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El librero de Ligia Urroz

El librero de Ligia Urroz

En una entrevista que se publicó a comienzos de este año, Ligia Urroz contó un hecho fundamental de su vida: “Cuando salimos de la guerra en Nicaragua y llegamos a México, a donde arribamos absolutamente sin nada, le dije a mi papá que quería estudiar en el Conservatorio, y él me dijo: ‘No Ligia, ¡te vas a morir de hambre! Tienes que estudiar algo que por lo menos te deje dinero para sobrevivir. Tú tienes que ser una mujer independiente’”. Por eso, en una parte de su biblioteca tiene los libros técnicos, absolutamente alejados de la literatura; sin embargo, ahí también están sus otras pasiones: la lectura incesante, la escritura —su novela más reciente se titula Somoza (Planeta, 2021)— y la música, pues también es una guitarrista que se mueve entre los más distintos géneros. Incluso, en un rincón muy especial de su biblioteca, se encuentra el violín de su abuelo, quien fue el primer violín y director de la Orquesta Sinfónica de Nicaragua. Ese instrumento la custodia mientras está en su biblioteca.

Me da mucho gusto darles la bienvenida a uno de mis lugares favoritos: mi biblioteca. Aquí trabajo, aquí me pierdo por horas leyendo, escribiendo, escuchando música clásica, algo que me viene de mi abuelo. En estos libreros están mis pasiones y mis obsesiones. Soy una maniática del orden; todo me gusta extremadamente organizado; por eso tengo mis libros ordenados por género y autor: tengo una sección de novela, otra de poesía, un lugar especial para los libros de cuando estudiaba —son de finanzas y de economía—, y lo mismo me ocurre con las obras de espiritualidad, filosofía, vino y arte. Además, mis libros están acomodados de manera alfabética de acuerdo con el apellido de su autor. A mí me gusta muchísimo subrayarlos, aunque para algunas personas esto represente un sacrilegio. Mi relación con ellos es linda, por eso los marco, los anoto, les doblo sus paginitas; también les pongo la fecha del momento en que los leo.

Desde pequeña he vivido alrededor de los libros. Aprendí a leer a los tres años, sin que nadie me enseñara, y desde entonces he leído de todo. Creo que mi primera novela, la que fue totalmente iniciática, fue Mujercitas, de Louisa May Alcott. La edición que hoy tengo es muy linda —la publicó Akal—, está ilustrada, anotada y es uno de mis mayores tesoros. Algo parecido me ocurrió con El diario de Ana Frank.

Obviamente, después de estas obras iniciáticas, encontré otras que me han encantado por su estética, por su construcción y, por supuesto, entre ellas también están las que más me han emocionado. Estas lecturas son resultado de los instantes específicos en los que un libro te llega y se amolda a tu estado de ánimo; eso fue lo que me pasó con La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. Recuerdo que la leí en un momento de quiebre en mi vida, por eso la tengo llorada: sus páginas están marcadas por las lágrimas y el café. Todos estos libros y todas las lecturas a las que acudes forman parte de tu esencia, parte de tu alma.

Otro de mis libros preferidos es El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. ¿Qué les puedo decir de él? Es una inmensa novela; en ella vemos al hombre enfrentándose con la naturaleza y con él mismo; a alguien que se hace las mismas preguntas que siempre nos hemos hecho y nos seguiremos haciendo. En este libro hay una frase que siempre me llega al alma: “Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, más cegadora que la noche”.

Una cosa que me encanta es que los autores a los que conozco y les tengo muchísimo cariño me dediquen sus libros. Uno de ellos, Andrés Neuman —un amigo superquerido—, me ha regalado dedicatorias extraordinarias, y lo mismo me sucede con Alberto Ruy Sánchez y Carlos Velázquez. Aunque también tengo libros dedicados por algunos premios Nobel. Éstos forman un acervo que les voy a dejar a mis hijos.

Uno de mis mayores tesoros es un libro de Gabriel García Márquez: la primera edición de Cien años de soledad, que hizo Sudamericana. Lo tengo guardado y protegido para que la humedad no lo dañe. Desde la adolescencia le guardo un gran amor al boom latinoamericano, y tengo una anécdota con García Márquez: lo conocí cuando tendría 15 o 16 años. Mi papá lo trataba desde antes y era su amigo. Un día lo acompañé a la tertulia que tenían. Mi papá me preguntó:
—¿Quién es este señor?
Gabo dijo que cómo iba yo a saber quién era y le interrumpí:
—Por supuesto que sé quién es. Usted es don Gabriel García Márquez.
Y le dije todo lo que había leído de él. Platicamos largo y tendido. Al final me dijo una cosa: “Chavala, creo que tú deberías escribir”. +