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La mejor cancha

La mejor cancha

15 de junio de 2021

Juan Villoro

Para mí, Gandhi fue una especie de universidad, un oasis en el sur de la ciudad. Yo vivía bastante cerca y me podía ir caminando. Esto lo hacía cuando estaba en secundaria y ni siquiera tomaba café, por eso pedía un jugo de naranja con zanahoria en la cafetería. Había unos libreros extraordinarios; uno de ellos se sabía de memoria la colección de Bolsillo de Alianza, que era enorme; no sólo los títulos y los autores, sino también el número de tomo. Además, estaban los que te recomendaban libros: yo estaba descubriendo a Cortázar y a muchos autores de su generación. Él me dijo que si me gustaba Cortázar debía leer a Onetti. Y, por supuesto, estaban las presentaciones. Recuerdo haber visto a escritores mayores que yo, como José Agustín, René Avilés Fabila, Gerardo de la Torre, Federico Arana. Las pastorelas de corte político que se presentaban eran muy divertidas y aleccionadoras. La librería era un lugar de reunión, un espacio de conversaciones y encuentros: te podías llevar un libro a la cafetería y, si te gustaba lo suficiente y tenías dinero para comprarlo, lo hacías. A quienes les gustaba el ajedrez podían combinarlo con la fascinación por la lectura. Efectivamente, con el solo hecho de estar ahí te estabas formando. Mi vida sería muy distinta sin la Gandhi.

El primer libro que compré de Onetti fue un libro en falso. Él tenía un hijo y en otra librería, en la que no había quién me aconsejara, vi uno que se llamaba Cualquiercosario, que había ganado el Premio Casa de las Américas. Lo compré pensando que era el gran Onetti y resultó ser una obra de su hijo, Jorge. Alguna vez, a él le preguntaron: “Si tienes ese apellido aplastante, ¿por qué no te pones el segundo apellido?”. Y sólo les contestó: “Mi segundo apellido es Borges”. El pobre estaba arruinado. Al gran Onetti lo descubrí en la Gandhi, cuando me dijeron que estaba despistado y se llamaba Juan Carlos. Entonces caí en cuenta de que entre El astillero y el Cualquiercosario existía una distancia, aunque el segundo tenía cierto interés.

Poco a poco fui cambiando de gustos literarios, al tiempo que fui descubriendo que me gustaba el café y ya no era necesario pedir un jugo de naranja con zanahoria. No me desvelaba demasiado si tomaba uno, dos o hasta tres capuchinos. Naturalmente, la librería también fue el escenario de los romances. Cuando conocías a una chica, para sentirte más seguro, la invitabas a la Gandhi. Ese espacio era un territorio conocido, donde saludabas a los que atendían, podías hablar un poquito de libros… era como jugar en tu cancha. No te sentías tan nervioso con la chica. Varios romances de mi generación se fraguaron en ese sitio, decisivo en muchos sentidos. +