerados, y en la realidad tienen muchas aristas; sin embargo, lo que quiero mostrar es algo muy simple: como yo soy un mediocre en la comprensión de los problemas ecológicos, vale más que le pregunte a quien sí sabe y, por supuesto, es fundamental que le jale la rienda a las acciones que no llevan a nada. Mi esfuerzo puede ser tan encomiable como mis preocupaciones, pero sería mejor que lo llevara a cabo con un plan sensato que fuera capaz de tomar en cuenta las reglas del juego de la economía, las cuales —por cierto— son más o menos parejas y no se crearon con el mal fin de echarme a perder el día. Así pues, asumir que soy un mediocre me ayuda a no meter la pata y a buscar las acciones que sí funcionan.

2. Evita el fanatismo. Estoy plenamente convencido de que a los seres humanos no nos gusta la verdad y más bien la detestamos; lo que nos encanta es tener la razón. Estamos absolutamente seguros de que nuestras ideas y nuestras acciones son perfectas, y no nos tentamos el alma para censurar, criticar y perseguir a quienes piensan de una manera distinta. Para muestra basta y sobra un botón: si una persona sube un pensamiento a las redes sociales y alguien osa criticarlo o señalar que es una burrada, la acción inmediata no se hace esperar. Ese fulano será bloqueado o se le atizará una respetable cantidad de insultos. Debido a esto, las personas generalmente hablan con los que piensan lo mismo, y el supuesto diálogo en realidad es un extraño soliloquio. Evidentemente, en esta comunión está el germen del fanatismo y el origen de las acciones radicales que no ven más allá de sus narices.

Imaginemos un caso: yo estoy en contra de que los caimanes sean asesinados para obtener las pieles que se usarán en la marroquinería más lujosa. Y, como mis amigos piensan exactamente lo mismo, nada nos tardamos en transformarnos en un grupo radical que sólo tiene un objetivo: destruir a toda costa los criaderos de caimanes y, de ser posible, darle una repasada a las personas que comenten el atrevimiento de usar una prenda o un accesorio confeccionado con sus pieles. El fanatismo compartido nos obliga a llevar a cabo muchas acciones, y a convertir nuestra idea en un nuevo evangelio que debe propalarse y obedecerse sin chistar. Por eso protestamos en las calles y frente a los criaderos caimanes; además, les hablamos a los medios de comunicación y subimos información a las redes sociales para denunciar esos horrores y, por supuesto, buscamos aliados en cualquier grupo político al que no le venga mal hacernos el caldo gordo. Nuestro fanatismo atiza el fuego y crea dogmas de los que es imposible dudar: los dueños de los criaderos de caimanes son unos criminales y sanseacabó. Como resultado de esta balumba, el poder legislativo vota una ley que nos encanta: los criaderos de caimanes quedan estrictamente prohibidos en el país.

La victoria de nuestro fanatismo fue abrumadora y los criaderos cerraron en un santiamén. ¡Ganamos! Sin embargo, como resultado de nuestro triunfo puede ocurrir una desgracia: condenamos a la muerte a un demonial de caimanes que se quedaron abandonados y, de pilón, logramos que la caza furtiva y el mercado negro crecieran para satisfacer la demanda de pieles. Nuestra fe fue incapaz de pensar que, gracias a los criaderos, alguien estaba dispuesto a invertir los recursos necesarios para que la especie no quedara en peligro de extinción, que debido a los esfuerzos de los supuestos rufianes se podía llevar a cabo la repoblación de los nichos ecológicos y que, si algo les importaba a los dueños de los criaderos era que los caimanes no se acabaran, incluso podían estar dispuestos a contribuir con proyectos ecológicos para mantener su negocio.

El fanatismo y el radicalismo siempre parecen muy buenos; sin embargo, su cerrazón les impide llevar a cabo acciones que tomen en cuenta la realidad y sus complejidades. Da igual si se trata de los criaderos de caimanes, de los animales de los circos o de cualquier otra cosa. En este caso, lo verdaderamente importante es ser un mediocre dispuesto a no caer en manos de una secta.

3. La belleza como concepto moral no es un criterio del activismo. Aunque nadie me lo crea, estoy segurísimo de que el activismo no es una disciplina estética: enfrentar y resolver los problemas no necesariamente es un asunto vinculado con lo bello. Me explico. Cuando escucho a los activistas radicales —que, por supuesto, no se consideran mediocres—, en sus palabras hay algo que me parece sumamente extraño: lo que debe terminarse de una vez y para siempre es la fealdad y, aunque con esto nos cargue el payaso, el esfuerzo para lograrlo debe ser mayúsculo. En alguna ocasión platiqué con una ecologista de este tipo: estaba indignadísima y era capaz de promover un atentando terrorista contra los que mataban focas en algún lugar de Canadá. Ella se quitaba el pan de la boca para ir a ese sitio y poner en su lugar a los malvados. Con ganas de entenderla, le hice un par de preguntas: “¿Para qué ir tan lejos si aquí sobran los problemas? Es más, ¿por qué no defiendes a las cucarachas que masacran en las ciudades en vez de a las focas?”.

Al principio pensó que nomás me estaba burlando de ella. Por eso le expliqué todo lo que sufrían las cucarachas cuando les echaban insecticida y de pilón le mostré que ellas —junto con las ratas y las moscas— también eran parte de la cadena ecológica de las urbes. Lo pensó un momento y sin miramientos me espetó una respuesta: “Las cucarachas son malas y las focas son buenas”. En ese momento me di cuenta de que valía más quedarme callado. La existencia de animales ontológicamente buenos era indiscutible y, por supuesto, esto se debía a un hecho indubitable: las focas son tiernas y las cucarachas —junto con las ratas y las moscas— dan asquito. Como resultado de esto, es bueno matar cucarachas y es malo matar focas. Si las dos son animales importa una reverenda corneta, pues la belleza es lo que cuenta. Tal vez por esto no existe un grupo que proteja a los virus y a las bacterias, que deben ser condenados a muerte por la fealdad de las enfermedades que producen.

Este hecho no sólo se nota con las cucarachas, las ratas, las moscas y los bichos microscópicos: el medio ambiente —con todos y cada uno de sus elementos— tiene la obligación de ser bonito, absolutamente fotogénico, y de servir de marco para una selfie. En caso contrario, está contaminado y es malo. Lo que ocurra en la realidad no tiene ninguna importancia, lo relevante es que el mundo funcione de acuerdo con un criterio estético al cual deben subordinarse la realidad y el activismo. Si esto que pienso es más o menos cierto, resulta que el activismo —además de los dos problemas anteriores— se enfrenta a uno más canijo: la necesidad de condenar a la extinción a todo lo que les parezca feo a los activistas. Lo escalofriante es que, si esto ocurre con algunas especies o con ciertos ecosistemas, ¿por qué no podría suceder con los seres humanos que afean el paisaje? +