¿Qué es un clásico?

¿Qué es un clásico?

Elik G. Troconis

Debo a los clásicos de la literatura universal mis mayores momentos de emoción y mis mayores aprendizajes vitales. Los primeros libros que leí yo mismo (ya sin la ayuda de mi papá) pertenecían a series de clásicos ilustrados; eran versiones adaptadas y abreviadas (imagínese Robinson Crusoe en unas 30 paginitas). Más tarde mis manos sujetaron las versiones originales de esos libros. Y desde hace un tiempo, muy buena parte de lo que escribo está firmemente enraizado en aquellos gigantes sobre cuyos hombros somos enanos, como decía Bernard de Chartres.

Como todo lector, tengo mi lista y mi bonche de libros por leer: la mayoría de ellos son clásicos. Me apremia morir sin haber leído las grandes joyas de la literatura. Me gustan tanto estos libros, les debo tanto y trabajo tanto con ellos, que constantemente estoy reflexionando en torno a su naturaleza, lo que son y lo que no son, lo que los distingue de otros, lo que los ha hecho llegar a nuestro tiempo.

Hay que comenzar por decir que ningún libro nace como un clásico. Esta no es una cualidad intrínseca de los libros, sino una conferida por los lectores. Requiere, por supuesto, que el libro tenga cierto valor que lo vuelva atractivo a los ojos de los lectores, pero son estos los que le darán a aquel el título de “clásico”. Y es que un libro se convierte en clásico cuando trasciende la generación que lo vio nacer. Resulta medianamente sencillo que un libro guste a sus contemporáneos, que despierte en ellos sentimientos e incluso reflexiones. A todo ello ayudan los esfuerzos del propio autor y la editorial, quienes aprovechan el carácter de “novedad” para darle el mayor empuje posible tan pronto como sale de imprenta. Pero lo nuevo está condenado a volverse viejo y quedar enterrado entre “nuevas novedades” que luego también serán viejas. Por eso, lo realmente difícil es que un libro sigo gustando y causando algún impacto después de ese periodo inicial y, muy especialmente, con el cambio de generación. Si así sucede, si el libro trasciende su propia época, entonces estamos ante un clásico.

Ahora bien, podemos hablar de que una obra trasciende a otra época no solo porque siga siendo leída, sino también (y quizá especialmente) porque su contenido se vuelve parte de la cultura: sus referentes, sus valores, incluso algunas de sus frases. ¿Quién no ha dicho alguna vez “Elemental, mi querido Watson”? ¿O ha llamado “Sherlock” a alguien que pretende ser muy inteligente? Más todavía, los clásicos tienen tanta fuerza que muchos de ellos entran hasta “la cocina” de la vida diaria: la lengua. Ser un donjuán, estar hecho un Frankenstein, medir lo mismo que un liliputiense, tener apariencia dantesca, firmar pactos fáusticos, hacerla de celestina, fingir como lazarillo, ser el patito negro de una comunidad, sufrir la fragilidad de un talón de Aquiles, vivir una odisea, padecer la burocracia kafkiana.

En ese sentido, leer un clásico es entender mejor el presente, la sociedad de la que uno forma parte y, en consecuencia, a uno mismo. Aún recuerdo mi sorpresa cuando leí La vuelta al mundo en 80 días y llegué al fragmento en que el narrador describe el sol naciente como una moneda de oro, un símil que antes le había escuchado a mi papá (agudo lector del buen Jules Verne) decenas de veces.

Por supuesto, los clásicos siempre son clásicos por una razón objetiva. Porque inauguran un género (el ensayo con los textos de Montaigne o el policiaco con Los crímenes de la calle Morgue de Poe), una corriente (el realismo mágico con Pedro Páramo) o un estilo (el negro con los cuentos de Hemingway), o porque cambian algo de su funcionamiento o aportan otra visión. Porque usan por primera vez alguna técnica narrativa (el estilo indirecto libre en Madame Bovary) o porque la explotan con mayor fuerza (la profundidad psicológica de Crimen y castigo). Porque visibilizan personajes que antes no habían sido tratados (las mujeres como protagonistas absolutos de Jane Austen) y también temas particulares (la doble discriminación a las mujeres indígenas que señaló Rosario Castellanos).

Sin embargo, dado que se mueven a lo largo de los eslabones del tiempo, los clásicos son históricos; es decir que están sujetos a las permanencias y los cambios que ocurren en las sociedades. Toda época es distinta: su mirada y sus valores cambian más rápido de lo que los historiadores podemos apreciar. Y, como los seres humanos siempre estamos mirando hacia fuera desde nuestros propios ojos (condicionados por aquellos valores), siempre apreciamos el mundo de forma distinta; y, así, un mismo objeto puede sugerir ideas distintas en cada sociedad. Para algunas generaciones, los relatos de Homero fueron referentes incuestionables; pero para los primeros historiadores, como Heródoto, fueron la fantasía que había que combatir con investigación metódica. Así pues, los clásicos dicen algo distinto a cada sociedad porque cada sociedad es distinta y lee de forma distinta.

En ese sentido, la cualidad de clásico es alienable, pues se da el caso de que una obra deja de decirle a una sociedad cosas que a esta le resultan importantes. Y, de esa manera, el libro deja de ser un clásico. Aunque también es cierto que un libro puede ser y a la vez no ser un clásico. El Quijote fue casi olvidado en España cuando los románticos alemanes lo convirtieron en uno de sus referentes más importantes. Dicho en otras palabras, en una misma época, una obra puede ser clásica para una sociedad y no para otra.

Mientras lo son, los clásicos se convierten en modelos de excelencia artística para los creadores y en estándares para los lectores. Quienes escriben constantemente tienen en la cabeza grandes referentes. ¿Cuántos no han soñado con escribir “la Ilíada de nuestros tiempos”? ¿O describir con tanta exactitud el zigzag que siguen los pensamientos humanos como lo hizo Virginia Woolf? ¿O ser tan clarividentes en el desarrollo científico como lo fue Isaac Asimov? Y, a su vez, ¿cuántos lectores no han arrojado al suelo 50 sombras de Gray pensando que no le llega ni a los talones a 9 semanas y media

Hablando de estos vínculos entre obras, parecerá una perogrullada (otro clásico), pero todo clásico viene después de otros y antes de otros más. Todos juntos forman, como lo llama Italo Calvino, una genealogía. En ese sentido, para comprender el desarrollo cultural de las sociedades, es útil rastrear y relacionar clásicos. Porque (aunque la cosa no sea tan fácil como hablar de causas y consecuencias directas) un clásico no se entiende sin todos los que le precedieron. Algunos autores no lo hacen patente, pero otros sí. Ahí tenemos a Mary Shelley poniendo a la temible criatura de su libro a leer. Y lee nada menos que El paraíso perdido, de Milton; las Vidas paralelas, de Plutarco; y Las cuitas del joven Werther, de Goethe. Frankenstein es descendiente de aquellas otras obras y con el tiempo se volvió antecesor de toda la ciencia ficción.

Por cuanto hemos dicho, por lo inmersos que están los clásicos en la cultura, no hace falta leerlos para conocerlos. Pero también es cierto que, cuanto más escuchamos sobre un clásico, mayor es la sorpresa que nos llevamos al conocerlo de primera mano. ¡Dichoso el que aún no ha leído un clásico! ¡Ojalá yo no hubiera leído aún La vuelta al mundo en 80 días para desvelarme hasta saber si Mister Fogg llegará a tiempo! Los clásicos aguardan pacientes a sus lectores y estos pueden estar orgullosos tanto de los que han leído como de los que están por leer.

A mí me gusta decir, además, que los clásicos son garantía y eso se debe a que han pasado el mayor de los filtros: el tiempo. Se trata de obras que han “cruzado océanos de tiempo” (como se dice en una de las películas de Drácula). Trascendieron el impulso comercial de su época, las modas, las polémicas y algunos hasta la censura. Si han llegado a otro tiempo, es porque algo tienen. Esto es como decir que los clásicos son una selección de lo mejor de todos los tiempos. Los impresionistas pintaron centenas de obras, pero solo las más destacadas siguen siendo referentes hoy. La música disco de los años 70 y 80 produjo una inmensidad de piezas, pero solo las mejores se siguen bailando hoy en toda boda.

Por supuesto que esto no significa que no haya grandes obras que se han quedado fuera de la categoría de los clásicos (ya hemos dicho que el Quijote no lo fue durante muchos años). Las persecuciones políticas, las guerras, la discriminación, el machismo, los intereses comerciales y la arrolladora fuerza de los oligopolios editoriales han impedido que muchas grandes obras tengan la proyección que merecen. Pero ahí también el tiempo es el aliado del valor artístico: poco a poco hemos recuperado creadores y títulos que durmieron el sueño del olvido.

Como hemos dicho, estas obras surcan las aguas del tiempo y se vuelven compañeros de otras generaciones, por eso los clásicos son especialmente proclives a la adaptación. Se hacen nuevas ediciones: abreviadas para lectores jóvenes, ilustradas para lectores apasionados, anotadas para lectores eruditos. Se llevan al cine o a las series y hasta se hacen videojuegos. Y, en ocasiones, nuevos autores toman a los viejos personajes para dar vida a nuevas historias o mirar la historia de siempre con otros ojos. La canción de Aquiles, de Madeline Miller, es una vuelta a la Ilíada desde los ojos de Patroclo.

En este punto, me siento obligado a plantear una pregunta difícil: a todo esto, ¿de qué hablan los clásicos para convertirse en clásicos? ¿O cómo hablan? Para librarse del aprieto, cualquiera diría simplemente: “Hablan de la condición humana”. Pero siempre que yo escucho algo así me pregunto qué será exactamente eso de “la condición humana”. ¿Existe tal cosa? ¿Existe como un ente inmutable? ¿Es igual en todos los tiempos y todos los espacios? Prefiero contestar así: la riqueza de los clásicos yace en que sus personajes (retratados con tanta profundidad que lucen como personas vivas) enfrentan situaciones, encrucijadas o preguntas que todos los seres humanos vivimos al menos una vez en la vida. La vida es sueño y Macbeth se preguntan si existe el destino; Rojo y negro hablan de sentirse superior a otros y, por lo tanto, habilitado a hacer lo que el resto no tiene permitido; Lo que resta del día expone el vacío de la vida que se vive para otros; la poesía de Pizarnik retrata la desesperación de la soledad no buscada. Los clásicos dan en el blanco en sentimientos y cuestionamientos compartidos por muchos; a causa de eso generan un importante grado de identificación entre el lector y los personajes. Eso es lo que causa que los lectores sientan que un libro estaba escrito para ellos, que el autor les hablaba directamente. Por eso los libros se convierten en tesoros.

Esto también me lleva a pensar que cada lector construye sus propios clásicos. Dentro del alma, las etapas vitales son como las generaciones de la historia humana. Un libro que nos acompaña más allá de una de nuestras etapas se vuelve un clásico para nosotros. Y esos (digan lo que digan los críticos) son los más importantes. Porque a un libro podrán colgarle las mil medallas de la inmortalidad, pero si a uno como lector no le gusta, no hay nada que discutir.

Apunto al cierre de estas reflexiones con una más que es consecuencia de todas las anteriores. Antes he dicho que el hecho de que una obra se vuelva un clásico depende más de cada sociedad que de la obra misma. Pero eso puede ser demasiado abstracto. ¿Cómo es que una sociedad hace un clásico? Sigue leyéndolo, sigue editándolo. Lo adapta a nuevas versiones y formatos. Sigue citando sus frases y aludiendo a sus personajes. Sigue presentándoselo a sus hijos, a sus sobrinos, a sus nietos. Así, son los lectores y también los no lectores que han sido influidos por la obra quienes mantienen vivo a un clásico. Eso es un derecho, sí, pero pienso que también una responsabilidad: en nosotros, amigos lectores, yace parte de la responsabilidad de que las grandes obras de todos los tiempos sigan siendo clásicos.

* Elik Troconis (CDMX, 1995) es historiador y escritor. Ganador del Premio Nacional Fenal-Norma por su novela La joya robada: capítulos verdaderos del crimen que investigó el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.