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El horror de la ciudad perfecta

El horror de la ciudad perfecta

12 de octubre 2022

Por José Luis Trueba Lara

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En el siglo XIV, la peste asoló Europa. Casi nada pudo resistir el embate de la muerte: la enfermedad les arrebataba la vida a los hombres más piadosos y a los pecadores más siniestros; los saberes médicos no tenían manera de detenerla y mucho menos de sanarla; los poderes de las ciudades se desmoronaban ante sus embates. Las imágenes de lo que sucedía eran tan terribles como las que se mostraban en el Libro de la Revelación. En aquellos momentos, rogarle a Dios había perdido sentido, y huir del contagio apenas retrasaba la llegada de la parca. Al comienzo de la epidemia, las carretas colmadas de cadáveres recorrían las calles, y las puertas de las casas de los contagiados se marcaban para alejar a la gente; sin embargo, al poco tiempo, estos esfuerzos perdieron su sentido: los carretoneros, los sepultureros y los trabajadores también se enfermaron o huyeron de sus trabajos con tal de conservar la vida. La mortandad fue inmensa y sus cifras aún se discuten: los más conservadores afirman que la guadaña le cortó los hilos de la vida a casi la mitad de la población, mientras que los más extremos hablan de casi tres cuartas partes de los habitantes de Europa.

La muerte y la devastación no se terminaron sin dejar una profunda huella, una certeza que transformaría la historia de Occidente: algo había que hacer para controlar a la naturaleza. Para la gran mayoría de las personas, la solución de este problema resulta obvia y de inmediato la asocian con las obras de Copérnico y de Galileo: el desarrollo de la ciencia y la técnica posibilitarían el control y la predicción de los fenómenos naturales después de una serie de fracasos y logros. Sin embargo, las respuestas no son tan simples: el Renacimiento —según lo cuenta Alexandre Koyré— no necesariamente representó una época marcada por el espíritu científico, sino por una apuesta en favor de la magia. En aquellos momentos, la única manera de lograr el control del cosmos era utilizando su fuerza gracias a los talismanes que atraían los efluvios del universo en beneficio de los seres humanos. La idea de que “lo de arriba también es lo de abajo” campeaba con toda su fuerza.

El poder de los talismanes era indiscutible: si, por ejemplo, alguien lograba atraer los efluvios del planeta Venus a través de un objeto que concentrara sus metales, sus símbolos y sus colores, podría controlarlos y utilizarlos para lograr los amores que parecían imposibles. Nadie, absolutamente nadie podría resistirse al poder del universo.

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La importancia de los talismanes estaba más allá de la duda, pero también implicaba un problema: ¿cómo beneficiar a la humanidad entera con el poder del cosmos?, ¿era posible construir un talismán cuya capacidad de atracción beneficiara a todos los seres humanos? Tommaso Campanella —un monje napolitano que encabezó revueltas y uno de los grandes utopistas y astrólogos del Renacimiento— encontró una respuesta arquitectónica a esta interrogante. Las ciudades mejor amuralladas, como sucedía con Palmanova, estaban destinadas a la derrota debido a los cañones y a la posibilidad de que fueran sitiadas; las que contaran con mejores médicos continuarían en peligro de ser arrasadas por un brote de peste; ante de estos hechos sólo quedaba un camino: construir una urbe que fuera un inmenso talismán, pues la fuerza del cosmos era infinita e invencible.

La veracidad de este proyecto parecía indudable. Por ello, Campanella tomó la pluma y comenzó a describir cómo sería esta ciudad perfecta gracias a un diálogo que, si bien no representa uno de los mayores logros de la literatura renacentista, sí es uno de los mayores proyectos utópicos de aquella época, y que muy probablemente recuperaba algunas de las intuiciones de la Antigüedad clásica. En cada una de las palabras del utopista se muestra que la Ciudad del Sol era —al mismo tiempo— una apuesta en favor del heliocentrismo y la magia, y —por supuesto— un envite a crear una sociedad perfecta que viviera de acuerdo con los dictados del cosmos y, gracias a esto, lograra la perfección absoluta.

¿Cómo lograr esta maravilla? En La imaginaria Ciudad del Sol, Tommaso Campanella nos muestra con cierto detalle sus principales características, a través de una descripción que obliga a recordar Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: la Ciudad del Sol está “dividida en siete grandes círculos o recintos, cada uno de los cuales lleva el nombre de los siete planetas. Se pasa de uno a otro recinto por corredores y por cuatro puertas orientadas respectivamente en dirección de los cuatro puntos cardinales”. En el centro de la urbe se encontraba el gran templo que la dominaba: un edificio circular desde el cual gobernaba un filósofo, profundo conocedor de todos los saberes que les permitían a los solarienses “producir artificialmente […] todos los fenómenos meteorológicos, es decir, los vientos, las lluvias, los truenos, el arcoíris, etcétera”. Y, para coronar esta descripción, Campanella da una gran importancia al número siete, tal es —por ejemplo— el total de las lámparas que iluminan el templo de la ciudad.

Evidentemente, la Ciudad del Sol resultaba inexpugnable. Los hombres y la naturaleza nada podrían en contra de ella, pues su poder infinito era exactamente el mismo que tenía el universo.

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A golpe de vista, el sueño de Campanella parecería perfecto y digno de convertirse en realidad: una ciudad que concentrara la fuerza del cosmos y cuyos habitantes vivieran de acuerdo con sus dictados seguramente sería un lugar virtuoso, perfecto, maravilloso. Incluso, esta posibilidad parecería estar más allá de cualquier crítica y quizá por eso en más de una ocasión se ha intentado materializar: así ocurrió con Auroville (la ciudad de la Aurora), que se construyó en el sur de la India en 1968, diseñada por Roger Anger y financiada por la Unesco con el único fin de crear una urbe donde la igualdad se materializara a cada instante, y lo mismo podría decirse de las comunas creadas por los grupos ecologistas que a toda costa intentan vivir de una manera acorde con la naturaleza.

Por desgracia, el sueño de vivir en armonía con el cosmos y la naturaleza sólo es eso: un sueño absolutamente imposible. Las razones que explican este fracaso son dos. La primera consiste en la negación de aquello que nos hace humanos: aunque queramos negarlo con tal de fingirnos ecologistas, los humanos somos seres culturales y, por lo tanto, cada una de nuestras creaciones nos aleja de la naturaleza. Los medicamentos y los teléfonos inteligentes, los edificios y los libros, al igual que las herramientas y las innovaciones tecnológicas, no crecen en los árboles ni brotan de la naturaleza. Por esta razón, en el instante en que intentamos construir la Ciudad del Sol, Auroville o una comuna ecológica, dejamos de formar parte de lo natural para adentrarnos en lo cultural.

Si bien es cierto que en aquellos hechos hay por lo menos de un dejo de ingenuidad que podría perdonarse, también contienen un horror imperdonable: en el preciso momento en que alguien decide normar la manera en que debe de vivir la gente —da igual si es el sumo sacerdote de la Ciudad de Sol, el gurú de un grupo de ecologistas o un tirano por los cuatro costados— les abre la puerta a la dictadura, al totalitarismo, a la bendición de la esclavitud, que se justifican con los argumentos de lo natural, lo cósmico o las leyes de la historia y la naturaleza. Los seres humanos, además de ser productos de la cultura, somos libres y, por lo tanto, podemos decidir la manera como queremos vivir, algo sin duda imposible en las utopías.

Así pues, por bellas y poderosas que parezcan, las ciudades y las sociedades imaginadas por los utopistas representan una invitación al horror y a la esclavitud, a la obediencia ciega y a la imposibilidad de ejercer la rebeldía de pensar y actuar. Por eso, tal vez, son mejores nuestras ciudades imperfectas que las ciudades invisibles que nacen de los sueños de quienes pretenden salvar a la humanidad.+

La imaginaria Ciudad del Sol
Tommaso Campanella
Fondo de Cultura Económica (e-book)

Se trata de un diálogo en el que intervienen el Gran Maestre y el Almirante, quien refiere con mucho detalle lo ocurrido durante su recorrido por el mundo. Su estancia en la Ciudad del Sol le permitió conocer su geografía, su estructura social y arquitectónica, sus costumbres: en suma, su cultura. Esta ciudad es la reconstrucción de una sociedad utópica en la que el amor, la amistad y la comunidad se practican como valores establecidos como máximos.

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