Alfaguara Clásicos presenta la edición ilustrada de Momo, de Michael Ende

Alfaguara Clásicos presenta la edición ilustrada de Momo, de Michael Ende

¡Te traemos un adelanto inigualable! Disfruta del primer capítulo de Momo, ilustrado por Ayesha L. Rubio y traducido por Begoña Llovet Barquero, en una hermosa edición de Alfaguara Clásicos.

Capítulo I

Una ciudad grande y una niña pequeña

En los viejos viejos tiempos, cuando los seres humanos aún hablaban en otras lenguas, completamente diferentes, ya existían grandes y espléndidas ciudades en los países cálidos. En ellas se levantaban los palacios de reyes y emperadores, había calles anchas, callejones estrechos y callejuelas intrincadas, se alzaban templos magníficos con estatuas de dioses de oro y mármol; había mercados multicolores donde se ofrecían mercancías de todos los rincones del mundo, y plazas bellas y espaciosas en las que los ciudadanos se reunían para comentar las novedades y pronunciar o escuchar discursos. Y, sobre todo, había grandes teatros.

Estos tenían un aspecto similar al de los circos actuales, salvo que estaban construidos en su totalidad con sillares de piedra. Las filas de asientos para los espectadores estaban dispuestas de manera escalonada, una encima de la otra, como en un gigantesco embudo. Vistas desde arriba, algunas de estas edificaciones tenían una forma redonda, otras más bien ovalada, y otras en cambio formaban un amplio semicírculo. Se las llamaba anfiteatros.

Había algunos que eran tan grandes como un estadio de fútbol, y otros más pequeños, en los que solo cabían unos pocos centenares de espectadores. Había algunos suntuosos, engalanados con columnas y figuras, y otros que eran sencillos y carecían de adornos. Los anfiteatros no tenían tejado, todo se desarrollaba a cielo abierto. Por eso, en los teatros suntuosos tendían tapices entretejidos de oro sobre las filas de asientos, para proteger al público de los ardientes rayos del sol o de imprevistos chubascos. En los teatros modestos, unas esteras de junco y paja cumplían la misma función. En una palabra: los teatros eran tal y como la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener uno, ya que eran apasionados espectadores y oyentes.

Y cuando escuchaban atentamente las vicisitudes emocionantes o cómicas que se representaban en el escenario, entonces experimentaban la sensación de que aquella vida interpretada era, de manera inexplicable, más real que su propia vida cotidiana. Y disfrutaban escuchando con deleite esa otra realidad.

Han transcurrido milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquella época se han desmoronado, los templos y los palacios han quedado derruidos. El viento y la lluvia, el frío y el calor han pulido y desgastado las piedras, y de los grandes teatros quedan tan solo algunos vestigios. En los muros más agrietados, las cigarras cantan ahora su monótona canción, que suena como si la tierra respirase en sueños.

Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen siendo grandes ciudades hoy en día. Naturalmente, la vida en ellas es bien distinta a la de antaño. La gente se traslada en automóviles y tranvías, tiene teléfono y luz eléctrica. Pero aquí y allá, entre las modernas edificaciones, perviven aún un par de columnas, una puerta, un fragmento de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos tiempos. Y en una de estas ciudades transcurrió la historia de Momo.

En las afueras, en el extremo meridional de esta gran metrópoli, allá donde dan comienzo los primeros campos, y las cabañas y las casas son cada vez más míseras, se encuentran, escondidas en un bosquecillo de pinos, las ruinas de un pequeño anfiteatro. En aquellos tiempos tampoco se contaba entre los ostentosos; digamos que ya por aquel entonces era un teatro para gente más bien humilde. En nuestros días, es decir, en la época en la que tuvo su comienzo la historia de Momo, las ruinas habían caído casi totalmente en el olvido. Solo un par de profesores universitarios de arqueología tenían constancia de su existencia, pero ya no les interesaban, porque allí ya no había nada más que investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera comparar a otros que había en la gran ciudad. Así pues, por allí solo se extraviaban de vez en cuando algunos turistas que subían y bajaban por los sillares cubiertos de hierba, hacían ruido, disparaban una fotografía para el recuerdo y se iban de nuevo. Después el silencio retornaba al círculo de piedra, y las cigarras entonaban la siguiente estrofa de su interminable canción, que, por lo demás, en nada se diferenciaba de la anterior.

En realidad, solo conocían esta curiosa edificación circular las gentes de los alrededores. Allí apacentaban a sus cabras, los niños usaban el círculo central para jugar a la pelota, y a veces, por la noche, era el punto de encuentro de las parejas de enamorados.

Pero un día, entre las gentes del lugar corrió la voz de que en los últimos tiempos alguien habitaba en las ruinas. Decían que era una personilla de poca edad, presumiblemente una niña. De todas maneras, no se podía afirmar a ciencia cierta, ya que iba vestida de un modo un poco estrafalario. Al parecer se llamaba Momo, o algo por el estilo.

En efecto, el aspecto de Momo era un poco extraño, y probablemente podía asustar un poco a quienes conceden gran importancia al aseo y al orden. La niña era pequeña y bastante delgada, de tal suerte que incluso con la mejor voluntad no se podía saber si tenía solo ocho años o si ya había cumplido doce. Lucía un pelo alborotado y lleno de rizos negros como la pez que parecía no haber tenido aún ningún contacto con un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, preciosos y también negros como la pez, y sus pies presentaban ese mismo color, ya que casi siempre andaba descalza. Solo en invierno llevaba de vez en cuando unos zapatos, pero no eran iguales, sino de diferentes pares, y además le quedaban demasiado grandes. Y esto era así porque Momo, en realidad, no poseía nada, excepto aquello que encontraba por ahí o que le regalaban. Su falda se componía de diferentes retales multicolores cosidos entre sí y le llegaba hasta los tobillos. Por encima llevaba una chaqueta de hombre, vieja y demasiado grande para ella, con las mangas recogidas a la altura de las muñecas. Momo no las quería cortar porque era previsora y pensaba que aún tenía que crecer. Y quién sabe si algún día volvería a encontrar de nuevo una chaqueta tan bonita y tan práctica, con todos esos bolsillos.

Bajo el escenario cubierto de hierba del teatro en ruinas se hallaban un par de cámaras medio derruidas a las que se podía acceder a través de una abertura del muro exterior. Ahí se había instalado confortablemente Momo.

Un mediodía se acercaron allí algunos hombres y mujeres de los alrededores e intentaron tirarle de la lengua haciéndole un montón de preguntas. Momo estaba de pie frente a ellos y los miraba con cierto recelo, ya que temía que esa gente fuese a echarla de allí. Pero enseguida se percató de que se trataba de gente amable. Ellos mismos eran pobres y conocían la vida.

—Bueno —dijo uno de los hombres—, ¿así que te gusta esto?

—Sí —contestó Momo.

—¿Y quieres quedarte aquí?

—Sí, me gustaría.

—Pero ¿es que no te esperan en ninguna parte?

—No.

—Lo que quiero decir es que… ¿no tienes que volver a casa?

—Esta es mi casa —aseguró Momo con prontitud.

—¿De dónde eres, chiquilla?

Momo hizo un movimiento indeterminado con la mano, como si estuviera señalando algún lugar lejano.

—Y entonces, ¿quiénes son tus padres? —siguió preguntando el hombre.

La niña se quedó mirando al hombre y a los demás con desconcierto y se encogió levemente de hombros. Los presentes intercambiaron miradas y suspiraron.

—No tienes nada que temer —prosiguió el hombre—, no vamos a echarte de aquí. Queremos ayudarte.

Momo asintió en silencio, pero sin estar aún convencida del todo.

—Dices que te llamas Momo, ¿verdad?

—Sí.

—Es un nombre muy bonito, pero nunca antes lo había oído. ¿Quién te lo puso?

—Yo —replicó Momo.

—¿Tú misma te has puesto ese nombre?

—Sí.

—¿Cuándo naciste?

Momo se quedó pensativa durante unos instantes y finalmente dijo:

—Hasta donde me alcanza la memoria, siempre he existido.

—Pero ¿es que no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela, nada de familia en absoluto, con la que puedas quedarte?

Momo miró al hombre y enmudeció durante unos segundos. Después musitó con voz queda:

—Esta es mi casa.

—Sí, bueno —replicó el hombre—, pero no eres más que una niña. Por cierto, ¿cuántos años tienes?

—Cien —respondió Momo, titubeando.

La gente empezó a reírse, porque creían que era una broma.

—Ahora en serio, ¿cuántos años tienes?

—Ciento dos —respondió Momo, aún un poco insegura.

Pasó un buen rato hasta que la gente se dio cuenta de que la niña tan solo conocía un par de números que había pescado al vuelo, aun cuando no sabía exactamente lo que significaban, porque nadie le había enseñado a contar.

—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado con los demás—, ¿te parece bien que le comuniquemos a la policía que estás aquí? Entonces te llevarán a una residencia donde tendrás comida y cama, y donde aprenderás a contar, a leer y a escribir, y muchas más cosas. ¿Qué te parece, eh?

Momo le miró horrorizada.

—No —dijo en un susurro—, no quiero ir ahí. Ya estuve una vez. También había otros niños. Las ventanas tenían rejas. Todos los días nos pegaban sin motivo alguno. Así que una noche salté el muro y me escapé. No quiero volver allí.

—Te comprendo —dijo un anciano asintiendo con la cabeza. Y los demás también lo comprendieron y asintieron.

—Está bien —exclamó una mujer—, pero aún eres pequeña. Alguien tiene que cuidar de ti.

—Yo misma —respondió Momo con gran alivio.

—¿Acaso sabes hacerlo? —inquirió la mujer.

Momo se quedó callada durante unos momentos y después respondió muy bajito:

—No necesito gran cosa.

De nuevo todos los presentes intercambiaron miradas, suspirando y asintiendo.

—¿Sabes una cosa, Momo? —dijo, tomando la palabra, el hombre que había hablado al principio—, estamos pensando que tal vez podrías alojarte en casa de alguna de nuestras familias. Si bien nuestros hogares son pequeños y la mayoría de nosotros ya tenemos un montón de críos que alimentar, sin embargo, pensamos que donde comen tantos, puede comer una boca más. ¿Qué te parece, eh?

—Gracias —exclamó Momo sonriendo por primera vez—, ¡muchas gracias! Pero ¿no podéis dejarme vivir aquí, y ya está?

Estuvieron deliberando entre ellos un buen rato, y al final se pusieron de acuerdo. Porque ahí, opinaban, la niña podría vivir exactamente igual de bien que en casa de cualquiera de ellos, y querían ocuparse de Momo entre todos, ya que en cualquier caso sería más sencillo hacerlo todos juntos que uno solo.

Enseguida pusieron manos a la obra y comenzaron, en primer lugar, a limpiar la cámara medio derruida en la que vivía Momo, para acondicionarla en la medida de lo posible. Uno de ellos, que era albañil, incluso construyó un pequeño hogar de piedra donde cocinar. Alguien trajo un tubo oxidado de chimenea. Un viejo carpintero construyó una mesita y dos sillas atornillando algunos listones de unas cajas de madera. Y finalmente, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro adornada con volutas, un colchón que solo estaba un poquito estropeado y dos mantas. Aquel agujero de piedra situado bajo el escenario de la ruina se había convertido en un acogedor aposento. El albañil, que poseía talento artístico, pintó por último un bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que parecía colgar el cuadro.

Y después vinieron los niños y los mayores y trajeron toda la comida sobrante que pudieron reunir; uno un trozo de queso, otro un pequeño bollo, el tercero algo de fruta y así sucesivamente. Y como había muchos niños, se congregó en el anfiteatro una multitud tal que todos juntos pudieron celebrar una verdadera fiestecita en honor del nuevo hogar de Momo. Fue una fiesta tan divertida como solo la gente pobre sabe celebrar.

De esta manera comenzó la amistad entre la pequeña Momo y los habitantes de los alrededores.