La risa de los griegos. (una historia políticamente incorrecta)

La risa de los griegos. (una historia políticamente incorrecta)

José Luis Trueba Lara

  1. El buen Aristóteles no se andaba por las ramas a la hora de cuestionar a la realidad y, como debe de ser, lo tenemos en un pedestal por sus afanes, un hecho que lo transformó en un lugar común, en filósofo condenado a repetir unas cuantas frases célebres. Quizá por esto, cuando pensamos en la Política, nos conformamos con repetir una serie de obviedades. Esto es lo que sucede cuando le atribuimos la idea de que “el hombre es un animal político” o “un ser social”, sin darnos cuenta de que sus palabras fueron muy distintas, justo como lo señala Carlos García Gual: “Lo que Aristóteles dice es que el hombre es por naturaleza un animal de ciudad”. Esta precisión no está de más ni representa poca cosa: la ciudad es el único lugar donde puede encontrar todo lo necesario para satisfacer sus necesidades y sus deseos, lo cual podría permitirle tener una buena vida (el eu zên, diría el Estagirita).

Más allá de estos detalles filológicos, la Política también nos muestra uno de los grandes asombros del filósofo al escudriñar la realidad. Estamos frente a un hecho que le resultó sorprendente, a pesar de que a nosotros nos parece perfectamente natural. ¡Las mujeres eran poco más o menos la mitad de la humanidad! 

Este fenómeno estrambótico implicaba un problema terrible: la mitad de los habitantes de la ciudad eran seres a los cuales no podía tenérseles mucha confianza. Para Aristóteles —y para la mayoría de los griegos sensatos de aquellos tiempos—, las mujeres tenían por lo menos dos graves limitaciones: eran varones incompletos, en la medida en que carecían de la capacidad reproductora y vital de los hombres; ellas, a la hora de quedar embarazadas, apenas eran un receptáculo para el semen. No por casualidad, en los esponsales, el padre de la novia pronunciaba una fórmula precisa: “Te entrego a esta mujer para la labranza de hijos legítimos”.

A este problema biológico se agregaba una tara psicológica: a todas luces, las mentes femeninas eran deficitarias. Aunque ellas podían razonar de una manera lógica, estaban incapacitadas para traducir sus pensamientos en acciones racionales: la suya era una naturaleza pasional y emotiva que tenía una causa biológica: la matriz que, inexorablemente, las llevaba a la histeria.

Las ideas de Aristóteles no significaban poca cosa: en un mundo que giraba alrededor de los varones, esas sentencias no se cuestionaban y, por supuesto, tampoco eran motivo de risa. Así pues, “los grandes hombres hablan mal de las mujeres; los grandes filósofos y los saberes más autorizados consagraban las ideas más falsas y más desdeñosas respecto a lo femenino”, dice Giulia Sissa en el primer tomo de la Historia de las mujeres.

 

  1. Encontrar las huellas de esta mirada no es complicado. Ésta se revela en una gran cantidad de documentos, en no pocas obras de arte y en muchas costumbres de las ciudades, justo como se muestra en el tomo dedicado a la Grecia clásica de la Historia de Europa Oxford. En las primeras pinturas cerámicas, a los hombres los coloreaban con negro, mientras que las mujeres y los afeminados tenían una apariencia pálida y blanquecina, puesto que vivían casi enclaustradas. El hecho de mantener a las mujeres en el gineceo y controlar sus salidas de la casa representaba una manera de mostrar la riqueza que se poseía: mientras el ostentoso Midas llevaba a su mujer a celebrar los misterios de Eleusis sobre un carro armiñado y sólo dejaba su hogar durante las fiestas, las mujeres de los pobres de la ciudad se veían obligadas a salir cotidianamente para completar los ingresos familiares. Efectivamente, el mundo de las mujeres privilegiadas era el encierro.

El teatro tampoco resultaba ajeno a esta manera de comprender el mundo y, durante las representaciones, el público recibía las enseñanzas de los autores sobre los distintos aspectos de la vida ciudadana. En esas obras, el mensaje era claro, absolutamente indubitable: la ausencia de límites se representaba como un horror y la pérdida de la rectitud se describe como una caída en el precipicio de la degradación. Las comedias no escapaban de estas características, aunque de ellas apenas nos quedan unas pocas muestras. Dicen que en la biblioteca de Alejandría se conservaban 365 obras de la comedia antigua y que la mayoría se perdieron para siempre: de Aristófanes existían 44 obras —aunque el total de las que escribió nos es desconocido—, pero sólo sobrevivieron once y, entre ellas, se encuentra Lisístrata.

Muy poco sabemos de la vida de Aristófanes: tenemos claro que era ateniense y, por lo que se lee en las obras que se conservan, podemos pensar que estaba en contra de la Guerra del Peloponeso. En sus comedias —según lo señala José García López— hay una gran cantidad de alusiones políticas, “una imagen grotesca de la ciudad [que se construye gracias a la] referencia constante a los acontecimientos, personajes, instituciones políticas y culturales de la sociedad ateniense, a los que somete a juicio y crítica, en ocasiones de manera muy dura y burlona”. Esto es justamente lo que ocurre en Lisístrata, la comedia protagonizada por la mujer que le da nombre y que —harta de la guerra— decide convocar a una huelga de piernas cruzadas hasta que los atenienses y los espartanos firmen la paz. Lo que ellas juran no es poca cosa:

 

No habrá nadie, ni amante ni esposo […] que se me acerque empalmado […]. Y, en casa, sin toro, pasaré la vida con túnica azafranada y bien adornada, para que mi esposo se encienda muchísimo por mí, […] y jamás, de grado, obedeceré a mi esposo […]. Y, si, no queriéndolo yo, me fuerza con violencia de mal grado cederé y no me moveré al compás, ni levantaré hacia el techo mis zapatillas persas ni me pondré leona sobre el rallador de queso. 

 

Después de este juramento, las mujeres ponen en marcha su plan y, además de mostrarnos algunos de los mejores momentos de la comedia fálica, a fuerza insatisfacción logran doblegar a sus hombres para que firmen la paz.

Es un hecho que los atenienses se reían a raudales durante las representaciones de Lisístrata; sin embargo, habría que preguntarse ¿de qué se reían? En las lecturas y en las representaciones que hoy se presentan, la manera de comprender a Lisístrata nos parece correcta: ella es la organizadora de las mujeres que se revelan en contra de la guerra y triunfan sobre los varones, al tiempo que los chistes fálicos continúan manteniendo su frescura. 

Sin embargo, también podemos pensar que los antiguos griegos se carcajeaban por otras razones: Lisístrata no era una protofeminista, sino una persona que había perdido los límites y la rectitud al grado que era posible burlarse de ella. Con su huelga de piernas cruzadas quizá ocurría lo mismo: las mujeres destinadas a parir ciudadanos bien podían ser sustituidas por las pórnai, las pallakaí, las hetairai, que cobraban de distintas maneras por entregar sus favores y, si acaso ellas se sumaban al movimiento delirante, aún quedaba la posibilidad de los efebos.

La risa del público que asistía a las funciones de Lisístrata era absolutamente distinta de la nuestra: las mujeres que se rebelaban y se negaban a cumplir su función de ser la labranza de los hijos legítimos, las que eran presa de la histeria y se pensaban capaces de doblegar a los hombres, bien podrían ser las pobladoras del mundo creado por Aristófanes. La risa de los griegos es una acción que hoy se revela como una incorrección política.+