Cada novela es la historia de la novela

Cada novela es la historia de la novela

2 de mayo 2023

Por Alberto Chimal

La novela tiene —entre los géneros actuales de la literatura— la posición de privilegio en librerías, publicaciones culturales, etcétera. La ha ocupado durante mucho tiempo, y la ha conservado incluso ante el ascenso de los medios audiovisuales, dentro y fuera de internet, los más importantes para las culturas de la actualidad. También ha logrado mantener su posición ante la aparición de nuevas prácticas de escritura y la persistencia de géneros más antiguos, como el cuento.

Pero la novela no ha existido siempre. No en la historia del universo, evidentemente, pero tampoco en la historia humana ni en la historia de lo que llamamos la cultura occidental. Más aún, la novela tiene un origen relativamente reciente. La historia de ese origen resulta interesante por varias razones, y una de ellas es que siempre está cerca de quienes se animan a escribir una novela.

La palabra novela proviene del italiano novella, que a su vez se deriva del adjetivo latino novus. Según los diccionarios, el vocablo novella puede tener la acepción de noticia o novedad (como cuando se habla de “nuevas” en el castellano), pero también otra, más extraña: la de cuento. En su origen, la palabra que hoy escribimos como novela quería decir exactamente lo contrario de lo que significa hoy.

Para entender esto, hay que considerar que, hace mucho tiempo, las novelle (en plural) representaban también un género literario muy diferente. Antes de la invención de la imprenta, durante el periodo que hoy llamamos Edad Media, novelle eran noticias y otras narraciones que circulaban por escrito: se asentaban a mano y luego se transportaban de un lugar a otro, para ser leídas en voz alta a públicos, por lo general, totalmente iletrados. En el siglo XX, las últimas descendientes de esas novelle eran las llamadas hojas volantes, de las que vagamente provienen los flyers, propas y demás anuncios en formato jpg de la internet actual. En su tiempo de esplendor, en el siglo XI o XII, las novelle constituían un medio de comunicación de los más eficaces en existencia, porque servían para comunicar numerosos temas de forma concisa y rápida para su época. Y, aunque muchas novelle podían referirse a acontecimientos reales y urgentes (una guerra, digamos, o un brote de peste), también podían contener ficciones, es decir, cuentos como los entendemos hasta la actualidad: narraciones de corta extensión acerca de sucesos inventados, con pocos personajes y un solo asunto o tema central.

Con el tiempo, a la vez que seguían siendo transcritas, las novelle de ficción empezaron a recopilarse en libros. Libros escritos y encuadernados a mano, naturalmente, que se guardaron en las bibliotecas de monasterios y palacios. Una colección del siglo XIII, reunida por un autor anónimo, se hizo famosa con el título de Il Novellino (y también como Cento novelle antiche: cien novelas antiguas), y fue inspiración de algunos de los primeros libros de cuentos importantes de la tradición europea, como el Decamerón (1349), de Giovanni Boccaccio. Como había novelle en otros países europeos, además de Italia, y como las ficciones de distintos temas proliferaron, acabó habiendo numerosos libros de novelle por toda Europa. Algunas de las “antologías de novelas” más famosas son, además de Il Novellino, los libros de caballerías, que Cervantes menciona en el Quijote: series de historias fantásticas acerca de caballeros andantes, que para el siglo XV ya se transcribían completas de libro a libro, incluso con modificaciones, agregados y continuaciones.

Este cambio abrió el camino a la novela como la conocemos. Algunas variedades de novelle, en especial las de la tradición del rey Arturo y sus caballeros ―inglesa en su origen y adoptada por Francia después del siglo XI― empezaron a ser modificadas a través de una técnica que se llamó entrelacement (entrelazado o entrelazamiento). Esta técnica consiste en tomar dos o más historias breves separadas y transcribirlas agregando referencias entre unas y otras. De este modo, se da la impresión de que narraciones muy distintas (incluso de siglos diferentes y autores muy separados entre sí geográficamente) comparten un mismo escenario y una misma época. Una versión contemporánea del entrelacement está en las escenas poscréditos de las películas de Marvel, en las que personajes de la historia que está terminando llegan a interactuar con los de otras series o películas, para recordar a los espectadores que todos pertenecen a un mismo universo cinematográfico.

El entrelacement alcanzó un punto culminante alrededor de 1470, el año en que, más probablemente, un noble inglés venido a menos, sir Thomas Malory, completó su propia versión de las historias (casi todas novelle) del rey Arturo, que tituló Le Morte d’Arthur: la muerte de Arturo. La obra pretende contar, como otros libros de caballerías, diferentes narraciones de hazañas, guerras y peligros, pero además declara desde el comienzo su intención de que todo lo que relate forme parte de una sola historia: el ascenso y la caída del rey Arturo como ejemplo insuperable de virtud. Los relatos en los que Malory se basó abarcan mil años de tradiciones en las islas británicas y varias naciones europeas; su libro las condensa todas en un tiempo y un lugar míticos, y es esencialmente una novela en el sentido moderno: una narración extensa dividida en secciones (que hoy llamaríamos capítulos), en la que puede haber muchos personajes e historias diferentes, pero todo da una impresión de totalidad.

En 1485, unos quince años después de la muerte de Malory, William Caxton ―uno de los pioneros del uso de la imprenta en Europa, siguiendo el ejemplo de Johannes Gutenberg― imprimió un tiraje de La muerte de Arturo, que se convirtió de inmediato en uno de los primeros bestsellers de la historia. Éste sigue siendo, hasta hoy, el texto clásico más conocido de la tradición artúrica y la fuente más común de todas las versiones posteriores del mito. La difusión acelerada y masiva por medio de la imprenta es el último elemento que hacía falta para que empezara el tiempo de la novela: un tipo de prosa literaria que se puede leer a solas y en silencio, en vez de escuchar en público, y en el que quien lee puede dejarse llevar, durante largos periodos, por la ilusión de un mundo amplio y complejo.

La tradición de las novelle no regresará, y nadie puede llegar a ser Thomas Malory otra vez. Ni siquiera el famoso Pierre Menard, aquel personaje fantástico de Jorge Luis Borges, podría volver a escribir La muerte de Arturo en el siglo XXI y convencernos de que está creando, de nuevo, la forma de la novela, basándose en tradiciones y accidentes de varios siglos anteriores a su propio tiempo. Sin embargo, como dije al comienzo, cualquier persona que intenta ser novelista (o que lo consigue) está reproduciendo en su trabajo la historia completa de la novela.

¿Qué sucede cuando decidimos trabajar en el proyecto de una nueva historia larga? Usualmente, pensamos en una primera idea, un personaje, una serie inicial de acontecimientos. Se trata de una narración que podría tener una extensión breve, pero a la que vamos agregado otros elementos para prolongarla: para enriquecer el mundo en el que se desarrolla, para volverlo más amplio y profundo. ¿Cómo se agregan estos elementos? Entrelazándolos con los que ya hemos establecido. Ludovico Ariosto ―autor de Orlando furioso (1516), gran poema épico con influencia de las novelas de caballería― decía que un cuento era como un trozo de tela, que se podía unir a otros con un par de hilos sueltos para ir creando un gran tapiz. ¿No es esto lo que se hace para preservar la consistencia y la unidad entre las diferentes partes de la historia de una novela? Incluso si no partimos de historias separadas, como se hacía en el pasado, nos aseguramos de no contradecirnos en lo esencial: de lograr al menos cierta consistencia, que contribuya a que no se rompa la ilusión del entorno continuo y constante que la novela ofrece.

No hay nada mágico o sobrenatural en este proceso. Como muchas otras imágenes relacionadas con la escritura literaria, decir que reproducimos o recapitulamos la historia entera de la novela resume, de forma llamativa y simplificada, un trabajo que en ocasiones puede resultar difícil, complejo o simplemente aburrido. No es literalmente cierto, como tampoco es cierto que “escribimos con las vísceras” o que “los personajes nos dictan lo que quieren hacer”.

Pero ¿no es una imagen hermosa? Aun si no lo sabe, si no ha leído nunca La muerte de Arturo o Il Novellino, cada persona que escribe una novela debe reinventar o redescubrir el mismo camino (que tardó siglos en aparecer) y luego recorrerlo. No importa si la novela resultante es larguísima o si tira a novela corta, si es buena o mala, si es convencional o experimental. Ni siquiera importa si llegamos a concluir la novela o no. Estamos explorando recuerdos compartidos, un depósito de conocimiento que abarca tiempos y espacios enormes. A su propia manera, cada novela es la historia de la novela.+