La compasión y un limón. Una historia de libros y vegetales

La compasión y un limón. Una historia de libros y vegetales

Mariana García Luna

Con pasión leemos los libros que nos remueven las entrañas, nos tocan el corazón o conmueven nuestra alma. Con pasión realizamos nuestra vocación o defendemos puntos de vista sobre política, religión, futbol y cualquier otro ideal o causa. Pasiones hay muchas, pero el cultivo de una en específico puede conducirnos a un estado sublime de unión universal: la compasión. O como expresó la teóloga mexicana María Pilar Aquino: “la pasión por el otro”, refiriéndose a la solidaridad por quienes sufren.

     Estudié toda mi infancia y adolescencia en instituciones religiosas. En consecuencia, mi concepto de la compasión se formó alrededor de aquellos que padecen hambre, pobreza, enfermedad y muerte. Tras aquello que absorbí mediante lecciones y ejemplos, mi definición de dicha virtud era la lástima. A pesar de que la Real Academia Española las iguale en sinónimos, no son lo mismo. La percepción de que ambos sentimientos son equivalentes ha provocado una grave distorsión. La lástima consiste en observar desde un nivel superior, con el deseo fervoroso de ser exentos del sufrimiento. Como resultado, el socorro al prójimo no se brinda del todo por amor, sino por miedo: a ocupar la posición del desdichado, a los dogmas, a la divinidad, al qué dirán…

     La compasión y la lástima coinciden en que reconocen el padecer y también en el deseo de remediarlo. No obstante, el miedo a ser vulnerables nos imposibilita ver y sentir; entonces surge la indiferencia. La lástima nace por la falta de comprensión del significado real de la compasión. No se puede explicar lo que se ignora; no se puede dar de lo que se carece. Yo no me atrevería a afirmar que las siguientes experiencias representan grandes lecciones universales, pero sí me permiten compartir algunos hallazgos en torno a la compasión.

     Todo empezó con una ensalada de ejotes.

      Vivía en San Miguel de Allende. Tenía 27 años. Estaba en mi departamento, lista para emular la receta de una deliciosa ensalada que comí días atrás. ¿Los protagonistas?: los ejotes. Los lavé, les corté los rabitos y los cociné con agua y sal. Cuando estuvieron listos, los escurrí y los dejé enfriar. Alisté el resto de los ingredientes. Después, al comprobar la temperatura, los corté en bastones. Algo sucedió. Me sentí rara. Ignoré el malestar y seguí manipulándolos, pero la molestia aumentó sin que yo pudiera detenerla ni comprender su origen. Observé mi plato: las vainas verdes cortadas en preciosos trozos, combinadas con tomate, lechuga, aguacate, aceite de oliva, limón y sal. No pude probar bocado. La sensación que me había atacado al inicio se intensificó de tal manera que me fue imposible desdeñarla más. Entonces, el malestar se aclaró. Lo distinguí de forma concisa, aunque me pareció una locura: los ejotes tenían vida. Mi primera reacción fue la náusea y, la segunda, deshacerme de ellos, como si de pequeños cadáveres se tratara. No pude comer nada más. La idea de la vida fuera de mí, en algo que hasta ese momento había considerado inerte (las frutas y las verduras), me resultó abrumadora. 

     Pasaron años antes de que comprendiera que todo en el universo está vivo y que la lástima está muy lejos de la compasión. Los reinos vegetal y el mineral viven. El reino animal no es el único que goza de esa virtud. Como narró Luis Sepúlveda en su novela Mundo del fin del mundo

 

—Pedro, ¿usted se explica por qué lo ayudaron las ballenas y no se defendieron antes?

Pedro Chico respondió sin apartar la vista del mar:

— […] Cuando boté la panga y remé hacia el ballenero sabía que los tripulantes me atacarían y que las ballenas, al verme indefenso, atacado por un animal mayor, no vacilarían en acudir en mi defensa… tuvieron compasión de mí.

 

      Aunque la anécdota de los ejotes pueda parecer ridícula, me llevó a un viaje de introspección. Tiempo después, tuve la fortuna de sentir la vida de un enorme y majestuoso árbol. Parada en el marco de la puerta de la cocina, contemplaba la tarde. Era un día agradable, soleado. El viento soplaba sobre mi cabello y mecía las ramas de aquel árbol del patio vecino. Siempre me gustó la naturaleza, pero hasta ese día no la había observado en realidad. Los rayos del sol brillaban en él. Refulgía. Susurraba. Se me crispó la piel. Observé con curiosidad y detenimiento: lo vi agrandarse, orgulloso. Se mostraba satisfecho de ser lo que era y, al mismo tiempo, humilde: el viento movía sus ramas sin reticencia. Una especie de comunicación sucedió entre los dos. Sentí que él me sintió y yo lo sentí a él. Así de simple y mágico. Nos contemplamos mutuamente. Comprendí que él, como yo, estaba vivo. Recordé el consejo de las abuelitas: hablarles a las plantas para que crecieran bonito.

Entre una y otra experiencia, intenté ser vegetariana. Me angustiaba que los seres humanos tuviéramos que matar para alimentarnos, ¿es que no hay otra manera? En El gato del Dalai Lama, de David Michie, encontré un remedio. La novela cuenta la historia de una gatita adoptada por el Dalai Lama, y ésta narra lo que aprende junto a él. Uno de los capítulos explora la alimentación. Sentí que las palabras se desprendían del libro y saltaban del filo de las hojas para caer en mi corazón. Me reconcilié con la comida y con la vida. Entendí que yo pretendía tener compasión hacia todos los seres vivos de este planeta, excepto hacia mí. 

     Con el tiempo, mi concepto de la compasión se transformó. No se trataba sólo de no sentir lástima ni de ser empática, sino de ir más allá, a las profundidades de una palabra que encierra un significado elevado. La escritora canadiense Alice Munro ya lo dibujaba en su cuento “Dimensiones”:

 

La señora Sands no habría dicho eso al principio. Hace un año, sin ir más lejos, habría sido más prudente, consciente de que Doree se habría sublevado ante la idea de que alguien… pudiera ponerse en su lugar. Ahora sabía que Doree se lo tomaría… como una manera humilde, incluso, de intentar comprender.

 

     La compasión une, no divide. La lástima te separa de tu igual. La empatía se acerca a la verdadera compasión, pero se encuentra limitada. En la novela de Gioconda Belli El país de las mujeres, la protagonista, Viviana, “quería ser tan empática que hablaba más de la cuenta… ofendía a quienes quería ayudar, pensaba por ellos, no les daba la oportunidad de que buscaran sus propias soluciones”. Desde mi punto de vista, la empatía sólo debe de dar paso a la compasión: dejar que sea esta última la que se manifieste para emprender mejores y más acertadas acciones: abrazar, escuchar, sonreír, ayudar, colaborar, servir, alentar, animar, acariciar, sobre todo: comprender.  

     Mi última experiencia en el entendimiento de la compasión ocurrió con un limón. Sí. Con un limón del súper. Elegía los mejores: ni tan verdes ni tan amarillos; de piel lisa, no rugosa; cuando me topé con uno que lucía magnífico. Le di la vuelta y, para mi decepción, noté una protuberancia seca en su lomo. Lo solté y seguí buscando limones perfectos. Mientras escarbaba en el cestillo buscando sólo los inmaculados, mi mente seguía atrapada en aquel limoncito defectuoso, hasta que guiada por un impulso lo tomé en mis manos. Sentí una ternura tal que no pude deshacerme de él. Lo eché en la bolsa y me lo llevé a casa. Fue el primero que utilicé. “Va a estar bien seco”, le comenté a mi madre. “No importa”, concluí. Ella me veía con gracia. El limón defectuoso resultó tan exquisito y jugoso como el más perfecto de los perfectos. Se convirtió en una metáfora. Todos necesitamos sentirnos dignos, a pesar de nuestros defectos. 

     Ese limón me ayudó a preparar mi camino hacia la verdadera compasión. Si somos capaces de sentirnos afectados por algo que consideramos ínfimo; si nos rendimos a la profundidad que se encuentra en las pequeñas enseñanzas de la vida, ¿qué no será cuando nos enfrentemos a los grandes retos, a los desafíos que irrumpen nuestra vulnerabilidad? La compasión es una virtud que requiere desarrollarse. Nunca hay que minimizar los esfuerzos por empezar a sentirla, primero en nosotros mismos, para irradiarla de forma correcta a todo lo que tenga vida y ejercerla de una manera práctica para el bien común. Compasión es igual a comprensión. Comprensión de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Ahora el otro no eres tú, pero, al final, el otro también eres tú. En “De barro estamos hechos”, un cuento estremecedor basado en hechos reales, Isabel Allende nos narra: “Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a enfrentarse con el suyo”. Más adelante concluye: “Rolf quiso consolarla, y fue Azucena quien le dio consuelo a él”.+