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Lo bello y lo inmortal

Lo bello y lo inmortal

22 de marzo de 2022

Brenda Ríos

Beauty lies in the eyes of the beholder (la belleza está en los ojos de quien mira) es una cita que se le atribuye a Platón. Me pareció leerla en alguna obra de Wilde, así que habría que comprobar de dónde viene, pero al final esto no tiene mayor importancia. Se convierte en frase hecha. Inamovible en la medida de que sirve de marco para decir algo: la belleza (tema) es algo subjetivo, variable, y pertenece a una visión única, personal. Por otro lado, existe una idea colectiva y cultural apropiada de distintas formas en lo que vemos bello, en lo armonioso, en el aspecto físico de los objetos y seres. Podríamos llamarle gracia también. No es sólo la belleza lo que nos rodea, también el aspecto social de lo que deberíamos hacer con ella: multiplicarla, poseerla, retenerla, alimentarla. No dejarla ir.

En 2004 se estrenaba en la televisión estadounidense uno de los reality shows más polémicos respecto del cambio de imagen de una persona. Aquí la apuesta iba por todo: no sólo el tipo de ropa, maquillaje o corte de pelo, sino de cirugía plástica. Se llamaba The Swan, alusión al cuento de Hans Christian Andersen, “El patito feo”: en teoría, las mujeres del reality eran feas hasta que se les revelaba “su verdadera belleza” por el bisturí. Diez años después del programa, algunas mujeres declararon qué tanto había afectado sus vidas haber formado parte de éste. Sin seguimiento terapéutico, muchas regresaron a un estado depresivo, de bipolaridad y dismorfia corporal. Otras se pronunciaron felices de cómo el programa cambió su vida y la visión de sí mismas.

Recientemente, me topo con otro reality; se trata de un equipo exitoso de Los Angeles que se dedica a los bienes raíces. Los dueños son los gemelos Oppenheim, y en su equipo trabajan sólo mujeres que se caracterizan por su extrema y cuidada belleza: los senos, las pestañas, las uñas, los traseros, el cabello, todo es artificial. Lo único natural en ellas son las líneas de la mano. A diferencia del estereotipo de la mujer “patito feo”, que sale transformada después de afrontar su fealdad y su milagrosa “curación”, este equipo de trabajo se consolida con mucho éxito confiando en la cualidad de lo bello para vender casas millonarias. Piernas largas, tacones altísimos, cabellos rubios con extensiones a la cintura, pestañas postizas, maquillaje, todo eso constituye el mayor “talento” de la empresa. La belleza garantiza negocios; es decir, capital. El cuerpo se convierte en un tipo de “servicio”, que se anuncia junto al catálogo de casas con alberca y vista a la ciudad. En Historia de la belleza, Umberto Eco cuenta los conceptos que han marcado en Occidente,la pauta para medir las cosas y a las personas, claro está: cómo esto determina la vida cultural de los pueblos, su evolución, sus obsesiones, su pérdida.

Humbert Humbert era un pervertido al enamorarse de Lolita, su hijastra. Y, claro, Lolita tenía el control que puede tener un niño sobre cualquier padre, con un extra: explota la culpa del pedófilo. En eso Nabokov acertó; su personaje central no es ese hombre de mediana edad que se enamora como un crío, sino el elemento del deseo, la niña de inocencia aparente, pero manipuladora. La quintaesencia femenina, quizá, la que logra vencer la inteligencia, el autocontrol, incluso el pudor burgués de ese hombre. El deseo lo hace perder. Y ella gana por knockout.

Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes.

Esa hipersexualidad en apariencia inocente es el fuego que alimenta la ilusión de la industria del entretenimiento: niñas-mujeres, mujeres infantilizadas y niñas convertidas en mujeres vampiros, seductoras, niñas categorías del porno.

El cuerpo de la niña-mujer se debate entre la precocidad y la preservación: las niñas cruzan el puente a la vida adulta demasiado rápido y llegando ahí se estancan, atando el tiempo tanto como sea posible, como eternas Dorian Gray, congeladas en la tersura de la piel que se resiste a dejar entrar la vejez. El puente del tiempo entre ser una adolescente lozana y una mujer mayor que se mira el cuerpo en declive resulta frágil y movedizo.

Se trata de algo que la industria de la belleza sabe bien y que explota sin escrúpulos, lo que siempre ha estado ahí: el miedo a la fealdad y a la vejez (como sinónimo natural). A que se note el paso de los años. El cuerpo quiere tener un poco más de tiempo, de lisura, de perfección. Porque nos dicen hasta el cansancio que sólo lo joven es bello y perfecto. Las mujeres mayores de 60 se vuelven invisibles e intocables; pertenecen a una especie de mundo sagrado, maternal, o cercano a la muerte, lejos del deseo y de la provocación sensual. En los últimos meses hemos visto en las pasarelas de festivales de cine a actrices mayores declarando una guerra suave, casi imperceptible: se dejaron de pintar el cabello y salieron con su tono gris. Lo natural es la trasgresión.

Vale la pena retomar esa descripción que Gabriela Wiener hace de sí misma en una crónica sobre su cuerpo, para reconocer lo que se teme: el tiempo y la gravedad. En Llamada perdida (Malpaso, 2015), la autora escribe:

La voz interior es siempre un recuento de catástrofes y barroquismos: mis dientes torcidos, mis rodillas negras, mis brazos gordos, mis pechos caídos, mis ojos pequeños clavados en dos bolsas de ojeras negras, mi nariz brillante y granujienta, mis pelos negros de bruja, mis gafas, mi incipiente joroba y mi incipiente papada, mis cicatrices, mis axilas peludas y abultadas, mi piel manchada, pecosa y lunareja, mis pequeñas manos negras con las uñas carcomidas, mi falta de cintura y curvas traseras, mi culo plano, mis cinco kilos de sobrepeso, los pelos hirsutos de mi pubis, el pelo de mi ano, los pezones grandes y marrones, mi abdomen descolgado y estriado. El tono de mi voz, mi aliento, el olor de mi vagina, mi sangre, mi fetidez. Y aún me falta hacerme vieja. Y descomponerme.

La visión del cuerpo propio es quizá un ejercicio que marca por un lado lo que nos hace diferentes o lo que nos hace estar vinculados con una comunidad: somos personas con nariz, ojos y manos. Y sin embargo, nos sentimos atraídos por la armonía de unos rasgos más que otros, por unos cuerpos más que otros. Pensemos en la vez que salimos sin prejuicios con el tipo gordo y, al llegar a la cita, no pudimos dejar de ver la tela estirada al máximo sobre la camisa, la papada dividida en tres capas de grasa; ahí terminan las ideas de que somos seres libres y de que vemos la belleza interior, la personalidad y toda esa porquería que nos venden al mismo tiempo que el rímel de Lancôme. Seamos bellos, usemos estos productos; seamos delgados, altos; seamos longevos, saludables; seamos buenos; aclarémonos la piel; duremos más. Necesitamos estar en el mundo más tiempo, de mejor manera y, de preferencia, no ofender a nadie con nuestra fealdad inevitable al hacernos mayores.

El cuerpo se vuelve fofo, pierde la lozanía. Algunas mujeres orientales engordan a propósito, porque la piel estirada con los kilos extra les da esa tersura que se pierde en la delgadez. Conceptos de belleza. ¿Puede una mujer con un cuello estirado con aros al extremo de la deformidad en Tailandia representar un estándar de belleza? Sí, mientras se trate de un elemento único: la exotización de esa belleza, lo extraño, lo fuera de la norma.

Un cineasta provocador, el sueco Roy Andersson, ama retratar a personas mayores y obesas, al borde de la cama, desnudas (Canciones del segundo piso, 2000). Ahí detiene la cámara. Lo suficiente para incomodar, para hacer notar ese cuerpo-otro, lejos de la publicidad, de la lozanía, de la salud que rebosan las modelos en bikini en una playa italiana cerca de un yate, vendiendo un perfume. Sin glamour, la cámara se vuelve espejo del cuerpo futuro; el fantasma de las navidades por venir: grotesco y, sin embargo, natural. Quizá por eso mismo resulta doloroso. Ocurre lo contrario al ver un anuncio de gente joven: ni siquiera de jóvenes fuimos tan bellos. No importa si reconocemos en la publicidad la ficción, los trucos; la idea es que no todos los jóvenes son bellos. No es suficiente. Pero ver un cuerpo viejo, más cerca del final, en el túnel del tiempo… ahí sí entramos en pánico. Seres predecibles: el tiempo corre y el cuerpo pesa; se vuelve una masa a veces informe, a veces con apariencia de mujer o de hombre, o un cuerpo nadamás, que se viste y sale, ocupa su espacio en el transporte público, en una oficina, en una banca del parque.

¿De qué tenemos miedo las mujeres al envejecer? ¿De vernos mayores?, ¿de la cercanía lógica de la muerte?, ¿o acaso de la otra muerte: la invisibilidad? El cuerpo femenino sigue cuestionando su existencia a través de la mirada del otro, la mirada que significa, sostiene y da sentido. ¿Puede un cuerpo mayor existir sin el deseo? ¿El cuerpo ajado, con estrías y rollos de grasa puede considerarse erotizable? Recuerda cuerpo cuánto te amaron, reza el famoso poema de Cavafis, quien se refiere a su joven amante. El amante mayor no merece ya el deseo. Eso forma parte del pasado. Como bien dice J. M. Coetzee en Desgracia: el amor sólo es celebrado cuando se trata de los jóvenes. No en los viejos; ni eso merecen. Los viejos que se enamoran son ridículos. No se trata sólo de la belleza, sino de que la juventud promete inmortalidad, amor, concupiscencia, los dones divinos. Qué tragedia es el tiempo que no perdona y aplasta. Y el final resulta el mismo: el cuerpo se descompone y desaparece.+