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El librero de Bernardo Esquinca

El librero de Bernardo Esquinca

05 de marzo de 2021 

En alguna conversación, Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) dijo que era fundamentalmente un cuentista. Algo de esto puede resultar cierto e indudable: la trilogía integrada por Los niños de paja, Demonia y Mar Negro bastaría para no discutir este calificativo. Sin embargo, también es un espléndido novelista, como lo ha demostrado en la saga de Casasola y, además, ha trazado —junto con Vicente Quirate— el mapa de lo fantástico en Ciudad de México durante poco más de dos siglos. Sus libreros, que sin duda apuestan al camino de Robinson Crusoe, merecen ser recorridos. En ellos se encuentran algunas de las pistas y las pesadillas compartidas que le permiten entrelazar el terror con lo policiaco.  

 

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Hay un cliché que me choca: la imagen del escritor sepultado por su biblioteca. Existen muchísimas fotografías de autores con pilas de libros que se les vienen encima y casi los asfixian. Mi caso es distinto: no sé cuántos tengo en mi biblioteca, pero cada vez poseo menos. Me he mudado en varias ocasiones, y en cada cambio me he tenido que deshacer de muchos volúmenes. Yo creo más en la idea de la isla desierta, en tratar de responder la pregunta de “¿cuáles serían los libros que te llevarías a un lugar donde te transformarás en un Robinson con una minibiblioteca?”. Lo importante es ir depurando. 

En mis libreros no hay mil títulos. Sé que esto puede parecer poco al compararlo con las bibliotecas de otros escritores, que presumen tener miles y miles de volúmenes, aunque siete vidas enteras no les alcanzarán para leerlos. Es un hecho que los escritores somos bibliómanos; por eso también compro más libros de los que puedo leer. Sé que una cosa es el placer de leerlos y otra es el placer de comprarlos; a veces están relacionados. Aún así, como ahora vivo en un departamento muy pequeño y mis libros son menos, sé bien que cuando me mude a un lugar que será todavía más pequeño su número continuará disminuyendo. Y, al final, sólo me quedaré con los libros que me llevaría a la isla desierta.

 En el principio fueron los piratas. Yo tenía 15 años y nada leía. Mi hermano Jorge —que es un conocido poeta— se dio cuenta de esto y, en una de las comidas familiares de los sábados, me dijo que cómo era posible que no leyera. Entonces me entregó La isla del tesoro, de Stevenson, y me dijo que me daría un peso cada sábado que nos viéramos a cambio de que le dijera en qué capítulo iba. 

Empecé a leer el libro, y lo bebí literalmente. Jorge no tuvo que darme un solo peso, pues ya me había vuelto un adicto a la literatura de piratas. Él también me regaló el Sandokán de Salgari, y después le pedí a mi papá —que curiosamente tenía una biblioteca muy basta— que me comprara toda la saga del pirata malayo. Mi primera colección fueron los libros de este famosísimo personaje y sus Tigres de Mompracem. Ya después fui brincando a otros tipos de literatura, pero hasta hoy esos ejemplares —que forman parte de la mítica colección Sepan Cuántos de Porrúa y aún se editaban a doble columna— me siguen acompañando.

Lo que más leo es literatura de terror y policiaca. A este tipo de libros me une mi actividad como narrador. Mis novelas y mis libros de cuentos son una mezcla de estos géneros: una trama policíaca con elementos sobrenaturales. Por eso mismo, en mis libreros abundan este tipo de ejemplares y, por supuesto, están presididos por mi querido amigo Edgar Allan Poe. Cuando estoy escribiendo, esos libros y esa foto están enfrente de mi escritorio, y miro los lomos de las cajas llenas de pesadillas. Ahí hay desde literatura de terror del siglo xix —como Arthur Machen, el padre literario de Lovecraft—, hasta autores recientes como Clive Barker o Stephen King. También allí se encuentra la literatura mexicana de terror: Francisco Tario, José Emilio Pacheco, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, la grandísima Amparo Dávila, y exactamente lo mismo ocurre con autoras latinoamericanas recientes, como Mónica Ojeda o Mariana Enríquez. Cuando estoy escribiendo, me gusta verlos; ellos me susurran sus pesadillas y me permiten convertirlas en las mías.    

El autor del que más libros tengo es J. G. Ballard. Es mi escritor favorito y el que más ha influido en mi literatura. De él tengo exactamente 29 libros. Ésta es la parte más valiosa de mi biblioteca, pues en mi librero están varios de los títulos que publicó la legendaria editorial Minotauro. Esos libros son maravillosos: tienen tapas duras e ilustraciones increíbles. Ballard decía que el surrealismo lo había influido, y las portadas de Minotauro —con obras de pintores de esta corriente— anticipaban a la perfección lo que yo encontraría en las páginas.   

No era fácil conseguir los libros de J. G. Ballard cuando empecé a coleccionarlos. Estamos hablando de mediados de los noventa, en Guadalajara, pues ésa era la ciudad en la que entonces vivía. Los tenía que cazar en las librerías y en las ferias del libro; los tenía que pedir a los libreros para que ellos le solicitaran a la editorial que se los mandara. Conseguir cada uno de ellos era una acción casi detectivesca. Hace 30 años no era fácil tener una colección de un autor poco conocido; no era como hoy, cuando todo está al alcance de un clic y es mucho más simple obtener los libros que uno desea. +