Una conversación con Santiago Roncagliolo

Una conversación con Santiago Roncagliolo

Por: José Luis Trueba Lara 

La nueva novela de Santiago Roncagliolo, El año en que nació el demonio, obliga a conversar sobre la santidad y la perversión, sobre la Inquisición y los inquisidores, sobre las mujeres que vivían el paroxismo divino y podían ser condenadas a la hoguera. Platicar era sencillo: los temas estaban sobre la mesa y sólo había que dejarse llevar por las palabras.

 

El año en que nació el demonio es una trampa maravillosa. En esta novela recreaste un documento inquisitorial del siglo xvii. ¿Cómo lograste crear un documento histórico con todas las de la ley y, además, absolutamente legible y fascinante para un lector de nuestros días?

Esto se hace con trampas, con muchas trampas. Para comenzar, leí los procesos reales, los informes de la Inquisición sobre las cosas demoníacas que ocurrían en los virreinatos, en esas tierras salvajes de ultramar. Lo primero que pensé fue que la novela estuviera enteramente escrita con aquel lenguaje. Pero, después de trabajar unas páginas, me di cuenta de que sería absolutamente incomprensible.

La distancia que nos separa del siglo xvii resulta brutal en términos del lenguaje. Y, sobre todo, necesitaba que Alonso Morales —el alguacil de la Inquisición que envía este documento a España— también nos contara su historia, cosa que no ocurría en estos procesos, como sigue sin ocurrir en los legajos judiciales de nuestros días. El resultado final era predecible: tuve que comenzar de nuevo la novela para crear un lenguaje que hiciera sentir al lector que está en el siglo xvii y que lo llevara a vivir una historia con imágenes potentes, con mucho suspenso, para que quisiera avanzar en las páginas para llegar hasta el final y descubrir la historia de Alonso, así como su investigación sobre por qué ha llegado el demonio a Perú y si Rosa, la sospechosa que está investigando, es en realidad una santa o una bruja.

Te confieso que desde hace tiempo tengo debilidad por la Inquisición. Cuando empecé a leer El año en que nació el demonio, pensaba que en cualquier momento uno de los inquisidores afirmaría con que Rosa sólo tenía el pecado de la soberbia y que la iban a despachar a su casa. Eso era lo pasaba en muchos procesos…

La verdadera Rosa fue la primera santa de América y este informe forma parte del proceso para saber si la canonizarían. Este hecho es una paradoja casi perfecta: a sus amigas —por hacer las mismas cosas que ella, como flagelarse, decir que hablaban con Dios y hacer milagros— las quemaron casi a todas por ser brujas. En este caso, la diferencia entre una santa y una bruja fue que Rosa se puso el hábito de los dominicos y con eso se ganó la protección de la orden, al grado de que promovieron su canonización. 

Esta paradoja tiene una explicación: el mundo colonial no era racional. La gente piensa que cuando llegaron los españoles y se encontraron con las culturas originarias alguno de esos bandos era racional. Sin embargo, yo creo que ninguno lo era. La razón no existía, las cosas ocurrían porque las querían los dioses; el mundo sólo significaba un campo de batalla entre los dioses y los demonios. Lo interesante es que también existían los intérpretes de lo que ocurría: si llegaba una tormenta, seguramente la había mandado el demonio, porque estábamos de su lado; aunque también existía la posibilidad de que Dios la hubiera mandado, porque somos malos. Ese intérprete no se basaba en asuntos racionales: se trataba de un señor —siempre un señor, quizás el inquisidor, o tal vez el virrey— que tomaba decisiones de acuerdo con sus caprichos y, frecuentemente, según su simpatías o sus antipatías. Por esta razón, para ser santa, había que estar en el bando político adecuado; si te equivocabas, te podían quemar en la hoguera.

Tu novela también es una obra sobre el cuerpo en el siglo xvii…

Efectivamente, el cuerpo es un drama para Alonso. En la sociedad colonial tú no eras lo que hacías, tú eras quien eras por la herencia de tus padres. Por esa razón resultaba muy importante mantener los linajes puros: los hijos de los curas no tenían acceso a muchos cargos y los hijos de quienes no eran blancos estaban en condiciones muy parecidas. Los derechos dependían de un linaje “puro” y generalmente blanco. Sin embargo, no siempre se podía saber quién era tu padre y, como no se podían controlar los embarazos, se controlaban los coitos que “ensuciaban” los linajes; por esto se reprimía cualquier manifestación de los apetitos catalogándolos como satánicos. Además de esto, el cuerpo representaba el lugar de la maldad, que debía ser castigada. Rosa, por ejemplo, amarraba su cabello a un clavo para no poder dormir; si un hombre le decía que sus manos eran hermosas, ella las metía en cal viva para destruirlas, y lo mismo sucedía con los cinturones que castidad con púas que utilizaba. El mensaje era claro: Dios te había dado la vida y a cambio te pide dolor y sufrimiento.

Parecería que entre la santidad y la perversión no hay distancia ni diferencia… ellas dependían del inquisidor que las juzgara.

Ésa es la peripecia de Alonso, el protagonista de la novela. Él comienza como un torturador de la Inquisición porque cree que está bien lo que le enseñaron; está convencido de que hace su trabajo en nombre de Dios y del rey. Sin embargo, hacia el final, Alonso descubre que tendría que torturarse a sí mismo. Ésa es la paradoja del virreinato y su búsqueda de la pureza en un mundo donde nada era puro, donde reinaba la hipocresía y donde la sexualidad estaba completamente descontrolada. Los europeos decían que en América todo el mundo se descontrolaba. De hecho, la mayor labor del Santo Oficio no era quemar brujas o judíos, la mayor parte de expedientes que debían atender eran los que protagonizaban los curas que se acostaban con sus feligreses.

Hay otra cosa que me encantó, no sólo de esta novela, sino de otras que has escrito, justo como ocurre con La cuarta espada y Abril rojo: la presencia del pasado, el detalle de la investigación que te permite escribir.

Tengo una formación de periodista que me hace investigar mucho y, además, me gusta que las novelas tengan múltiples detalles: cómo olían las calles de Lima del siglo xvii o cómo es la fiesta de la Semana Santa ayacuchana. Como novelista tienes que estar lleno de detalles, que yo aprendí a investigar gracias al periodismo, pero —además de esto— lo que a mí me motiva de una novela es mi vida personal. Siempre se tratan de cosas que me afectan, siempre parto de cosas que siento de una manera muy real: la sociedad del siglo xvii de la que habla esta novela se parece mucho a la de hoy. La nueva Inquisición es la cultura de la cancelación.

 Y, además de lo que dices, observo una pasión por el lenguaje como creador de mundos. Da lo mismo si hablas sobre los tiempos de Sendero Luminoso o acerca de la Lima del siglo xvii; lo interesante es que tu lenguaje bien podría tener dos rostros: una gran sofisticación y una apuesta absoluta por la legibilidad, que atrapa al lector.

Yo siempre me sentí muy culpable de no ser como los grandes escritores del boom con mis primeros libros. Me cuestionaba ¿por qué no soy un escritor latinoamericano frondoso y exuberante que tiene un lenguaje complejo? Ahora entiendo que a mi generación ya no le tocaba hacerlo. Ya no podíamos aportar nada en este terreno, pero siempre sentí que se debe trabajar con el lenguaje. Una novela no es un audiovisual; está hecha de palabras y hay que crear algo con ellas. En este caso, con el lenguaje del siglo xvii.