Una historia divertida
¡Traemos para nuestros lectores un adelanto del libro Una nueva aventura, de Emily Henry! Te lo compartimos a conitnuación para que lo disfrutes con calma.
Titania
Miércoles, 1 de mayo
108 días hasta que pueda irme
Algunas personas son narradoras natas. Saben cómo preparar la escena, cómo encontrar el ángulo adecuado, cuándo hacer una pausa para conseguir un efecto dramático o pasar por alto detalles inconvenientes.
No me habría hecho bibliotecaria si no me gustaran las historias, pero nunca se me ha dado bien contar las mías. Si me dieran un centavo por cada vez que interrumpo mi propia anécdota para debatir si ocurrió realmente un martes o si, de hecho, ¡fue un jueves!, habría ganado por lo menos cuarenta, y las ganancias son demasiado irrisorias como para desperdiciar tanto tiempo de mi vida.
Peter, en cambio, tendría cero centavos y un público embelesado.
Me encantaba sobre todo cómo contaba nuestra historia acerca del día que nos conocimos.
Fue a finales de la primavera, hace cuatro años. Por aquel entonces vivíamos en Richmond, a solo cinco manzanas de distancia entre su elegante piso situado en un edificio reformado de estilo italiano y mi destartalada y poco chic versión del mismo tipo de lugar.
De camino a casa desde el trabajo, me desvié por el parque, cosa que nunca hacía, pero el día era ideal. Además, llevaba un sombrero, un accesorio que jamás había usado, pero mi madre me lo había enviado por correo la semana anterior, y sentía que por lo menos debía hacer el esfuerzo. Estaba leyendo mientras caminaba (algo que me había prometido dejar de hacer, porque unas semanas antes había estado a punto de provocar un accidente de bicicleta), cuando, de repente, una cálida ráfaga de aire me quitó el sombrero. Salió volando y pasó por encima de unas azaleas. Y cayó directamente a los pies de un hombre rubio, alto y apuesto.
Peter dijo que aquello le pareció una invitación. Se rio, casi burlándose de sí mismo, y añadió:
—Nunca había creído en el destino hasta ese momento.
Si eso es cierto, es razonable suponer que el destino me odia un poco, porque cuando se agachó para recuperar el sombrero, otra ráfaga de viento lo lanzó por los aires, y tuve que perseguirlo hasta un cubo de basura.
De los metálicos, atornillados al suelo.
El sombrero aterrizó sobre un montón de fideos lo mein desechados, el borde de la papelera me golpeó en las costillas y acabé de culo sobre el césped. Peter lo describió como «una torpeza monísima».
Y omitió la parte en la que solté una sarta de palabrotas a voz en grito.
—Me enamoré de Daphne en cuanto levanté la mirada de su sombrero —decía, sin mencionar los fideos que me cayeron en el pelo.
Cuando me preguntó si estaba bien, le dije:
—¿He matado a algún ciclista?
Pensó que me había golpeado la cabeza. (No, el problema era que las primeras impresiones no son lo mío).
Durante los tres últimos años, Peter ha desempolvado Nuestra Historia cada vez que ha podido. Estaba segura de que la incluiría tanto en nuestros votos matrimoniales como en su discurso del banquete.
Sin embargo, luego se celebró su despedida de soltero, y todo cambió.
La historia se inclinó un poco. Encontró un nuevo punto de vista. Y en ese nuevo relato, yo ya no era la protagonista, sino la pequeña complicación que usaría a partir de entonces para darle chispa a la historia de cómo conoció a su mujer.
Daphne Vincent, la bibliotecaria que Peter sacó de la basura, con la que estuvo a punto de casarse y a la que dejó la mañana posterior a su despedida de soltero por su «mejor amiga» y «amor platónico», Petra Comer.
Claro que… ¿en qué momento necesitaría contar su historia?
Todos los que rodeaban a Peter Collins y a Petra Comer la conocían. Sabían que se conocieron en tercero de primaria, cuando se vieron obligados a sentarse por orden alfabético y se hicieron amigos por su afición común a los Pokémon. Y que poco después sus madres se hicieron amigas durante una excursión al acuario, al igual que sus padres.
Durante el último cuarto de siglo, los Collins y los Comer pasaron juntos las vacaciones. Celebraban cumpleaños, almuerzos navideños, decoraban sus casas con marcos de fotos hechos a mano en los que se veían imágenes de Peter y Petra ilustrando de distintas formas la frase «Mejores Amigos Para Siempre».
Según me dijo Peter, eso hacía que él y la mujer más guapa que había conocido en la vida parecieran más primos que amigos.
Como bibliotecaria, debería haberme tomado un momento para pensar en Mansfield Park o en Cumbres Borrascosas, todas esas historias de amor góticas y retorcidas en las que los protagonistas, criados uno al lado del otro, llegan a la edad adulta y proclaman su amor mutuo y eterno al mundo.
Sin embargo, no lo hice.
Así que aquí estoy, sentada en un piso diminuto, cotilleando las redes sociales públicas de Petra, viendo cada detalle de su nuevo noviazgo con mi ex.
En la habitación de al lado, suena la versión de Jamie O’Neal de All By Myself lo bastante fuerte como para que la mesa del sofá vibre. Mi vecino, el señor Dorner, está aporreando la pared.
Apenas lo oigo, porque acabo de llegar a una foto de Peter y Petra, entre sus respectivos padres, en la orilla del lago Míchigan. Seis personas anormalmente atractivas esbozando unas sonrisas anormalmente blancas sobre un pie de foto que reza: «Vale la pena esperar por las mejores cosas de la vida».+