Maravillas y horrores. Los rostros de la empatía

Maravillas y horrores. Los rostros de la empatía

José Luis Trueba Lara

  1. A los seres humanos nos fascina que nos cuenten historias. Tal vez, sólo tal vez, nuestra existencia como especie está irremediablemente atada a ellas: los mitos nos abrieron la puerta a la comprensión del universo y nos mostraron los caminos de lo correcto y lo incorrecto; las historias oficiales nos convencieron de que formamos parte de una nación, y la política —tan sólo por dar un ejemplo más— también representa una narración que intenta convencernos sobre la existencia de un futuro posible. A diferencia de los otros animales, los humanos somos seres simbólicos y las historias en las que nos adentramos —da lo mismo si son reales o fantásticas— están tatuadas en nuestra piel. Nosotros somos ellas y ellas son nosotros.

En términos prácticos, resulta imposible negar que los seres humanos somos capaces de casi lo que sea con tal de adentrarnos en las historias. En este caso, poco importa si compramos un libro, pagamos la entrada en un cine o un teatro, o si cubrimos con una religiosidad asombrosa las cuotas del streaming que nos permite enfrentar el aburrimiento y desterrar la monotonía de nuestras vidas. Evidentemente, estos hechos no son los únicos: sin mentir demasiado, puedo decir lo mismo sobre las incontables ocasiones en que nos asomamos al WhatsApp para enterarnos de los chismes que corren, y algo casi idéntico ocurre cuando quedamos hechizados por las palabras y las imágenes que circulan en la red. La conclusión de estos listados es casi obvia y creo que no admite grandes objeciones: los humanos vivimos marcados por el anhelo de que nos cuenten algo. Siempre habrá una historia de la cual queremos enterarnos. Sin embargo, nuestra curiosidad resulta distinta de la que les atribuimos a los gatos.

Lo interesante de esta conducta, lejana de la que supuestamente tienen los felinos, consiste en que a nuestra necesidad de historias le da lo mismo si ellas nos llevan a mundos que jamás habíamos imaginado o si se repiten como una cantinela que nos permite quejarnos, aunque terminemos por caer en sus redes (¿acaso existe alguien que pueda salvarse de las series y las telenovelas?). En el fondo, todos actuamos como los niños, que no se aburren cuando leen, escuchan o miran la enésima repetición de un cuento. A ellos —y a nosotros— no nos importa ya conocer las peripecias que sucederán; por supuesto, lo mismo nos sucede con el final que, por lo menos en teoría, no tendría la capacidad de sorprendernos o llevarnos a experimentar el mismo sentimiento. Pase lo que pase, Romero y Julieta terminarán quitándose la vida, y nosotros podemos leer o ver esta historia un montón de veces sin que el aburrimiento nos muerda y, para terminar de complicar las cosas, no faltará la persona que —después de leerla media docena de veces— aún mantenga el deseo de que el final resulte distinto.

Piénsalo por un momento: imagina que te encantan las novelas románticas en las que los protagonistas sufren enormidades y, sólo al final, logran conquistar el amor. Si te detienes a analizarlas, todo parecía indicar que la estructura de sus tramas es más o menos la misma: dos personas se conocen, se enamoran perdidamente, se enfrentan a un problema que los aleja y, al final, se reencuentran para amarse. Tan tan. Eso es todo. Sin embargo, cuando nos adentramos en ellas, sufrimos y nos alegramos junto con sus personajes y, extrañamente, olvidamos que —por regla general— las cosas terminarán más o menos bien o, si acaso uno de los protagonistas tiene a bien morir, la amada o el amado lo recordará hasta que se le acabe la vida.

  1. Lo que sucede en estos casos no es extraño. Los seres humanos tenemos esta peculiaridad y no hay más remedio que acostumbrarse a ella. Mientras estamos cautivados por una historia (lo cual supone que ella nos gusta), nuestro sentido de la crítica se apaga y, además, logramos una empatía casi perfecta con los personajes y su acciones. Utilizar la palabra empatía —más allá de las definiciones extrañas con las que de cuando en cuando nos topamos— no representa un capricho: ésta se define como la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”, justo lo que nos sucede con las narraciones.

Permíteme explicar este asunto y volver al caso de las novelas románticas: los personajes que pueblan estas obras no son reales —apenas resultan un conjunto de palabras— y, si acaso las llevan a la pantalla, también es necesario reconocer que son interpretados por los actores que fingen ser quienes no son. Lo fascinante de este hecho radica en que —a pesar de que ellos no existen en la realidad— el lector logra empatizar perfectamente con ellos, al grado de entrelazarse con lo que les sucede. Y, como resultado de esto, mientras estamos cautivos en una historia, el mundo real no nos importa y nosotros nos dejamos llevar por ellas a tal grado que sufrimos y lloramos, que nos asustamos y sentimos lo mismo que los personajes. El cautiverio y la empatía son reales. Ellos sólo se terminan cuando nos alejamos de la narración y recuperamos nuestra capacidad crítica, justo como lo hacemos al momento de comentar una novela o cuando vamos al café después de salir del cine.

Hasta aquí parecería que no existe absolutamente ningún problema: nosotros nos identificamos y compartimos los sentimientos de los personajes. Sin embargo, habría que afilar la mirada y descubrir los dos rostros de la empatía.

  1. Cuando la imprenta instauró su señorío, los hacedores de libros descubrieron la existencia de personajes y tramas capaces de hechizar a sus lectores. Ellos eran idénticos a los niños que ansiaban las mismas historias y anhelaban aventuras muy parecidas. Las novelas de caballerías se convirtieron en un ejemplo de esto, y lo mismo podría pensar de muchas de las sagas que se han publicado en nuestros días: el chiste es prolongar una historia que se repite y se repite hasta llegar al hartazgo y se rompe la maravilla de identificarse y compartir los sentimientos. El caso de Crepúsculo o de las novelas de Dan Brown nos muestran este hecho. Sin embargo, los lectores no tardarán en volver a las andadas: siempre habrá una nueva saga o una nueva historia de conspiraciones que tendrá la capacidad de atraparnos. Reconozcámoslo: somos animales de costumbres.

A pesar de que esto que has leído parece cierto, hay un problema serio: si esas obras repiten el mismo esquema, ¿por qué razón pensamos que son distintas? Para responder este interrogante veamos un ejemplo que me parece sensacional: el cine que produce Jerry Bruckheimer. Seguramente tú has visto varias de sus películas: Flashdance, Transformers, Piratas del Caribe, Pearl Harbor, Armagedón y Top Gun son algunas de ellas. Si yo te preguntara si estas películas tienen la misma trama, probablemente me responderás con un no rotundo. Sin embargo, si las analizara a fondo, pronto descubrirías que tienen la misma estructura, un high concept, para decirlo con las palabras rimbombantes que utiliza la industria: en todas ellas la trama se reduce a contar la historia de un perdedor —o una panda de perdedores— que se afana y logra el éxito.

La empatía nos permite asumir que, a pesar de que sean parecidísimas, las obras son distintas si se cambian los escenarios, si los personajes tienen distintos oficios o si viven de otra manera. Por esta razón, no es casual que en las librerías o en los demás espacios narrativos se ofrezcan tramas tan parecidas: los lectores y los espectadores somos los niños que no nos cansamos de escuchar las mismas historias. 

  1. Por lo que has leído hasta este momento, parecería que estamos atrapados y condenados a repetirnos incansablemente. Es más, sin forzar mucho los hechos, podrías llegar a pensar que estamos condenados a no variar nuestros caminos: lo mismo da si leemos novelas románticas, sagas o si le apostamos a cualquier tipo de literatura. En este sentido, los lectores de Murakami no resultan tan distintos de los que se adentran en las páginas de Dan Brown: ambos quieren seguir andando por el mismo camino. En este caso, la calidad y la diferencia son lo de menos.

A pesar de esto, también creo que existe la libertad, la posibilidad de romper con los caminos andados y las historias que nos fascinan. En el preciso instante en que entramos a la librería, nos encontramos con voces de distintos tonos, con trayectos que no hemos recorrido y, gracias a esto, existe la posibilidad de transformarnos en vagabundos, en seres que se niegan a seguir horadando en el mismo lugar, sino que están dispuestos a recorrer grandes territorios para descubrir a las nuevas criaturas con las cuales compartiremos nuestros sentimientos y lograremos identificarnos. Leer lo mismo significa una cárcel con rejas de oro; romper con nuestras costumbres puede convertirse en un vagabundeo que nos llevará a todos esos mundos que no conocemos. +