
Pueblos, casas y mujeres

Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima.
Elena Garro, “El anillo”
Decir que una casa es la extensión del cuerpo podría ser uno de los lugares comunes más mencionados, casi a la par de frases como “eres lo que comes”. ¿Qué podría significar la corporalidad en relación con el espacio? ¿Acaso importa esa conexión? Hay muchas razones para suponer que no; la más básica es que el espacio y las condiciones físicas que lo delimitan no deberían acotar a una persona viva, que es un organismo completamente distinto. Sin embargo, una persona viva no depende sólo de su corporalidad; más bien, ésta interactúa con otros elementos, entre ellos, el espacio. ¿Qué es lo interesante en la relación con la casa? ¿Una casa tiene alma? ¿Guarda historias o secretos?
Algo fascinante de las películas de terror es que siempre hay una casa en su núcleo, como si fuera el origen. Gran parte de estas cintas tienen una conexión con la familia. Familia y espacio doméstico, sin importar su configuración, representan el centro de cómo nos definimos como sociedad. ¿Qué se hace con una tierra maldita mil veces?, ¿con una casa embrujada?, ¿con una mujer enloquecida?
Estas preguntas nos llevan a dos obras literarias: Carcoma (Almadía, 2020), de Layla Martínez, y “El anillo”, un cuento de Elena Garro que aparece en La semana de colores (1964). La primera historia se sitúa en un pueblo rural de España, y la segunda, en un pueblo mexicano sin un tiempo específico, pero que bien podría ubicarse en el siglo xx o en el presente.
¿Qué significa una maldición?
Ya os lo he dicho, de esta casa no se marcha nadie. Estamos atrapadas aquí, nosotras y las sombras. Eso decía mi madre. Estamos atrapadas hasta que nos lleven.
Layla Martínez, Carcoma
Las maldiciones pueden estar en todas partes y desatarse por cualquier cosa. En la Biblia, Eva es maldecida con el dolor en el parto como castigo por el pecado original; Sara parece estar maldita con la incapacidad de tener hijos. Layla Martínez juega con esta frontera entre el bien y el mal . En un pueblo que parece maldito, desmoronándose, existe un linaje de mujeres con una habilidad que también se convierte en su castigo: ver cosas que las demás personas no pueden ver, saber lo que nadie jamás comprenderá. El poder se concentra, se vive, se respira y se expande a través de una casa, que es el medio con el que estas mujeres se conectan con la sociedad.
Despojo y maldiciones
Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo.
Elena Garro, “El anillo”
En “El anillo”, una madre cuenta cómo su hija, Severina, es arrastrada y condenada a causa de un anillo que se encontró en la calle. El anillo, símbolo de matrimonio, castidad y promesa, es ahora una carga maldita que ha sido expropiada. La verdadera expropiación, sin embargo, no ocurre únicamente con el objeto, sino con la tierra. Madre e hija viven en la pobreza y la opresión de la extracción no es casualidad. Garro utiliza el simbolismo del anillo para hablar de una realidad mucho más tangible: el despojo de la tierra y la explotación de los cuerpos femeninos en un sistema de pobreza estructural.
Ambos relatos comparten una sensación de despojo, acompañada de una atmósfera agreste y desolada. Los pueblos en los que se sitúan las historias, ya sea en España o México, parecen lugares perdidos, desprovistos de toda justicia e inmersos en la violencia. En ambos textos, el tema central es la relación madre-hija. En Carcoma, ese vínculo se extiende en un maternaje múltiple, con madres e hijas narradas en simultáneo, a pesar de pertenecer a diferentes generaciones.
En ambos relatos, las casas y las mujeres que las habitan representan una reacción o consecuencia de algo más profundo: ¿el origen de la maldición? La violencia masculina, ya sea representada por un solo hombre o por una sociedad patriarcal y capitalista, es el elemento que detona esta desgracia.
En las dos historias, las maldiciones están ligadas con la reproducción. En Carcoma, el destino se vincula con un niño, hijo de alguien; en “El anillo”, el castigo se refiere a un embarazo, con todas las implicaciones de fecundidad y sometimiento que conlleva. El territorio, en ambos casos, está relacionado con los cuerpos femeninos. Los habitantes del pueblo, que dan una sensación fantasmal, pues apenas sabemos quiénes son o qué piensan, ejercen una presión constante sobre las protagonistas, como si ellas estuvieran acorraladas por un mundo exterior hostil. Paradójicamente, las casas malditas son también el espacio que menos las condena.
Las mujeres de Carcoma y “El anillo” parecen atrapadas en un espacio sin moral, un lugar ambiguo que no puede clasificarse dentro de las dicotomías tradicionales de bueno/malo, abierto/cerrado. A mí parecer, ellas son colocadas metafóricamente en un campo que no podríamos clasificar, en algo sin moral, en las sombras, como una especie de brujas cuyo territorio es el bosque, no la aldea, no el infierno, no el cielo, no la vida conyugal. A las protagonistas de Carcoma les hablan tanto santas como entes oscuros; se consiguen cosas que podrían calificarse de benéficas, casi como milagros realizados por el mismo Jesús, pero también cosas oscuras o calificadas de malvadas; el terreno de lo sagrado no consiente una etiqueta dicotómica.
“La vieja tiene razón cuando dice que en esta casa se nos come la rabia, pero no es porque nazcamos con algo torcido dentro. Se nos va torciendo luego, poco a poco, de apretar los dientes”, podemos leer en Carcoma. La verdadera condena consiste en creer que las circunstancias de una persona la marcan de por vida, reforzadas por su contexto. El buen matrimonio, según dicta la cultura, debería conllevar una buena tierra, buenos hijos, buena familia, buen linaje. Todo lo que se salga de ese marco es visto como una enfermedad que contamina al resto de la sociedad.
Y la novela continúa: “La vieja tenía razón, nunca acabé de creerme que estuviese atrapada en esta casa por más que me lo dijese. Pensaba que algún día podría marcharme, que me iría de este pueblo de mierda como habían hecho todos”. Los pueblos y las casas son reflejo de las opresiones que enfrentan las mujeres. Todo está montado para señalar como locura cualquier comportamiento que no se ajuste a las expectativas, aislando y despojando de recursos a las que intentan escapar. Pero, incluso en ese aislamiento, en esa falta de futuro, las mujeres encuentran otras formas de ser y de construir. La locura y la maldición funcionan sólo bajo los términos del patriarcado. Las mujeres pueden ser ellas incluso aunque estén malditas, sin embargo, es de gran importancia seguir nombrando los aparatos estructurales, físicos y materiales que contribuyen a la opresión.
Somos cuerpo, pero también estamos acompañadas de espíritu. Si reducimos todo a las reglas del mundo masculino, quedamos destrozadas, pero mirar el terreno de lo simbólico resulta vital para escapar de la maldición. Las redes de mujeres, el maternaje y las casas malditas forman parte de ese orden simbólico que nos permite existir, aunque el mundo que nos rodea se empeñe en maldecirnos.+