Nubes negras. Por Jesús Pérez Gaona

Nubes negras. Por Jesús Pérez Gaona

Su presencia no nos era grata. Eran gobiernistas que habían entrado por la fuerza y por la fuerza permanecían. Formaba parte del mismo ejército que me había olvidado en este lugar sin lluvias y sin esperanzas.

Elena Garro, Los recuerdos del porvenir

Este pueblo es una pena. Pena y pueblo son aquí uno solo, y lo mismo. Pena el pueblo, un pueblo en la desolación; en el olvido y la desolación. Se acabaron los siervos pero no se disipan las nubes negras. Las dosis bien administradas de impunidad surtieron efecto luego de décadas de cierta actividad encubierta. Don Luis, el habitante más célebre de todos (también el menos decente), es el más despreciable.

Para los niños solamente es un loco vetusto que no tiene otras responsabilidades en el mundo excepto intoxicarse públicamente, resistir una densa disposición anímica, asolear sus medallas y dar lástima a quien lo encuentre, balbuceando sobre disciplina castrense y seres de otros planetas.

—Luces. Las luces. Cegadoras, deslumbrantes, más deslumbrantes que el sol. Bolas de fuego. Vienen por todos, ¡que el señor se apiade de nosotros! —farfulla cada tanto.

En otro tiempo, por el contrario, Luis fue temido, muy temido. ¡Vaya si fue temido! No había un solo miembro de la comunidad que no sintiera escalofríos al escuchar el eco del paso de la comitiva militar por las calles del pueblo.

Varias generaciones crecieron a la sombra de la mala fama de Luis. No está de más confesar que sus condecoraciones impresionaban. Y, a fuerza de ser natural, esa impavidez en su rostro irradiaba respeto.

—Jugaba a ser Calígula, un feroz vampiro con Guardia Pretoriana— dijo alguien alguna vez.

Acaso de ahí que la violencia y los objetos en el cielo pertenezcan a la misma categoría, y se les confiera aquí el mismo orden de importancia: un disparate colectivo que nutrió leyendas negras que cimentaron un mito, y que dispuso la educación sentimental de sus víctimas.

Y aunque la mayoría sufre en silencio la vergüenza del crimen, hay también uno que otro con la conciencia perdida que siente nostalgia por esos tiempos. ¡Paradojas de la vida! Pero el caso es que Luis no es indiferente para nadie.

A veces, entre voces de espasmo, cuando cae el frío de las montañas y lo único que se escucha en todo el lugar es el aleteo de las moscas, el rancho de Luis parece la cuenca del ojo de un tuerto: una caverna sin vida.

 

* * *

 

Yo no nací aquí.

Aquí llegué, hace mucho tiempo, más del que hubiese querido. Y todo lo que sé de esta historia me lo contaron. Lo escuché. Lo confirmé, en algunos casos; en otros, lo inventé, o sigue siendo un misterio (para todos, no sólo para mí).

Nos mandaron a hacer los planos de la zona, porque de tan olvidado ni los planos encontraban (si alguna vez existieron). No se interprete por esto que es un lugar recóndito, o se halla muy lejos de una metrópoli. Nada de eso. Lo que pasa es que ya no transportan para acá los problemas de otros. Problemas que hicieron de esta tierra una de las fosas secretas para víctimas del poder.

El pueblito no está lejos de la capital. Por supuesto nadie nos advirtió sobre las condiciones de la comunidad hasta que las conocimos por nuestra cuenta.

Únicamente nos dijeron:

—Vayan, que ese pueblo necesita saber sus límites… 

—¿Territoriales? —preguntó Cuco esa ocasión en tono burlón.

No hubo más respuesta que una irresolución sepulcral del jefe, a quien sus amigos del Ejército pusieron al tanto de este socavón orientado hacia el Pacífico donde le habían conseguido un nuevo trabajo.

Antonio, otro de los compañeros de la expedición, en lugar de asentir a aquella broma de Cuco, nos sorprendió a todos asegurando:

—Demos gracias a dios que sólo nos pidieron eso.

 

* * *

 

El señor Ventura supo caerme bien al llegar, pese a la reticencia de mis colegas a hacer amistades en lugares desconocidos. 

Él es un viejo. También es viejo, otro viejo. Y como todos los viejos, cansado, aburrido y enfermo. Le encanta platicar con los foráneos. Por eso cuando llegamos, nos abordó y se enteró qué andábamos haciendo por acá. Su primera impresión fue que éramos otros tipos curiosos de los que buscan las máquinas que iluminan el cielo como estrellas (máquinas que iluminan el cielo, pero a la luz del día). Nuestras mochilas y los instrumentos que traíamos ayudaron a dar esa impresión.

Sólo veníamos tres: Cuco Hernández, Antonio Crespo y yo, la única mujer de la compañía. No había nadie más para el trabajo ni se necesitaban. Y en líneas generales, a nuestra llegada el pueblo nos hizo sentir su sospecha. Algo lógico después de saber lo que esconden. El lugar ansía expiar sus fantasmas.

—¿Cómo desagraviar tantos cadáveres en el clóset? —pregunté a Ventura.

—Guardando silencio, señorita —pidió el viejo mirándome a los ojos.

—Pero, a esos muertos, ¿cómo los callas, Ventura? —replicó Antonio ya en confianza—. Esos muertos no se callan y el asesino se hace el mudo.

 

* * *

 

El sol cala hondo poco antes del mediodía, y se pone peor hasta antes del atardecer. Ignoro cómo aguantan las jornadas de trabajo a campo abierto, intentando arrebatar algo a la tierra, entre sequías e inundaciones (el ciclo del desastre agrario).

En particular, me asombran las mujeres. ¡Aaaah, porque hay muchas mujeres! No sólo por el fluido ir de hombres para el norte, sino porque de por sí nacen y son muchas; muchas y sólo nacen mujeres.

—La maldición de sus padres, la bendición de los compadres —bromeó Antonio—. Quizá aquí voy a quedar, me voy a buscar una —agregó.

Y hasta tenía pensado casarse por acá, me lo confesó.

—Bueno, no sé si aquí o allá. Pero de que me caso, me caso —aseguró mi compañero.

Una vez Antonio le hizo la broma al señor Ventura de que su hija, Rosita Alvírez, no estaba nada mal. El viejo asintió con la cabeza y luego agregó:

—No está nada mal… Pero para fregar a los hombres.

Según Ventura, Rosita es muy exigente. Muy astuta. Muy astuta y regia al tomar decisiones. 

—No hay como las de antes, obedientes y bien calladas —suspiró, nostálgico.

A despecho de la respuesta que esperaba, Antonio decidió mentarle su corona de espinas.

—Sííí… ¡No hay cómo esas viejas! —contestó muy ufano.

Se olía el frío de una inminente lluvia sobre nuestras cabezas, aun cuando nunca desaparecieron las grietas de la tierra a nuestros pies.

—Las mismas que la sombra de Luis engulló durante muchas noches —dijo Antonio.

Ventura le lanzó una mirada de reproche. Mi compañero continuó.

—Por las que comenzó a embriagarse para «cumplir con su deber» —y llevó la mano a la cien, haciendo el saludo militar.

Y siguió, rascándole los huevos al tigre, hablando de lo que se ha intentado ocultar en una tumba con cruz de solemnidad.

—A las otras en cambio, a las que son como su hija Rosita, pues a ellas ni cómo ayudarlas: terminarán sus días enterradas en el jardín trasero del rancho de Luis.

Después de pendejearlo como de tres formas distintas, el señor Ventura se calmó. Tiró un escupitajo, se colocó el sombrero y se levantó, visiblemente fastidiado, caminando en dirección opuesta a la propiedad de Luis, el Oficial Luis E. Álvarez.

Lento, acompasado, dándonos la espalda, el viejo proyectó una sombra oscurísima sobre el camino, bebiéndose el rocío de una cercana tempestad.

 

* * *

 

Me contaron que Luis en sus inicios, allá por los setenta, nunca salía sin el arma. Fue así como los hombres se apartaron de su camino y las mujeres cuidaron de usar bien puesto el rebozo para que no se le atojaran. Su apetito era voraz. Algunas veces como que se aburría y tiraba balazos a lo loco. Siempre ha estado loco. Nadie lo miraba a los ojos entonces.

Aunque todo esto en realidad fue el recreo para el militar. Su verdadero trabajo consistió en recibir a los camiones del Ejército. Descargar el contenido. Enterrarlo, o incinerarlo. Y si no venía listo, alistarlo. Y a esperar el siguiente transporte de las honorables Fuerzas Armadas.

Su terreno (porque no me aventuro a decir que a eso haya forma de relacionarlo con una casa) está entre los de mayor extensión en el pueblo. Es una fortaleza con todo y barda perimetral, a veces con asistencia de soldados rasos, a veces sin más compañía que nubes negras. Hace no mucho se consideraba un «campamento federal», ya que un Oficial de la Secretaría de la Defensa vivía ahí, aun cuando ese membrete nunca fue colocado en el perímetro según lo dicta la Constitución. Pero el tiempo trascurrió y el respeto como el misterio se esfumaron. Se fueron. 

Quedó, desafortunadamente, el dolor, las nubes negras.

No se le ha sabido familia. Tampoco esposa ni hijos, acaso una o dos amantes. Y desde que llegó no ha tomado vacaciones, ni un solo fin de semana, hasta que ya no lo necesitaron más.

Había una leyenda interesante entre los vecinos más miedosos. Se decía que Luis descendía del mismísimo Huerta, que era su hijo o su sobrino. «La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar, porque no tiene, porque le falta, marihuana que fumar», se escuchaba de tanto en tanto dentro de alguna casa que desafiaba el toque de queda y, entre risas, celebraban cualquier cosa que despejara durante una noche el tiempo nublado del lugar.

Ahora ya no se cuentan esas leyendas con tanta frecuencia, pero como si se hiciera. Porque el pueblo ya no tiene miedo, ni a Luis ni a Victoriano Huerta, sino a otros. Ahora son decenas que regularmente asaltan, dejan muertos por todas partes, y se esfuman. Unos hasta aparecen en la tele y nadie que crea que esos cuerpos sin vida los dejaron los que dicen defender la patria.

 

* * *

 

Semanas después me enteré que la noche anterior a nuestra llegada varias luces formaron figuras tétricas en el firmamento. Según a quien se pregunte, las luces son una advertencia o una maldición, pero siempre son recibidas con un amargo sabor a castigo.

Y como pudimos vivirlo en carne propia, esto sumerge al pueblo en una aflicción contagiosa. Acaso de ahí que sean temas incómodos entre los vecinos, tanto Luis como los seres del espacio. Temas incómodos como una molestia (pero su molestia). Temas desafortunados como la embestida de una mula (¡y vaya mula!).

Pero es la fecha en que Ventura no pierde la esperanza de que la angustia se termine, de que desaparezca, que simplemente amanezcan sin ella algún día, mientras camina a diario sobre un cementerio clandestino. La impunidad total a pocos metros debajo de los pies, y el desconcierto absoluto al levantar la mirada hacia la bóveda celeste.

 

* * *

 

Volutas de luz lo cegaron y, en lugar de quedarse quieto, huyó. Así comenzó todo. Corrió, como pudo, a trompicones. Si se permite una confesión con humildad, si puede ser honesto consigo mismo, el militar nunca había sido presa de un temor como este. Pensó —como muchos le advirtieron— que un helicóptero descendía en el descampado, que terminaba su tiempo y que llegaba la hora de rendir cuentas ante las nuevas autoridades por «siempre cumplir con su deber», justificó Luis. Alguien debía dar la cara por tanto crimen, si antes no lo aplastaba esa maldita máquina descendiendo sobre toda su humanidad.

Pero no hubo ruido, no escuchó ruido alguno, ni se levantó una pizca de polvo. Sólo la luz, esa monstruosa luz que lo cubrió en medio de una densa noche. Corrió. Huyó. Borracho, cayó cuan largo era. Iluminado, tropezó con un derrumbadero de ramas y troncos, pero se alejó de esa trampa, primero a horcajadas, montando la madera, y luego salió de ahí esquivando, saltando, con la tensión en la frente.

Un silbido apenas perceptible subió a su cabeza. Un estampido sónico en el tímpano. Un silbido no de un animal, de un aparato. El recuerdo más escalofriante de su vida. Sintió que no resistiría su cerebro y que su cabeza explotaría de un momento a otro. No obstante, continuó. Se incorporó. Lo estaban cazando, lo atacaban. Era la hora de la venganza, de la renovación. Y lo atraparon drogado y sin medios para el contrataque.

—¡Malditos! —gritó Luis con la mano en el arma—. ¡Traidores! ¡Cobardes! 

Una depresión en el terreno volvió a desestabilizarlo, aunque consiguió mantenerse en pie y siguió, no se detuvo. «Pinches traidores, sabía que iban a traicionarme», pensó sin dejar de correr.

—¡Cabo! ¡Cabo! —del coraje sacaba espuma por la boca—. ¿Dónde están todos?

Nadie respondió, y Luis sudaba a mares.

—¡Hijos de puta! ¡Nos atacan!

Perdió la orientación, no supo si se dirigía hacia el establo de la parte trasera del portón, o si se alejaba de la casa. La luz lo cegó y lo inundó todo. Y todo parecía fuera de lugar, pero nadó en aquella luz de neón, con la brújula equivocada.

Disparó atrás, adelante. Disparó al cielo. Vació el cartucho de un jalón, y no llevaba más.

Y de pronto quedó en la oscuridad, la luz se apagó y no había rastros del aparato en el cielo. Escuchó, atento, estupefacto, para atestiguar cómo se elevaba varios metros sobre el suelo. Increíblemente algo hizo que desafiara a la fuerza de gravedad y voló, pero acto seguido impactó su cabeza contra el piso. Había caído en línea recta, con la intensa luz encima.

Pero no pasó mucho hasta que volvió a flotar, esta vez más rápido que en el primer ascenso. Aunque duró menos el viaje, pudo observar cómo aquellos hilos de luz atravesaron su cuerpo, su pecho, las manos, su ombligo. Fue poseído, un rayo lo penetró, lo conectó. Fue enchufado, y fue estofado. Si nunca había pensado en su alma, ahora al menos sabía que tenía una, y que podía ser herida, tocada. 

Todo se oscureció en este punto y cuando volvió en sí estaba desnudo y había pasado una semana desaparecido. Los vecinos que lo encontraron con la piel quemada y tendido en el suelo de la milpa fueron debidamente silenciados. Sin embargo, los soldados se encargaron de esparcir los detalles del estado de Luis quien tras un lapso de no decir palabra alguna, soñando un día sí y otro también con un par de ojos blancos en medio de un mar de luz, habló:

—Luces en el cielo, deslumbrantes, cegadoras, más que el sol. Son bolas de fuego. Vienen por todos, ¡que el señor se apiade de nosotros!

 

* * *

 

Quienes dudan de la vida en otros planetas sospechan que esto es un cuento que inventó el pendejo de Luis. Pues si las balas todavía le sobran, la sumisión de la gente ya se le acabó. Todo el mundo sabe que ya no sirve a los que antes servía. Todos estamos al tanto de que igualmente se lo podrían echar cuando quieran, y que tal vez no lo han hecho porque también se olvidaron de él.

—Los seres del espacio no son producto de la demencia sino del miedo de Luis —dijo ya no sé quién en una de aquellas veces.

Aunque lo importante es lo más preocupante: hoy las drogas sustituyen a la ideología (cárteles y sicarios, ya no más bolcheviques o rojos). Y quizá de ahí que otros lo estén sustituyendo. Son muchos y son jóvenes, mejor organizados y sin tanto ocultamiento. Ejército o grupo delictivo, ¿cómo notar la diferencia? Ajusticiado o ejecutado, ¡ahí está el detalle!

Y, mírenlo ahí, ¡Luis en su rollo!

Recuerdo lo que dijo Cuco una semana antes de nuestra muerte, sobre la de Luis precisamente.

—Cuando se muera, a ese cabrón se lo va cargar la chingada. Y con tanto pecado encima, su caso lo llevará Satanás en persona.

—No creo —comentó Antonio—, ya vivió mucho, está en horas extra. Y eso es porque ni en el infierno quieren lidiar con él.

Ventura sólo se persigno.

 

* * *

 

Luis ya no habla con nadie, nada. No dice nada, o dice muy poco. A veces sonríe solo y ni siquiera regresa los buenos días. Si no fuera Luis, la lástima le vendría bien a un anciano en esa condición de abandono. Pero los restos de su expresión marcial todavía revelan algo de desprecio, prepotencia, de ínfulas de superioridad.

Se cuenta que sus últimas palabras fueron una especie de declaración de culpabilidad. Se dice que fue durante aquel invierno en que le avisaron que no necesitaban más de sus servicios en las Fuerzas Armadas. Que fue cuando alguien le preguntó si sentía remordimientos. Alguien más se mofó de la pregunta, porque todos sabían que no podía sentir nada.

Pero vaya sorpresa cuando Luis arremedó atropelladamente:

—¡Remordimientos! Pfff… —y cesó de una vez y para siempre del buen uso de la razón.

Desde entonces nunca ha hablado en serio con nadie más, con nadie que no quiera escuchar sobre su abducción y sobre los platillos que tripulan sobre su cementerio.

—A mí me llevaron. Debemos estar listos. Debemos, debemos, debemos —lo escucharon decir esta parte de un monólogo interminable y sin sentido que dispara a diestra y siniestra, y cuando termina comienza a contarlo de nuevo.

Una de las formas de no decir nada es hablar sin sentido.

Nunca necesitó tener la razón, sólo necesitaba de su arma. Pero ahora la mayor parte del tiempo está en silencio; balbuceando, cuando no está en silencio. Esa mudez perturba. No porque luzca como un hombre arrepentido. Inquieta más bien porque parece hacer un esfuerzo por no estallar.

Tal vez sea su maldita conciencia. Tal vez sí la tuvo, contra lo que piensan algunos. Tal vez los inocentes llegaron al cielo y se convirtieron en ángeles y regresan en formas perturbadoras para joder a quien se los jodió.

Ya estoy hablando de más…

Tal vez sólo se le olvidó cómo hablar. No sería extraño. Aquí todos hablan. Hablan, murmuran y se quejan, pero al final se olvidan de todo. Entre el miedo y la culpa, entre la zozobra y la desolación, sólo queda el silencio, un silencio reparador, que remienda olvidando; un silencio que olvida, como se olvidaron de nosotros.

Pero nos olvidan y seguimos aquí, en el cielo opaco y plomizo sobre tu cabeza. Aquí estamos, en el lodo imposible debajo de tus pies.

 

Para Juan Carlos Rulfo y Jordan Peele