El lenguaje de los árboles: naturaleza y aprendizaje

El lenguaje de los árboles: naturaleza y aprendizaje

Brenda Ríos

Escuchar árboles

Hace unos años, caminaba por Francisco Sosa, una de las calles con las banquetas más anchas y antiguas de la Ciudad de México. Iba con una amiga, y le contaba algo sobre mi madre. Algo personal. Había a nuestro lado un tronco que parecía muerto y que tenía a la altura de mi hombro un hueco donde le habían dejado una bolsa con basura. Pese a que yo hablaba, escuché. Me quedé pasmada. Mi amiga también se quedó quieta. Le dije “¿escuchaste?”. Ella respondió “creo que sí”. Nos acercamos más. Y lo volvió a hacer. El árbol crujió. Un lamento. Un quejido. Y sentí una pena por él, porque parecía muerto y le habían dejado basura. Lo recuerdo bien porque estas historias cercanas a los testimonios new age no me suceden nunca. Mi relación con la naturaleza es básicamente ésta: los insectos me aman hasta el punto de querer mi fin. Ergo, procuro estar encerrada. Mi sueño imposible es ir al Amazonas, pero moriría en cuanto se abra la escotilla del avión en Manaus: creo que seré atacada por insectos que aún no salen en National Geographic. Me conformo con los documentales. 

La ciudad es tan ruidosa que resulta imposible escucharse a uno mismo. Durante la pandemia, al menos, por medidas sanitarias se prohibió poner música en restaurantes y había disminuido la cantidad de músicos callejeros. La gente comentaba en redes que escuchaba aves, que veía ardillas. Es decir, percibía por primera vez lo que siempre había estado ahí. En el breve espacio de silencio, fuimos capaces de notar el entorno.

Sabemos poco de la naturaleza humana, pero sabemos mucho menos de la naturaleza en general. Amamos los documentales de animales porque creemos que aprendemos sobre las otras especies, aunque no nos encontremos nunca con un león o una morsa en la vida. Conocí a una joven que hacía un doctorado sobre hormigas. Escucharla hablar era fascinante. No tener hormigas en casa, por otro lado, también lo es. 

La gente que acampa, hace bicicleta de montaña, escala los picos nevados del mundo; la gente que siembra los tomates que come, que quiere saber de qué tierra, de qué abono libre de pesticida viene su alimento, qué ritual sagrado debe hacer en Bolivia para agradecer a la Pachamama, que incluya enterrar un feto disecado de llama bebé y dulces, porque la Pachamama ama los dulces; la gente que consume drogas con fines espirituales y de autoconocimiento; la gente que medita en un mat de yoga o en el jardín de su casa, si lo tiene; la gente que ama “desconectarse” de las ciudades y se va al campo; la gente que reza por una vida más desprendida y menos materialista: toda esa gente dice amar a la naturaleza. Podríamos llenar millones de libros con la experiencia de ese amor a la naturaleza. Y nada de eso se compara con El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Este escritor la amaba tanto que sabía que era devastadora, cruel y precisa: exterminadora. Sobreviviente. Sin escrúpulos (si pudiéramos decir esto).

Resulta un lugar común hablar de Walden, la vida en los bosques, de Henry David Thoreau, quien se fue a vivir aislado; en su caso, me temo que era más por alejarse de la humanidad que por el amor a la naturaleza, aunque lo hubiera:

Pero los hombres trabajan bajo la influencia de un error. La parte mejor del hombre muy pronto es arada para abono de la tierra. Por un aparente destino comúnmente llamado necesidad, los hombres se dedican, según cuenta un viejo libro, a acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los ladrones entrarán a robar. Ésta es la vida de un tonto, como comprenderán los hombres cuando lleguen al final de ella, si no lo hacen antes.

Thoreau habría sido el primero en imaginar la vida lejos de las ciudades. El anti flâneur por excelencia: no camina, contempla. Se trataría, acaso, de nuestro primer hípster de la vida solitaria. Si fuéramos simplistas, claro. Claro que él mismo regresó a la “civilización” dos años después. 

Para quienes no hay bosque, hay jardines, diría Santiago Beruete, autor de Jardinosofía (Turner, 2016), un apasionado y estudioso de los jardines que filosofa sobre esos espacios destinados al cultivo y el cuidado. El jardín es al bosque lo que el gato a la fiera salvaje.

II 

La contemplación y la experiencia

Quién hubiera creído que un agente forestal de un bosque idílico en Renania, al oeste de Alemania, se convertiría en autor de uno de los libros más vendidos (más de dos millones de ejemplares) en los últimos años con un tema tan específico y a la vez tan general como los árboles. Como en un cuento de hadas, Peter Wohlleben, un guardabosques, se convirtió en uno de los principales voceros para el conocimiento y la preservación del medio ambiente en el mundo. Los árboles son los seres más altos y viejos de la tierra. Permanecerán aquí después de nosotros. No sé si esto represente la parte optimista o pesimista de la historia. Su poder de regeneración es impresionante, pese a la devastación y aniquilación de algunas especies. 

En La vida secreta de los árboles (Ediciones Obelisco, 2015), Wohlleben apunta: “Cuando inicié mi andadura profesional como agente forestal sabía tanto de la vida secreta de los árboles como un carnicero sobre los sentimientos de los animales”. Este libro, su best seller, se ha publicado en más de cuarenta países. Ahora, el autor dirige un proyecto de iniciativa privada centrado en la divulgación de todo lo que se sabe hasta ahora sobre la vida de los árboles y su importancia para el ser humano. Este hombre se llama a sí mismo “traductor” del lenguaje científico; pues, además de todo lo que ya ha dicho la ciencia, él es, principalmente, un observador, un periodista de los hechos, un cronista de la acción del bosque.

Las raíces son la parte más importante. Probablemente es aquí donde se sitúa algo así como el cerebro del árbol. ¿El cerebro? ¿No es ir demasiado lejos? Tal vez, pero si aceptamos que los árboles son capaces de aprender y por lo tanto también de acumular experiencia, entonces tiene que existir un lugar determinado para ello dentro del organismo. Dónde se encuentra es algo que no sabemos, pero las raíces serían el sitio más adecuado para este propósito. 

¿Qué hay en los árboles que ha causado furor como si los viéramos por primera vez? Podemos dar algunas pistas: los árboles sienten dolor; se comunican entre sí; tienen familia, amigos; viven con sus hijos; ayudan a sus allegados; se protegen… tienen gusto, olor y lenguaje; se comunican a través de impulsos eléctricos y de otros sistemas; saben contar; tienen recuerdos; entre otros datos sorprendentes del libro. Necesitan la compañía, como nosotros:

En los árboles, el sueño tiene un efecto similar al que tiene en nosotros, los humanos. Éste es el motivo por el que los robles o las hayas plantados en maceta en nuestras casas no pueden sobrevivir. En esa situación, no les dejamos reposar, por lo que generalmente mueren incluso el primer año.

Al contrario de Thoreau, Wohlleben vive en el bosque pensando en el bosque. Cuando observa el bosque, no piensa en lo que el hombre necesita; no regresa a los suyos imaginando todo lo que hace falta. ¿Para qué sale de su casa un viajero? Para saber qué hay más allá o para comprender lo que deja atrás.

Wohlleben es, ante todo, un observador de la vida natural. No teoriza, recuenta. No imagina, ve. No hace cálculos, anota lo que hay. Cerca de su comunidad ―relata― hay tres robles: cada uno se “porta” de manera distinta ante los cambios de estación. Los árboles no saben qué tan duro será el invierno o si la primavera será más calurosa que de costumbre. El guardabosques va apuntando cuál es el árbol que más tarda en quedarse verde y cuál el primero en soltar las hojas; esto le describe la personalidad de cada uno: el que tiene miedo y el que tiene esperanza.

Cuando camino por mi distrito, con frecuencia veo robles enfermos, y en ocasiones sufren mucho. Un signo indiscutible son los chupones del tronco, pequeñas ramitas que nacen alrededor de él y que con frecuencia se secan rápidamente. Son testimonio de que el árbol se encuentra en una lucha prolongada contra la muerte y que ha entrado en un estado de pánico.

Los otros libros del autor, Comprender a los árboles (Ediciones Obelisco, 2019) y La profunda respiración de los árboles (Ediciones Obelisco, 2022), son la continuidad de su intensa labor como investigador y divulgador. Peter Wohlleben acertó en crear un atlas específico de especies en peligro con proyección hacia el futuro; en apuntalar políticas públicas para que los bosques sigan vivos pese a la depredación humana y empresarial, y en hacer frente al cambio climático. Queda claro que la vida humana no es una vida aislada; si negamos la interrelación con la naturaleza, estamos condenados a perdernos la riqueza y la comprensión de algo que va a estar ahí aun cuando nosotros ya no.

Después de su trabajo, por fortuna, la vida de los árboles no es tan secreta. +

Compra el libro aquí.