
Tres rounds con Mario Vargas Llosa

Primer round: La casa verde
Cuando por primera vez me topé con él, a mí me faltaban pocos años para cumplir los veinte. Mi hallazgo no fue sorprendente: la fascinación que tenía por dos colecciones de Tusquets —los Cuadernos Marginales y los Cuadernos Ínfimos— ya había trasformado a las librerías en tiendas de raya. Esos libritos, que sólo por obra de un milagro llegaban a las mesas de novedades el mismo año que se publicaban, me llevaban hacia lo que jamás había imaginado ni pensado. Gracias a ellos descubrí a Michel Foucault y a Roman Gubern, y lo mismo me ocurrió con Woody Allen y Groucho Marx. Por esta razón, en el preciso instante en que abrí uno con la tipografía impresa con tinta verde no dudé en comprarlo. Su autor era un tal Mario Vargas Llosa.
Llegué a mi casa con Historia secreta de una novela (1971) y de inmediato quedé hechizado. Lo que pasó después es fácil de imaginar: el siguiente libro que leí fue La casa verde (1966) cuyas raíces ya conocía. Enfrentarme a la novela no fue fácil, Vargas Llosa me obligó a aprender a leer de una manera distinta y me enfrentó a las complejidades que a veces me noqueaban. Mis momentos en contra de las cuerdas valieron la pena: le perdí el miedo a lo difícil y con pasos casi firmes pude adentrarme en el boom.
Visto a la distancia, no puedo presumir que le gané en el primer round que sostuvimos. Él había aprendido a boxear en el Leoncio Prado y con el tiempo mostraría la real fuerza de su punch. En el mejor de los casos —y con ganas de adornarme— apenas puedo decir que me ganó por puntos, aunque los moretes que me dejó fueron definitivos para mi futuro.
Segundo round: el momento de las definiciones
Tener menos de veinte años no era fácil. Ese momento no sólo era propicio para descubrir la literatura, pues también me obligaba a definirme. En la universidad, el opio de los intelectuales era inobjetable y rimaba con la persona que Vargas Llosa había sido. Su cercanía con la revolución cubana —que compartía con García Márquez, Cortázar, Fuentes y Benedetti— lo había convertido en un personaje digno de ser espiado por la inteligencia de nuestro país. Desde 1962 —como consta en los documentos que forman parte del Archivo General de la Nación— su simpatía por el castrismo lo hizo acreedor a un expediente que fue abultándose con los años. “Recibe correspondencia de Cuba con el truco de depositarla en México y que no se conozca su verdadera procedencia”, se afirma en uno de esos papeles.
Hoy no me da pena confesar que yo era un fiel devoto del opio; es más, la idea de que un novelista visitara La Habana como si fuera La Meca cuadraba con las consignas que repetía como si fueran plegarias. Sin embargo, estaba absolutamente equivocado y atrasado en las noticias. Vargas Llosa ya había roto con el castrismo y, como era predecible, sus libros estaban prohibidos en Cuba. En este round, él me derrotó sin darle pelea y, además, tuvo que pasar un tiempo antes de que me convirtiera en un descreído y pudiera compartir su liberalismo. De nueva cuenta, Vargas Llosa fue uno de los autores definitivos para que hiciera mía la definición que aún me marca. Gracias a él, creo en la libertad y detesto cualquier intento autoritario.
Tercer round: el golpe que cambió la historia
En febrero de 1976, Vargas Llosa le dio un derechazo a García Márquez. Si este golpe nació por algo cercano a la novela Los genios (2023), de Jaime Bayly, es algo que pertenece al territorio de las habladurías; para mí, ese nocaut tiene un significado más profundo. El ojo morado del Gabo no sólo marcó el fin de una amistad que se reveló en Dos soledades (2021) o en García Márquez: historia de un deicidio (1971), pues de una u otra manera también señaló el fin del boom y el inicio de una ruptura que aún permanece.
En muchas ocasiones, las consecuencias políticas de ese golpe se miran de una manera simplona: Vargas Llosa se había vuelto un agente de “la derecha”, mientras que García Márquez se mantenía impoluto gracias a su fascinación por Fidel. ¿Quién puede dudarlo? Las dicotomías siempre son buenas en la medida que nos ahorran el trabajo de pensar. La división del mundo entre buenos y malos no llega muy lejos. En este sentido, el día que afirmó “La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la urss. No es Fidel Castro. México es la dictadura perfecta”, llegó mucho más lejos que sus críticos. Lo importante no era la coloratura política del gobernante, sino si un país era libre o no lo era.
Ese día, Vargas Llosa volvió a noquearme sin problemas y me dio una lección fundamental: lo importante es la libertad, lo definitivo es la distancia entre la letra y el cetro, lo indispensable es romper las cadenas. Lo demás es demagogia.+
