Nada menos que medio siglo
10 de junio de 2021
Toño Malpica
Según mi mamá, cuya memoria es falible para lo que aconteció hace cinco minutos (“¿Cómo siguen de la gripa?”. “Por enésima vez, mamá…”), pero bastante confiable para lo que ocurrió hace décadas (“Te juro que la señora Norma nunca me devolvió el recogedor verde que le presté”), yo aprendí a leer a los cuatro años. La anécdota exacta es que una tarde llegué con un frasco de vitaminas y le pregunté si ahí decía “vitaminas”. Ella, maravillada, procedió a preguntarme qué decía en otros letreros al alcance y al parecer pasé la prueba, pues se encargó de presumir con todo el mundo que ya sabía leer y que, además, había aprendido solo.
Debo confesar que no recuerdo el trance. De hecho, mi recuerdo más antiguo tiene que ver con una buena tanda de nalgadas que me gané por ir a tirar la sopa a la regadera, y estoy seguro de que ocurrió a los cinco, porque me acusó mi hermano y todo el mundo sabe que la alta traición se aprende en primero de primaria. Por otro lado, tal defecto de evocación puede ser enteramente mío, porque mis hijos se acuerdan perfecto de ciertas cosas horribles que les ocurrieron a tan tierna edad (“¿Estás seguro de que tenías cuatro? Bueno, lo importante es que ya sabes nadar”).
El asunto es que tenía cuatro cuando aprendí a leer, pero jamás leí a Dostoievski o a Rulfo a los seis. Ni siquiera a los siete. (Y qué bueno). De hecho, aproveché mi fama de superdotado sólo para conseguir más historietas de Editorial Novaro, pues la leyenda indica que la lectura (la real, no la de etiquetas de frascos) me hizo ojitos hasta la secundaria. Pero era 1971 cuando yo tenía cuatro y sorprendía a los grandes diciendo “Luis Spota” con soltura frente a la portada de un libro de Luis Spota (tenía más efecto que decir “Zucaritas” frente a una caja de Zucaritas), cuando en otro lugar de la misma ciudad, más o menos al mismo tiempo, nacía Gandhi.
Y lo he querido soltar sin explicación adjunta porque me parece tremendo que cualquiera que lea este texto en el mismo país en el que nacimos Gandhi y yo sepa, con sólo ver esas seis letras, que me refiero a la librería y no al Mahatma. Y que no ha sido un desliz del lenguaje (o de la memoria), y que dicha persona hasta predibuje mentalmente la tipografía morada sobre fondo amarillo que tanto conocemos todos, antes de imaginar al Mahatma. Tremendo, insisto, que se diga Gandhi y se piense en libros, discos, café y buena onda, antes que pensar (pues sí, ejem) en el Mahatma.
Tal cadena de pensamiento me ha llevado a guglear si sería posible, como una suerte de necesario equilibrio cósmico, que existiera una librería llamada Juárez en Nueva Delhi, para que allá la gente, al decir “Juárez”, piense en libros, café, etcétera… y no (ejem) en el Benemérito. Claro: cero resultados. Pero he aquí otra cadena de pensamiento interesante: otra leyenda indica que Mauricio Achar decidió el nombre (eludiendo el tan evidente de El Quijote, ¡uuf!) porque acababa de leer una biografía del célebre independentista indio. Vale la pena agradecer a la diosa fortuna que don Mauricio no hubiese terminado de leer la biografía de Atila el huno o de la condesa Báthory. Como sea…
50 años se dice fácil. Yo llevo 50 justos leyendo. Y Gandhi “haciéndome leer”. No de forma personal e inmediata, lo admito, porque cuando Gandhi ya ponía en las manos de todos los lectores libros de todos los autores (Luis Spota también), yo todavía estaba prendado de La pequeña Lulú y el Pato Donald (Y qué bueno). Si mi vida hubiera estado más ligada a la librería, no digo que hubiera leído a Dostoievski a los seis, pero sí, tal vez, a los quince. Entré por primera vez a ese sitio en Coyoacán, donde tenían (tienen) todos los libros de todos los autores, hasta que abandoné mi capullo de sateluco, ya en la universidad. Y no sé si ahí compré mi primer Crimen y castigo, pero es posible, porque aún lo tengo en mi librero y se ve que conoció tiempos mejores.
50 años se dice fácil. Pero es, nada menos, que medio siglo. 10 años más de lo que vivió Edgar Allan Poe; 20 más de los que vivió Sylvia Plath. 30 más que los que tenía Rimbaud cuando decidió que ya estaba bueno de poesía. En 50 años pasan un montón de cosas. Un niño pasa de La pequeña Lulú a Verne y a Salgari; va de la comedia de Neil Simon y las tragedias de Shakespeare a experimentar con su propio teatro; va de José Emilio Pacheco y Jorge Luis Borges a intentar algún tímido relato corto; de John Kennedy Toole y García Márquez a alguna posible novela para, finalmente, terminar debatiéndose entre Roald Dahl y J. K. Rowling con sus propias letras para niños.
En 50 años los libros cambian a las personas. Cambiaron a ésta, que esto escribe. Y en gran medida Gandhi fue corresponsable. Por las tantas y tantas páginas de los tantos y tantos autores.
Pienso en un niño de cuatro años apantallando a los grandes diciendo “Élmer Mendoza” frente a un libro de Élmer Mendoza. Pienso en su mamá llevándolo de la mano a Gandhi para que elija algo. Pienso en lo tremendo que puede ser esto, aun si el chamaco elige a La Pequeña Lulú. O el Diario de Greg, para el caso. Pienso y agradezco públicamente a Gandhi porque, gracias a esos 50 años y a las tantas librerías que ya hay por todos lados, es que seis letras moradas sobre fondo amarillo pueden conseguir el milagro de cambiar una vida. Se pone un libro en las manos de la persona, tenga la edad que tenga, y el resto ocurre por sí solo.
Un millón de gracias, pues, Gandhi. Y felicidades por eso. +