Cuando bailan las letras
1 de febrero 2023
Por Herles Velasco
El baile y la literatura son formas de arte que comparten una estrecha relación: expresan emociones, cuentan historias y transmiten un mensaje. La música se hace visible a través del baile; el cuerpo se vuelve signo. En el caso de la poesía, esa música adopta el cuerpo de las palabras que suenan. También a través del lenguaje se ponen de manifiesto los ritmos y la plástica, aquí otra cualidad compartida con la danza. La literatura ―en su forma oral― y la música nacieron casi a la par, lo mismo que aquellos primeros movimientos corporales que se sacudían al ritmo de las improvisadas percusiones. Las danzas primigenias muy seguramente antecedieron a los fonemas más elaborados de los que saldrían los primeros cantos. Ese origen común, esa línea de sangre cuyo germen se encuentra en la música, ha provocado más de un fortuito reencuentro a través de los milenios. Alguien como yo, poco avezado en el dominio del ritmo aplicado a mis extremidades ―o, como dice la sabiduría popular, por contar con dos pies izquierdos―, se tiene que conformar con la maravilla de observar a la distancia a aquellos que sí tienen la capacidad de decir algo con los mismos miembros que apenas me dan para trasladarme de un sitio a otro. Éstos sólo pueden provocar ―en los que comparten mi condición― una fascinación casi sobrenatural, una conexión mística que, aunque imposibilitados físicamente, llevamos todos en lo más profundo del ADN.
Ya decía Paul Valéry en su sesudo ensayo Teoría poética y estética, esa casi injusta defensa de la poesía sobre la narrativa, que la primera es equiparable al baile, mientras que la segunda, a caminar. Si se me permite ajustar un poco lo dicho por Valéry, los mismos elementos, piernas y palabras, son utilizados para propósitos diametralmente opuestos: el baile y la literatura, como experiencias estéticas desprovistas de cualquier carácter utilitario. Tanto caminar como el habla cotidiana representan aspectos que apuntan a fines más bien prácticos y funcionales; quien no se conforma con caminar baila, y a quien no le basta el lenguaje en su carácter significante de acepciones de diccionario hace literatura. Hay en estas disciplinas, entonces, una rebeldía implícita hacia la practicidad mecánica a la que hemos reducido lo humano. La danza es la escritura del cuerpo; en ella las extremidades se vuelven signos, cuentan; y si el ser humano es un animal de símbolos, no se debe solamente a que crea e interpreta, también a que vive y muere a través de ellos. En los signos de la danza y de las letras, construimos realidades.
La danza contemporánea se ha utilizado para explorar temas sociales y políticos. El ballet requiere un libreto; en ese caso encontraremos decenas de adaptaciones de poemas, cuentos, novelas y dramaturgia: Macbeth, Anna Karenina, El cascanueces, La letra escarlata, Clitemnestra y un largo etcétera. Y qué es un diálogo, qué la poesía, sino la danza de las ideas, conceptos y emociones, póngale usted el ritmo con base en cada situación, la del autor y también la del lector que la recrea. Y qué es el baile en la literatura sino un símbolo y una narración en sí mismo. Estas ideas están lejos de ser nuevas. Ya Homero contó en su poema épico la Iliada aquella discusión entre Héctor y Ulises sobre si debían lanzarse a la guerra, mientras detrás de ellos el destino ya tenía planeada la danza de la muerte. También Aquiles llevaría a la guerra una danza grabada en su escudo. Quizá se trata de las primeras veces que encontraremos en la épica occidental al baile como un símbolo, por un lado, de lo macabro; por otro, de esa armonía inmóvil retratada, que ya no es más.
Shakespeare tiene más de una obra en la que los personajes encuentran la reconciliación bailando: Como gustéis o Mucho ruido y pocas nueces resultan ejemplos claros. Por otro lado, en La tempestad, Próspero interrumpe la danza de las ninfas para romper aquellas armonías al darse cuenta de que hay una conspiración para asesinarlo; pareciera que la forma de trastocar la vida del otro, porque la propia se fue al caño, es coartando la felicidad de los bailarines.
En la literatura a partir del siglo xix, específicamente en las novelas, el momento del baile suele ser clave para el desarrollo de las historias. Goethe consideró que el joven Werther, en sus Penas, se enamoraría de Carlota en un baile. Esta dama decía, además, que para ella “nada supera a la danza”. Ese instante maravilloso se tornaría trágico con el suicidio por amor de Werther. Goethe muestra la felicidad y esperanza primigenias, que para completarse en la narración necesitaron el momento público y al mismo tiempo privado de la danza.
Por otro lado, Jane Austen, en Orgullo y prejuicio, hace que Elizabeth y el señor Darcy ―y esto ocupa más de una tercera parte del libro― o bailen o hablen de bailes. A través de la danza, Austen muestra el retrato de una sociedad en la que el cortejo y el rechazo se daban a plenitud. Muchas de las situaciones que la novelista plantea giran alrededor del baile; ahí se da la excusa para comenzar a intimar, para conocerse y tomar decisiones graves.
Madame Bovary experimenta, en el baile en la mansión del marqués, una especie de locura que la saca de la monotonía de su vida; de nuevo, la danza se convierte en símbolo de una belleza difícil de encontrar en la cotidianidad. Después, Bovary retornaría a la terrible realidad de su tediosa vida. Otro episodio en el que Flaubert descolocó maravillosamente a Emma Bovary ocurrió justo en un baile distinto, en el que ésta no dejó de saltar durante toda la noche al ritmo de los trombones. Vale la pena mencionar que Flaubert ―quizá también con dos pies izquierdos― odiaba la danza.
Otra extraña locura es la de Tatiana, en El arrebato de Lol V. Stein, de Marguerite Duras. Ésta, aseguran, comenzó en la sala de baile, en la que recuerda su encuentro con Richardson durante las vacaciones. Aquellas memorias enlazadas se unirían a una más trágica en el futuro: la última vez que bailarían juntos. Es decir, no resulta suficiente mostrar la última mirada, las últimas palabras; la desdicha justa necesitaba del baile, el último de todos.
El baile representa casi un personaje más en Concierto barroco, de Alejo Carpentier: Veracruz, La Habana, el carnaval de Venecia, ¿podría haber señales más claras? La ópera de la Malinche, Cortés y Moctezuma, entre canciones y extrañas onomatopeyas: Concierto barroco es un libro que prácticamente se baila, que suena.
En el romanticismo, Byron satirizó el erotismo del baile en The waltz: an apostrophic hymn. Baudelaire encontraría, cuando cae la noche, que los elementos danzan un “baile melancólico”, en el poema “Un fantasma”. Victor Hugo asemejaba a la muerte con la tristeza del final del baile. “Siempre que es posible, trato de no bailar” dijo la Anna Karenina de Tolstói, y es justo en un baile cuando Anna y Vronski se conocen. Adolfo Bioy Casares, en La invención de Morel, repite eternamente una semana feliz. En ésta, claro, tiene que haber danza. Qué decir de La máscara de la muerte roja, en donde Poe, fiel a su estilo, masacra a la multitud en un baile. Las referencias y la simbiosis, entonces, se cuentan por montones entre ambas disciplinas.
Yo diría, más allá del puñado de situaciones en que han quedado ejemplificadas las relaciones entre las letras y el baile, que la danza y la literatura tienen tres campos de acción en común: lo ritual, lo cotidiano/personal y lo social. Por eso, la Exaltación de Innana, compuesto por Enheduana hace cuatro mil 300 años, una oda a la diosa sumeria de la fertilidad, encuentra vasos comunicantes con la danza kakilambe de Guinea Ecuatorial; la literatura erótica de Anaïs Nin y un tango argentino pueden provocar emociones similares, o el combativo Miguel Hernández y el voguing de Harlem saben que las batallas necesitan librarse también en lo creativo. Todos con sus respectivas distancias, por supuesto, pero todos sumados al juego de la tensión, la estética y los ritmos. El baile y la literatura tienen, entonces, una extraña relación en la que no siempre se repara; pero, como ya vimos, parece que estará ahí por siempre. Propongo una última: tanto lo leído como lo bailado nadie nos lo quita.+
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