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Malditos poetas

Malditos poetas

20 de julio de 2021

Julio Trujillo

El siglo XIX produjo, como un terrible parto de los montes, al poeta maldito. ¿Hijo bastardo de aquellos años que anunciaban nuestro mundo? Oveja negra, sin duda, figura inoculada de una oscura melancolía, como si por sus venas fluyera la reconcentrada bilis del malestar en la cultura. ¿Su lugar de nacimiento? Francia, aunque más precisamente se le asocia con los arrabales de París, esa ciudad diseñada para la más exquisita decadencia, siempre tan fin de siglo. El poeta maldito es un constructo, por supuesto; una estilización que bien pudo dibujar Daumier; la caricatura de un alma profesionalmente atormentada, miserable, sensual y con tratos frecuentes con las fuerzas oscuras y satánicas que a todos tientan, pero a él, al poeta maldito, poseen e incluso inspiran, criatura nocturnal, novio de la luna y prestidigitador de palabras y maldiciones. ¡Ah! ¡Qué bien se siente escribir como un maldito poeta! Lo cierto es que el personaje, aunque más cercano a la fantasía que a la realidad, tuvo éxito en el imaginario popular. Mucho. Tanto que hoy, dos siglos después y en cualquier latitud del mundo, la gente sigue asociando al poeta con un personaje desgarbado, greñas al aire, vestido de estricto negro, muerto de hambre y asocial, que todo lo juzga —y nos juzga— con la maléfica mirada de la hiperlucidez.

Ahora bien, el poeta maldito no se generó espontáneamente, como uno de esos rumores cuyo nacimiento es imposible identificar. No, en este caso tenemos una pistola humeante que es también el acta de nacimiento de ese hijo pródigo del siglo XIX. Se trata de un librito minúsculo y poderoso —como un virus—, titulado, ni más ni menos, Los poetas malditos. Su autor es uno de los más malditos de los poetas, el adorable Paul Verlaine, sin cuya absoluta fascinación por sus amigos tal vez hoy los poetas pareceríamos maestros de primaria. Pero, antes de entrar en las páginas de ese embriagante libro, vale la pena preguntarnos por su título, pues con él Verlaine bautizó para siempre y con gran tino a un fenotipo de la fauna humana. ¿Por qué malditos? Porque, antes de Verlaine, su majestad satánica Charles Baudelaire ya había dejado caer esa etiqueta como un rayo fulminante en el primer poema de Las flores del mal. Ese poema se titula, oh quemante paradoja, Bendición, y en sus primeras cuatro estrofas lo dice todo con tal ontundencia que nos condena para siempre a ser unos simples explicadores. Comienza más o menos así (pido permiso para prosificar): “Cuando, por un designio supremo, aparece el poeta en este mundo hastiado, su madre, espantada, profiriendo blasfemias, crispa los puños hacia Dios.” Qué apertura más encantadora: la mamá asustada de su propio bebé, el poeta. Asustada y enojada con Dios, a quien le dice que, como no puede arrojar a las llamas a ese monstruo recién nacido, va a hacer que todo su odio recaiga “sobre el útil maldito de tus malas acciones”. Se entiende que ese “útil” o “instrumento” es el poeta, y que las malas acciones son de Dios, que así quiso que fuera. Y ya: con esas pocas venenosas líneas del infinito Baudelaire, el poeta maldito queda tatuado con ese nombre para siempre. A Verlaine sólo le faltaba hacer una lista: una pequeña galería de malditos. Y vaya que la hizo.

En el índice de Los poetas malditos figuran estos nombres: Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes Valmore, Villiers de L’Isle-Adam y Pauvre Lelian. Apenas seis nombres en uno de los clubes más selectos de la historia de las letras. Y de esos seis, hay dos que —confesémoslo— no reconocemos: ¿quiénes son Marceline Desbordes Valmore y Pauvre Lelian? Vayamos por partes. La prosa de Verlaine ha caducado; su galería de poetas está tan plagada de ínfulas y florituras verbales que el siglo XXI apenas le perdonaría un par de renglones, pero no debemos juzgarlo con el cinismo ni la sequedad del presente: a Verlaine hay que leerlo como si estuviéramos bebiéndonos el quinto ajenjo y no tuviéramos con qué pagar, como si no hubiera siglo XX a la vista y cada día anunciara un pequeño apocalipsis. Bien. Sobre su primer poeta, Tristan Corbière, dice: “Furioso amante del mar, era el jinete de su excesivo ímpetu, y en la más briosa de las grupas montaba en horas de tormenta”. ¡Qué tal! Y luego procede a afinar la silueta del arquetipo de poeta maldito: “Despreciaba el Éxito y la Gloria hasta el punto de aparentar retarles”. Y luego, con cierta prisa, como si le urgiera hacer el elogio de su viejo amigo y amante, de la persona que más lo hizo sufrir y sentir, del niño prodigio que sólo se materializa cada 300 años, Verlaine le dedica las mejores páginas de su libro inmortal a Arthur Rimbaud. Son párrafos emocionantes porque, a pesar de que Rimbaud se dedicó a torturar psicológica y sentimentalmente a Verlaine en una de las relaciones más tóxicas que registre la enciclopedia literaria, Verlaine, generoso, con el corazón hecho puré, se quita el sombrero ante el genio verbal del autor de Una temporada en el infierno. Dice: “En aquella época relativamente lejana de nuestra intimidad, Arthur Rimbaud era un niño de dieciséis o diecisiete años, ya por entonces afianzado a todo el caudal poético que sería menester que el público conociera”. Y se deshace en elogios: “¡Sublime erupción, maravillosa pubertad!”, “La musa de Arthur Rimbaud pulsa todas las cuerdas del arpa”, “Es algo como lo que Goya hizo”, “Ese gran poeta que es por la gracia de Dios”. Sobre su decisión de callar a la musa para siempre, Verlaine escribe estos conmovedores, de verdad inolvidables renglones: “Sepa Arthur Rimbaud que nosotros no juzgamos los móviles de los hombres, y tenga por segura nuestra aprobación (y nuestra negra tristeza también) de su abandono de la poesía, supuesto que este abandono haya sido para él lógico, honesto y necesario, lo cual no dudamos”. Y termina diciendo inobjetablemente: “¡Se maldijo a sí mismo este poeta maldito!”. Luego comparece Mallarmé, quien a mi juicio es una anomalía: ¿maldito Mallarmé, el más exquisito de los exquisitos? Hoy se le recuerda como una inteligencia poética pura con un chal en los hombros, como a un respetable viejito, no como a un maldito, pero en fin… un golpe de dados jamás abolirá que te etiqueten. Marceline Desbordes Valmore es la única mujer incluida en el selecto grupo. Hoy casi nadie la conoce, pero llevará para siempre la corona de ser la Poeta Maldita en ese club de Toby. Por las múltiples temáticas de su obra, Verlaine la compara con una “iglesia de cien capillas”, y la cita profusamente, añadiendo: “Si, rivalizando con los mejores elegíacos, alguna vez la pasión ha sido bien expresada, es sin duda en estos trozos, a los que no quiero juzgar”. Pero juzga, cómo no, y al final de su semblanza remata así, ni más ni menos: “Proclamamos en voz alta e inteligible que Marceline Desbordes Valmore es sencillamente —con Georges Sand— la única mujer de genio y de talento de este siglo, y de todos los siglos, en compañía de Safo, quizá, y de Santa Teresa”. No es poca cosa, ¿verdad? A continuación, desfila el conde Auguste Villiers de L’Isle-Adam, cuyo solo nombre ya está atravesado de resonancias malditas, lector de Hegel, admirador de Wagner, autor de unos muy crueles Cuentos crueles y de quien Verlaine dijo: “Todo el París literario y artístico, nocturno con preferencia, le conoce, y si no le ama, le admira”. “Cuando Villiers se va, nos deja un negro vacío”, escribe, elogiando al poeta, y abunda: “Le incluimos entre los Poetas Malditos PORQUE NO ES LO BASTANTE GLORIOSO en esta época, la cual debería estar a sus pies”. Ya las mayúsculas señalan el entusiasmo casi extático con que el librito de Verlaine fue redactado… Finalmente, un desconocido, Pauvre Lelian, ¿quién? Ay, lector, lectora, ¿no reconoces en ese nombre el anagrama del mismísimo Paul Verlaine? Así es, el autor se incluye a sí mismo bajo un pobre (pauvre) disfraz, acaso acentuando así su estirpe de maldito…

¿Son los únicos malditos esos ilustres seis? Por supuesto que no: el del poeta maldito es un molde que vendrían a llenar muchos personajes, desde el ya mencionado Baudelaire, pasando por un maldito colosal, Edgar Allan Poe, hasta una selecta serie de poetas malditas, entre las que se encuentran las suicidas Sylvia Plath, Anne Sexton y Alejandra Pizarnik… Yo agregaría a nuestra Pita Amor, quien recorría las calles de la Zona Rosa de esta maldita Ciudad de México con la elegante decadencia de una leyenda que muere. Pero el poeta maldito en estado puro pertenece al siglo XIX, es imposible no verlo en blanco y negro, desapareciendo en un daguerrotipo fantasmal. Es imposible no imaginarlos a todos navegando esos años en un barco ebrio, diciendo a coro: “Yo he visto al sol manchado de místico horrores…”. +