Benito Taibo: todos merecemos tener una novela sobre nuestras vidas. Una conversación sin preámbulos sobre Cuatro veranos

Benito Taibo: todos merecemos tener una novela sobre nuestras vidas. Una conversación sin preámbulos sobre Cuatro veranos

José Luis Trueba Lara

Déjame comenzar con una pregunta que tal vez te podría parecer muy extraña. Hace unos días estaba leyendo un libro de Roberto Calasso: Memè Scianca, en el que recuerda su niñez y su juventud. Ahí dice algo maravilloso, que me atrevo a citar de memoria: todos los escritores estamos irremediablemente condenados a convertirnos en escribas de nosotros mismos. ¿Te parece correcta esta idea para adentrarnos en Cuatro veranos (Planeta, 2023)?

¡Qué hermosa idea! No sólo la comparto, sino que también quisiera redondearla: Cuatro veranos es una autoficción, yo soy el personaje. El libro parte de una verdad que me parece irrebatible y que resulta muy cercana a Calasso: todos merecemos tener una novela sobre nuestras vidas. La razón de esto es muy fácil de explicar: no importa lo pequeño o lo grande que sea, siempre hay un momento en el que algo te sucede, aunque pueda parecer ordinario para los otros; sin embargo, para ti representa algo absolutamente extraordinario. Estoy pensando en los hechos que cambian tu dirección, tu visión, tu manera de ser; algo que transforma todo lo que te rodea. Y eso que te sucede merece ser contado.

Por otro lado, y ambos lo sabemos muy bien, los escritores pasamos el tiempo jugando a la ruleta, apostando en contra del olvido. Sin embargo, la memoria es una mujer malvada que te engaña sin sentir un dejo de piedad. Afortunadamente, existe la literatura, que nos permite embellecer sus mentiras. No olvidemos que nosotros también somos mentirosos y, justo por eso, la literatura es una gran mentira que se convierte en verdad tan pronto como otros ojos se posan en las letras que ponemos en el papel.

Cuando terminé de leer tu novela quedé convencido de que en ella hay un encuentro maravilloso con el que fuiste, con un joven al que miras con gran cariño y benevolencia, con humor y con cierta nostalgia.

Efectivamente, Cuatro veranos está marcada por la reconciliación. Durante la escritura de esos viajes pude volver a mirar al joven que era con mucho cariño, pero también con una gran sonrisa. Si no nos reímos de nosotros mismos, no tenemos derecho a reírnos de los demás. 

Lo que a mí me sucedió con esta novela no es una excentricidad: tenía que verme en el espejo que me reflejaba, en el cristal que mostraba tanto lo bueno como lo malo de mí mismo. No fui mucho más lejos, pues también tenía monstruos y fantasmas que quizá no aparecen en la novela. Ellos estaban ahí, siempre presentes, y más de una vez casi me cuestan la vida. Pero logré sobrevivir gracias a la ayuda de gente increíble como mis padres, mi esposa, mis amigos y todos aquellos que han estado cerca de mí y siempre han sido muy generosos con lo que hago, escribo, pienso y digo.

Después de volver de esos viajes, hay algo que tengo perfectamente claro: sigo siendo el mismo que fui cuando tenía 16 años. Hoy sigo pensando que hay que cambiar el mundo —poco importa si mucho o poco, lo importante es cambiarlo—, y que todos tenemos que ofrecer una mano para que esto suceda. También confirmé que estamos hechos de manías, de recuerdos, de cine, de comida, de libros, de amores perdidos, de amores encontrados, de momentos en los que la justicia ―por pequeña que sea― se cierra en un momento determinado y también permite que sucedan cosas espléndidas.

Al cerrar Cuatro veranos, quedé convencido de que los viajes que narras tienen algunas constantes. El cine, la literatura y la comida quizá representan las más notorias. No por casualidad te muestras como un cinéfilo de trinchera.

Absolutamente. Cuando tenía 17 años me convertí en un devoto del cineclub de la Universidad de Nuevo México. La entrada costaba 50 centavos de dólar y podías ver seis películas al día. Ése fue uno de los mejores hallazgos de mi vida: ahí descubrí el neorrealismo italiano con Ladrón de bicicletas a la cabeza; ahí también me encontré a la nueva ola francesa y Los 400 golpes de Truffaut y, por supuesto, también vi el nuevo cine americano. En esos días también me encontré con una película que me impactó muchísimo: Billy Jack. El caso es que veía cuatro o cinco películas todos los días, mientras escuchaba las mejores clases sobre el Siglo de Oro español que he tenido en mi vida.

En esas clases, descubrí que lo mío era el Siglo de Oro y volví sabiendo mucho de Quevedo, de Góngora, de esa época auténtica y poderosa. Así comprendí la fuerza de la literatura: si escuchas un poema, además de que la maravilla entra por los oídos, descubres que todos estamos hechos de pasiones y, además, que éstas no tienen fecha de caducidad. Creo que por eso funciona la literatura. Pessoa dijo que la literatura existe porque el mundo no es suficiente, y estoy completamente seguro de eso.

Me encanta lo que dices; sin embargo, la literatura también tiene otros poderes, al grado de hacernos parecer guapos. Un poema siempre ayuda a abrir las puertas del amor…

Es cierto, la literatura nos hace guapos, pero también nos hace inteligentes y nos lleva a perseguir a una ballena por todo el mundo. Ella, además, nos permite explorar las profundidades de la tierra o volar al espacio. Nos hace capaces de ver con otros ojos, de probar con otros labios, de escuchar con otros oídos, y de latir con diferentes corazones mientras Ana Karenina yace muerta en la nieve. Es como una joya que nos permite no conformarnos con la triste y única vida que nos dan la biología y la naturaleza, sino vivir miles de vidas que están a nuestro alrededor y que estoy viendo en este momento.

Y ella se transforma en el más profundo de los tatuajes. Cuando te miras en el espejo, no sabes si ese reflejo eres tú o si el de los libros que has leído. Tú no sabes si los personajes de la literatura fueron inventados o ellos te inventaron a ti.

Por esto que dices, vuelvo a Pessoa: yo soy muchos, y soy muchos gracias a la literatura. Pessoa fue muchos gracias a sus heterónimos, pero yo soy muchos gracias a esos libros que me definen.

Cuando te estaba leyendo, me acordé muchísimo de tu papá y de tu mamá, no sólo de sus comidas, sino también de sus libros claridosos, como aquel que advertía al lector que, cuando te digan “pica poquito”, en realidad significa “pica muchito”.

Mi madre era una cocinera increíble, alguien capaz de comer un plato en un restaurante muy importante y, dos días después, sin receta en mano, no sólo la repetía, sino que le quedaba mucho mejor. En la casa de mis padres, además, el milagro de los panes y los peces de la Biblia apenas era una broma, porque lo veíamos todos los días. Diariamente comían con nosotros 16 o 17 personas y lo hacían muy bien.

Comer es un acto social, cultural y antropológico que implica el rescate de la memoria y el reconocimiento del otro. En cada platillo se revela una historia que se extiende a lo largo de siglos y siglos, y que nos obliga a la felicidad: a la felicidad del sabor, a la de compartir y, por supuesto, a la de conversar y encontrarnos. Los griegos lo tenían muy claro: ellos inventaron la palabra eudaimonía. Estoy convencido de que por eso estamos en el mundo: para buscar la felicidad y, entre otras cosas, cuando pronuncio esta palabra, aparecen junto con ella la comida, el cine, la literatura y los amigos.

Te confieso que hay algo que me hace sentir celoso y quiero preguntarte sobre eso: hay días en los que me despierto con ganas de rendirme, de decir que el mundo seguirá igual; entonces, me encierro en mi casa. En cambio, tú, desde el primero de los Cuatro veranos y hasta el día de hoy, sigues con el puño en alto. ¿Cómo le haces?

Tengo mucha suerte de tener cómplices: jóvenes lectores a quienes nutro con mi alma, y ésta es otra confesión. Nos reconocemos cuando nos miramos a los ojos. Sabemos que, a la vuelta de la esquina, hay asombro, sorpresa, maravilla, pasión, aventura, romance. En cuanto abres un libro y lo hueles, descubres la memoria, el presente, el pasado, el futuro, todo lo que nos hace humanos. Justo como lo decía Terencio: nada de lo humano puede ser ajeno a nosotros.+