Gilded

Gilded

Marissa Meyer

Está bien. Te contaré la historia, cómo ocurrió en realidad.

Lo primero que tienes que saber es que no fue la culpa de mi padre. Ni de la mala suerte, ni de las mentiras. Y mucho menos de la maldición. Ya sé que algunos intentarán culparlo, pero él tiene poco que ver con todo esto.

Y quiero dejar en claro que tampoco fue completamente mi culpa. Ni de la mala suerte, ni de las mentiras. Y mucho menos de la maldición.

O bueno.

Quizás un poco sí de algunas mentiras.

Pero creo que es mejor empezar por el principio. El principio real.

Nuestra historia comienza durante el solsticio de invierno, diecinueve años atrás durante una extraña Luna Eterna. 

Aunque, para ser más precisa, tendría que aclarar que todo empezó muchísimo antes, cuando los monstruos deambulaban libremente por fuera del velo que ahora los separaba de los mortales, y los demonios algunas veces se enamoraban.

De todos modos, a nuestros fines, comenzó durante esa Luna Eterna. El cielo era una pizarra gris y una tormenta se anunciaba a lo lejos sobre la tierra, trayendo los aullidos de los sabuesos y las pisadas estruendosas de los caballos. La cacería salvaje había comenzado, pero este año no solo buscarían almas perdidas y ebrios extraviados o niños malcriados que se arriesgaron a comportarse mal en el más inoportuno de los momentos. Este año era diferente, ya que una Luna Eterna solo ocurría cuando el solsticio de invierno coincidía con una luna llena en toda su gloria. Esta era la única noche en la que los dioses todopoderosos se ven obligados a tomar sus formas bestiales. Enormes. Poderosas. Casi imposibles de atrapar.

Pero si tenías la suerte o las habilidades necesarias para capturar semejante premio, el dios se vería obligado a concederte un deseo. Era este deseo lo que buscaba el Erlking esa fatídica noche.

Sus sabuesos aullaban y quemaban todo a medida que cazaban a una de esas monstruosas criaturas. El Erlking mismo le lanzó la flecha que atravesó su inmensa ala dorada y estaba seguro de que el deseo sería suyo.

Pero con una fuerza y elegancia descomunal, la bestia herida logró atravesar el círculo de sabuesos que la encerraban y voló hacia las profundidades del bosque de Aschen. Los cazadores la siguieron, pero ya era demasiado tarde. El monstruo se había ido y, con la luz del sol asomándose por el horizonte, la cacería se vio obligada a retirarse detrás del velo.

A medida que la luz de la mañana se reflejaba sobre la nieve, un joven molinero se levantó temprano para revisar el río que hacía 

girar su molino, preocupado de que pronto se congelaría con el frío del invierno. Fue entonces que vio al monstruo oculto en las sombras del molino. Podría estar muriendo, si es que acaso los dioses pueden morir. Estaba débil. La flecha dorada aún se asomaba entre sus plumas cubiertas de sangre.

El molinero, precavido y asustado, pero valiente, se acercó a la bestia y, con mucho esfuerzo, partió la flecha a la mitad, liberándola. Ni bien terminó su gesto, la bestia se transformó en el dios de las historias y para expresarle su eterna gratitud por haberlo ayudado, le ofreció concederle un único deseo.

El molinero lo pensó por un largo rato, hasta que finalmente confesó que hacía poco se había enamorado de una muchacha en la aldea, una joven de corazón cálido y espíritu libre. Deseó que el dios les concediera una hija fuerte y saludable.

Fue así que el dios hizo una reverencia y le concedió el deseo.

Para cuando llegó el siguiente solsticio de invierno, el molinero ya se había casado con la doncella de la aldea y habían traído al mundo a una niña hermosa. Era fuerte y saludable, señal de que el dios de las historias había cumplido con su deseo tal como fue solicitado.

Pero siempre hay dos lados en una misma historia. El héroe y el villano. La oscuridad y la luz. La bendición y la maldición. Y lo que el molinero no había entendido era que el dios de las historias también era el dios de las mentiras.

Un dios engañoso.

Al estar bendecida por semejante dios, la niña quedó mar- cada por siempre con ojos que no inspiraban confianza, dos iris completamente negros, revestidos por una rueda dorada con ocho pequeños rayos dorados. La rueda del destino y la fortuna, aunque no hacía falta ser muy inteligente para saber que era el mayor engaño de todos.

Una mirada tan peculiar aseguraría que toda persona que la viera supiera de inmediato que estaba tocada por magia antigua. A medida que fue creciendo, los aldeanos temerosos a menudo escapaban de ella, ya que en su mirada extraña veían la desgracia que parecía acompañarla en su andar. Las tormentas terribles del invierno. Las sequías del verano. Los cultivos marchitos y el gana- do perdido. Y una madre desaparecida en medio de la noche, sin explicación alguna.

Estas y muchas otras cosas horribles por la que culpar sin problemas a esta niña peculiar, sin madre y con ojos profanos.

Sin embargo, lo que quizás la condenó por completo fue el hábito que desarrolló cuando aprendió sus primeras palabras. Cada vez que hablaba, no podía evitar contar las historias más extravagantes que jamás se hubieran contado, como si su lengua no pudiera diferenciar entre la verdad y la mentira. Empezó a compartir sus historias y mentiras, pero, a diferencia de los niños y niñas que disfrutaban el encanto de esas fantasías, los adultos no parecían estar de acuerdo.

Era blasfema, comentaban. Una mentirosa despreciable, y todo el mundo sabía que eso era casi tan malo como ser una asesina o la clase de persona que repetidamente pedía pintas de cerveza y nunca devolvía el favor.

En pocas palabras, la niña tenía una maldición. Y todos lo sabían.

Y ahora que te conté la historia, presiento que te confundí al principio.

Viéndolo en retrospectiva, quizás sí fue un poco la culpa de mi padre. Quizás debería haber sabido que no tenía que aceptar el deseo de un dios.

Después de todo… ¿no es lo que habrías hecho tú?

 

CAPÍTULO UNO

 

Madam Sauer era una bruja. Una bruja real, no la clase de bruja a la que se refieren las personas groseras para describir a una mujer desagradable y demacra-

da, aunque también era eso. No, Serilda estaba convencida de que Madam Sauer ocultaba poderes ancestrales y celebrara en comunión con los espíritus en la oscuridad del bosque durante cada luna nueva.

Tenía poca evidencia para comprobarlo. O más bien, era solo una corazonada. Pero ¿qué otra cosa podía ser la antigua maestra malhumorada con esos dientes amarillentos algo afilados? (En serio, si la mirabas de cerca, se podía notar que parecían agujas inconfundibles, al menos cuando la luz se reflejaba de una manera en particular o cuando se quejaba de su parva de estudiantes miserables, otra vez). Los aldeanos insistían con culpar a Serilda por cada desgracia que recaía sobre ellos, por más pequeña que fuera, pero ella sabía la verdad. Si había alguien a quién culpar, era Madam Sauer.

Era probable que preparara pociones con uñas de los pies y tuviera una salamandra alpina como mascota. Cositas pegajosas y desagradables. Irían bien con su temperamento.

No, no, no. No quiso decir eso. Le gustaban las salamandras alpinas. Nunca les desearía nada tan horroroso como estar espiritualmente conectadas a este ser humano abominable.

–Serilda –dijo Madam Sauer con el ceño fruncido, su ex- presión favorita. Al menos, asumía que tenía esa cara. No podía realmente verla si tenía los ojos tan modestamente fijos en el suelo de tierra de la escuela.

»Tú no fuiste –continuó la mujer con palabras lentas y filosas–, bendecida por Wyrdith. Ni por ninguno de los dioses antiguos, para que conste. No negamos que tu padre sea un hombre respetable y honesto, ¡pero él no rescató a una bestia mítica herida por la cacería salvaje! Esas cosas que les cuentas a los niños, son… son…

¿Ridículas?

¿Absurdas?

¿Algo entretenidas?

–¡Siniestras! –soltó abruptamente Madam Sauer, escupiendo algunas gotas sobre las mejillas de Serilda–. ¿Qué enseñanzas les dejará? ¿Creer que eres especial? ¿Que tus historias son un regalo de un dios, cuando deberíamos inculcarles el valor de la honestidad y humildad? ¡Una hora escuchándote y echas a perder todo por lo que me esforcé todos estos años!

Serilda torció la boca hacia un lado y esperó recibir el golpe. Cuando parecía que Madam Sauer se había quedado sin más acusaciones, abrió la boca, inhaló profundo, lista para defender- se; había sido solo una historia después de todo. Además, ¿qué sabía Madam Sauer sobre ella? Tal vez su padre sí había rescatado al dios de las mentiras durante el solsticio del invierno. Él mismo le había contado la historia cuando era niña y ella luego había revisado los mapas astrales. Ese año sí había habido una Luna Eterna, tal como este próximo invierno.

Pero todavía faltaba casi un año entero para eso. Un año para soñar historias exquisitas y fantásticas y sorprender y asustar a los más pequeños que estaban obligados a asistir a esta escuela desalmada.

Pobrecitos.

–Madam Sauer…

–¡Ni una palabra!

Serilda cerró la boca sin pensarlo dos veces.

–Ya escuché suficientes blasfemias de tu boca como para toda una vida –gritó la bruja, antes de resoplar frustrada–. Desearía que los dioses me hubieran salvado a mí de una alumna como tú.

Serilda se aclaró la garganta e intentó continuar con un tono sensible y tranquilo.

–Técnicamente, ya no soy su alumna. Parece olvidar que esta vez vine como voluntaria. Soy más bien una asistente, no una estudiante. Y por lo que veo… creo que valora mi presencia, ya que no me pidió que dejara de venir. ¿Todavía?

Se animó a levantar la vista, sonriendo de un modo esperanzador.

No sentía nada agradable por la bruja y era consciente de que Madam Sauer tampoco por ella. Pero estar con los niños, ayudarlos con sus trabajos, contarles historias cuando Madam Sauer no estaba cerca, eran algunas de las cosas que le traían alegría. Si Madam Sauer le pedía que dejara de asistir, se sen- tiría devastada. Los niños, los cinco, eran los únicos de toda la aldea que no la miraban como si fuera una desgracia para su comunidad respetable.

De hecho, eran los pocos que a menudo se animaban siquiera a mirarla. Los rayos dorados en sus ojos ponían incómoda a la mayoría. A veces, incluso se preguntaba si el dios había elegido marcar sus iris porque se supone que no debes mirar a la otra persona a los ojos cuando estás mintiendo. Pero Serilda nunca había tenido problemas para mantenerle la mirada a alguien, estuviera mintiendo o no. Era el resto de las personas quienes tenían dificultad para mantener la suya.

Salvo los niños.

No podía irse. Los necesitaba. Y le gustaba creer que ellos también la necesitaban a ella.

Además, si Madam Sauer la echaba, eso significaría que se vería obligada a conseguir otro trabajo en el pueblo y, por lo que sabía, el único trabajo disponible era… hilar.

Puaj.

Pero Madam Sauer mantuvo una expresión solemne. Fría. Incluso rozando la ira. Los músculos por debajo de su ojo izquierdo parecían temblar, una clara señal de que Serilda había cruzado la línea.

Con un movimiento brusco de su mano, Madam Sauer tomó la rama de sauce que tenía sobre su escritorio y la levantó. Serilda se encogió, un gesto instintivo de tantos años de haber sido una alumna de aquella escuela. Hacía años que no le golpeaban las manos, pero aún sentía el fantasma del dolor que producía la rama sobre su piel. Aún recordaba las palabras que debía repetir con cada azote.

Mentir es malo.

Mentir es obra de los demonios.

Mis historias son mentira, por eso soy una mentirosa.

Quizás no fuera tan terrible, pero cuando la gente dudaba que fueras a decir la verdad, inevitablemente dejaban de confiar también en otros aspectos de tu persona. No confiarían que no les robarías. No confiarían que no los engañarías. No creerían que pudieras ser responsable o considerada. Ensuciarían cada uno de los elementos de tu reputación, de una forma que para Serilda era increíblemente injusta.

–No creas –dijo Madam Sauer–, que solo por ser mayor de edad, no te quitaré la maldad a golpes. Una vez mi alumna, por siempre mi alumna, señorita Moller.

Serilda inclinó la cabeza hacia adelante.

–Perdón. No volverá a ocurrir. La bruja resopló.

–Desafortunadamente, ambas sabemos que esa es tan solo otra mentira.