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El teatro musical en México, ¿tradición sólida o fatuo coqueteo?

El teatro musical en México, ¿tradición sólida o fatuo coqueteo?

16 de marzo de 2021 

Francisco Solís 

A diferencia de otros países, en los que el teatro musical es parte de la cultura popular, en el nuestro siempre ha tenido una especie de pomposidad; es un gusto adquirido, como los quesos gourmet y los vinos añejos. Esto tiene una explicación económica elemental: el teatro musical es caro, tanto en su producción como en su consumo. 

En los años cincuenta, Manolo Fábregas tenía la firme intención de adaptar los espectáculos, y así participar en el diálogo en el cual el mundo teatral estaba inmerso. Tal vez por esto el teatro musical ha adquirido ese halo de elitismo. Quizá por esto, salvo en contadas excepciones, se presenta como un medio para culturizar, para ver “lo que aquí no sucede” y convertirnos en “hombres de mundo”.  

Esto, aunque parezca poner en la escena una sombra negativa, no tiene nada de malo. Nadie dijo que todas las expresiones artísticas deben ser democráticas y populares; de hecho, pocas verdaderamente lo son. ¿Cómo es, entonces, que desarrollamos este gusto? Si tienes la fortuna de nacer dentro de una familia que desde pequeño te expuso al teatro, entonces las obras musicales no te resultarán extrañas y descabelladas. Sin embargo, la puerta por la que la mayoría de nosotros entramos al mundo del teatro musical ha sido mediante el cine, que tiene una mayor difusión y cuyo acceso no es tan restrictivo. Algunas de las películas musicales clásicas se llegan a ver, incluso, en televisión abierta. No es raro encontrar alguna retransmisión de Mary Poppins o The Sound of Music. 

Tal vez llega un momento en el cual una película o una canción que hace el cine musical se convierten en gusto. En mi caso fue Dancer in the Dark (2000), de Lars Von Trier. Me pareció impactante la manera en la que se conjugaban las composiciones musicales con el estado psicológico del personaje de Björk. Después de esto, pude ver con otros ojos West Side Story y The Sound of Music. El cine es la puerta de entrada al teatro musical por excelencia. Pensemos en cintas como The Producers (2005), la versión de Susan Stroman con Uma Thurman, que además es una crítica al propio espectáculo teatral y el show business. ¿Qué más acercamiento requerimos? Las películas musicales se siguen realizando y apuestan por ambas cosas: revivir los clásicos musicales y desarrollar narrativas nuevas. 

Por otro lado, la nostalgia siempre es una buena herramienta para el consumo. Así, existe otro intento, a la vez frívolo y efectivo: tomar las canciones de algún grupo o cantante y realizar, a partir de las letras, una historia (no siempre buena o coherente) a manera de musical. Ejemplos recientes sobran: Hoy no me puedo levantar, de Nacho Cano, basado en los éxitos de Mecano, o Mentiras: el musical, en el cual José Manuel López Velarde toma un nostálgico repertorio de canciones populares de los ochenta para armar una historia absolutamente divertida e intrascendente. El éxito de estas puestas en escena es innegable y puede convertirse en una vía para que alguien experimente el teatro musical por primera vez. 

Sea cual sea la puerta de entrada, cuando te has expuesto este tipo de teatro, la experiencia puede llegar a ser sublime, transformadora y trascendental, una vez que encuentras ese musical en el que parece que se han conjuntado los astros para entregar, al mismo tiempo, teatro, danza, canto y poesía. ¿Existirá acaso una vía más efectiva para encaminar a las nuevas generaciones hacia el teatro y la comedia musical? Intentos no han faltado. Recientemente podríamos pensar en fenómenos televisivos como High School Musical o Glee, que se adaptan completamente a las expectativas de su auditorio. Resulta necesario reestructurar el discurso y resonar con las narrativas y preocupaciones actuales. En su libro Un siglo de teatro en México (2011), David Olguín ya nos advertía:

Hoy, las comedias tipo Mame, Hello Dolly!, Gipsy, El hombre de la Mancha, El fantasma de la ópera poco tienen que decir al espectador contemporáneo e, incluso, en esta misma tónica podríamos incluir a la polémica Jesucristo superestrella. Esto es un hecho. El nuevo público espera otra cosa, aparte del divertimento o del virtuosismo; por lo menos, hacerse la ilusión de pensar en serio, de reflexionar en torno a la azarosa existencia del nuevo siglo.  

Tal vez el caso más emblemático sea, actualmente, el musical Hamilton, de LinManuel Miranda, que, a pesar de sus imprecisiones históricas, se ha convertido en el musical más exitoso del mundo, no sólo porque a nivel técnico combina una puesta de escena de época con música urbana, sino porque el discurso es inspirador, y representa una historia que resuena en la comunidad de inmigrantes que configura la nueva demografía americana. 

El mismo Lin-Manuel Miranda ya había sorprendido a la crítica con su obra original In The Heights, cuando ganó, entre otros, el Tony a Mejor Musical y Mejor Guion Original. Un montaje que, según él mismo narra, fue complicado de producir, pues el retrato de la vida tranquila, apasionada y vibrante de un barrio latino de Nueva York no correspondía con la visión tradicional que tenían los inversores, de representar a los latinos como estereotipos de peligrosos delincuentes.

Uno de los últimos éxitos en Broadway ha sido Dear Evan Hansen, cuyo protagonista, un joven que cursa el bachillerato, tiene un trastorno de ansiedad crónica, y enfrenta sus miedos en un ambiente escolar hostil. Este montaje ha sido muy alabado, porque ayuda a revertir la creencia de que adolescentes antisociales pueden cambiar y obtener ayuda. 

Tenemos que tomar estas lecciones para llegar a nuevos públicos: han de que generarse narrativas que inspiren al público a reflexionar sobre su condición en el mundo. Finalmente, de eso se trata la diferencia entre un simple espectáculo y una elevada forma de arte. 

Se ha vuelto parte de la tradición del teatro musical en México el hecho de que las grandes compañías productoras, que se dedican a la importación de espectáculos, dejen muy poco margen para la expresión original y creativa de los directores, con el fin de que se desarrolle una narrativa propia que nos permita salir de la mera refactura de propuestas. 

Es verdad que muchas de las producciones llegan como franquicias, y vienen ya con un recetario muy estricto sobre cómo han de montarse. No es culpa de los productores locales que no se les dé libertad creativa a los artistas. Además, aunque sea con calcas exactas, las grandes productoras son una gran fuente de empleo para el batallón de personas que requiere la ejecución de los espectáculos musicales. Cumplen con una función clara y necesaria: acercar al público mexicano a la experiencia del teatro musical internacional. También debemos considerar que, gracias a esta práctica, hemos podido presenciar en México montajes tan revolucionarios como Les Misérables, The Lion King y Billy Elliot, así como algunos de los más irreverentes: Rent, Q Avenue, The Book of Mormon y Kinky Boots (cuyo estreno seguimos esperando con ansias). 

Existe una tradición de adaptación o tropicalización de obras exitosas mundialmente. No podemos olvidar los esfuerzos de creadores como los Fábregas, Silvia Pinal y Julissa, quien hizo época con la obra Vaselina. Ellos buscan hablarle directamente al público mexicano, al tiempo que le entregan producciones de altísima calidad.

La intención de hablarle directamente al público mexicano la podemos ver en los trabajos de algunos creadores, entre los que podríamos mencionar a Tina Galindo y Mario Iván Martínez, quienes buscan darle un giro a sus producciones y que, a falta de textos originales, los escriben, o realizan sus propias versiones de los musicales de la escena internacional. 

A diferencia de los otros géneros teatrales, el musical mexicano apenas ha tocado una dramaturgia propia con unas cuantas puestas en escena. Entre éstas, podemos mencionar Josefa: el musical de México, de José González Ortiz, y La gran familia, de los hermanos Lomnitz y la Compañía Nacional de Teatro; ambas representan hechos históricos mexicanos con textos y composiciones originales. Con esto no quiero decir que la narrativa mexicana deba ser necesariamente nacionalista o histórica, sino que le hable directamente a la audiencia mexicana, que haga eco en ella; que las traducciones de obras contemporáneas, clásicas o universales sean seleccionadas con una finalidad discursiva, con un propósito; que se utilice el lenguaje del teatro musical para hablarnos sobre cosas que nos muevan, nos inspiren y nos transformen. Se requieren un discurso y una intención, ya sea personal, social o política. Eso le dará el peso y la relevancia que merece tanto despliegue de talentos.  

¿Por qué parece tan complejo desarrollar el gusto por el teatro musical? Quizá esta pregunta esté mal planteada. En su lugar debemos analizar qué es lo que no se está haciendo. Por el momento, tendremos que dejar de lado la discusión sobre la especialización en la formación y la centralización de los espectáculos; pero podemos mencionar que los apoyos gubernamentales que existían para la producción teatral están desapareciendo. Con la actual crisis sanitaria, parece increíble que, para un tipo de arte en el que convergen tantas disciplinas, no exista algún plan de protección hacia sus creadores. Es por ello que, una vez superada la pandemia, los consumidores de cultura tendremos una gran responsabilidad para mantener muchos barcos a flote. Debemos incentivar a los creadores para que realicen los proyectos pertinentes considerando nuestro lugar y momento, y para que encuentren la forma de sacarlos adelante a pesar de la falta de incentivos.

El teatro musical, por sí mismo y como forma artística, tiene todos los elementos para atraer audiencias y convertirse en una industria que se sostenga por sí misma, no solamente en la forma, sino también en el contenido. Como público, debemos hacer nuestra parte. ¡Vayamos al teatro! +