Sobre expediciones y libros desordenados

Sobre expediciones y libros desordenados

11 de abril 2023

Por Mariana Aguilar Mejía

I
Cada persona tiene una relación singular con lo inexplicable. Para el mundo occidental, la diosa Fortuna era una mujer con los ojos vendados (porque no veía a quiénes repartía sus dones), que apenas se sostenía de pie sobre una esfera (muestra de su condición inestable). Ella tenía el poder de conceder buena o mala suerte, y su actuar caprichoso generaba temor y deseo a partes iguales. De ahí proviene el símbolo de la rueda de la fortuna: el azar que salpimienta toda vida humana.

Otra manera de explicar los golpes de suerte para el universo grecorromano era a través de la diosa Ocasión. Se trataba de una mujer hermosa, pero calva de la nuca y con cabello alrededor de la frente. Con esto, los antiguos querían asentar que las oportunidades se toman con decisión cuando vienen de frente, porque, una vez que pasan, ya no podemos recuperarlas ni siquiera de los cabellos. En el Quijote se narra cómo Sancho Panza “toma la ocasión por la melena”, cuando los duques le ofrecen el gobierno de la ínsula Barataria. En efecto: la suerte no funciona si no cae en alguien dispuesto a aventurarse.

Pero ¿qué pasa cuando buscamos algo y no resulta lo que esperábamos? Casi siempre ese error de cálculo nos fastidia durante un rato; eventualmente aceptamos el absurdo de las normas o nuestra propia ingenuidad y continuamos. Sin embargo, como un destello, a veces se revela otra posibilidad: el descubrimiento al que llegamos sin proponérnoslo.

Esta irritación inicial de ver frustradas sus expectativas le sucede al protagonista de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, una novela que pone a prueba la adaptabilidad de los lectores más versátiles. La historia comienza cuando el Lector compra aquel libro y se da cuenta de que hay un error de encuadernación: los pliegos del volumen se repiten y no puede seguir con una historia que lo tenía totalmente enganchado:

Lo que más te exaspera es encontrarte a merced de lo fortuito, de lo aleatorio, de los probabilístico, en las cosas y en las acciones humanas, el descuido, la aproximación, la imprecisión tuya o ajena. En estos casos, la pasión que te domina es la impaciencia de borrar los efectos perturbadores de esa arbitrariedad o distracción, de restablecer el curso regular de los acontecimientos.

Cuando el Lector reclama en la librería, el dueño le explica que la editorial ha decidido retirar ese tiraje, pues, además, en la imprenta confundieron dos novelas. Todo este asunto resulta una molestia hasta que aparece la Lectora: una chica en la misma situación, con la que el Lector iniciará una búsqueda cada vez más desconcertante, porque las novelas que ambos comienzan nunca están completas. La serendipia se va tramando así. La pesquisa literaria se convierte en la oportunidad de conocer a Ludmilla. Y no hay nada tan afortunado como el encuentro con el territorio inexplorado y fascinante que es la persona de la que nos enamoramos.

Puedes salir de la librería contento, hombre que creías terminada la época en la que uno puede esperar algo de la vida. Llevas contigo dos expectativas distintas y ambas prometen días de gratas esperanzas: la expectativa contenida en el libro ―de una lectura que estás impaciente por reanudar― y la expectativa contenida en ese número de teléfono…

En un relato sencillo y profundo, El cuento de la isla desconocida, José Saramago presenta a un hombre dispuesto a encontrar una tierra todavía sin descubrir, “simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida”. Para esto, acude al rey y le pide una embarcación. El rey por fin acepta entregarle una carabela al hombre, no sin antes advertirle que no le dará una tripulación. Toda la negociación sucede mientras la mujer encargada de la limpieza del palacio (que fue quien le abrió la puerta al hombre) escucha y, sin pronunciar palabra, toma la decisión de seguir al viajero.

Cuando la mujer de la limpieza y el hombre en busca de la isla desconocida se asocian para echar a andar el barco y se enfrentan con que nadie quiere enlistarse en su expedición, se desaniman, pero no renuncian a la aventura: sólo se van a dormir a las literas del fondo del barco, uno a babor, la otra a estribor. El vaivén los arrulla y el hombre sueña que nacen árboles en la cubierta del barco: “Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas”. Precisamente, el movimiento del mar provoca que ambos personajes despierten abrazados, elijan vivir ahí y declaren que una carabela puede ser una isla desconocida.

II
Además de la ficción, en la vida casi nunca llegamos a conclusiones por la vía que esperamos en un principio. Las variables y condiciones que pretendemos manipular se atoran en todos los ámbitos, y es necesario tomar un descanso para expandir la mirada. Sin unos anteojos distintos (más certeros o hechos para modular el exceso de luz), no se accede a la respuesta, la serendipia o el conocimiento.

La poesía hace eso inesperadamente: ofrece destellos. Quienes no somos tan ordenadas, abrimos los poemarios por la mitad; pasamos las páginas hasta que un título parece convocarnos, y, al final de una estrofa, descubrimos las palabras que no sabíamos que necesitábamos. La ternura de Gabriela Mistral. La voluntad de aceptación de Esther Seligson. La exploración luminosa de los sentimientos de Claudia Masin. En la poesía me sorprende lo que antes de ese verso no sabía o aquello que intuía bastante a ciegas.
Las lecturas que nos hacen ser quienes somos casi nunca obedecen a un plan de estudios o a una lista de recomendaciones universal. Los hallazgos literarios más personales suceden descuidadamente, cuando tenemos tiempo de vagar por una biblioteca. Basta con soltar la curiosidad y los sentidos y seguirlos por las estanterías. Algo ocurrirá.

En un ámbito aparentemente opuesto a la poesía, Pierre Joliot, científico dedicado a la bioquímica (además de nieto de Marie y Pierre Curie), escribió un ensayo llamado La investigación apasionada. Éste consiste en una defensa de la investigación fundamental, es decir, aquella que busca ampliar el conocimiento y la comprensión de un fenómeno. Joliot considera que el mayor peligro para los investigadores de esta época es pensar que ya no existe nada por descubrir.

El científico enlista las circunstancias que inhiben la creatividad y, por lo tanto, los descubrimientos: “La carrera desenfrenada, a corto plazo, hacia una eficacia, una competitividad y una rentabilidad cada vez mayores”. Frente a estas prácticas opresivas, Pierre Joliot propone que la creatividad se convierta en un ejercicio constante, modesto, pero sostenido. Ante el exceso de eficiencia y el atiborramiento de información: expresar la originalidad que llevamos dentro.

III.
¿Y si emprendemos una expedición diaria hacia nuestra propia creatividad? ¿Si buscamos las conexiones sutiles entre nosotros y quienes nos rodean? ¿Si, cuando vemos la ocasión, la tomamos de frente? No existen recetas para las serendipias, pero sí algunas consideraciones para reconocerlas cuando se nos presentan.

  1. La serendipia no siempre es un acontecimiento que revoluciona todo lo que conocemos. Existen descubrimientos sencillos y relevantes. A veces la serendipia consiste en dejar que surja una idea o un sentimiento; otras veces es sólo la decisión de cambiar de anteojos.
  2. Compartir la búsqueda posibilita el hallazgo. Hay que cohabitar las islas desconocidas no sólo a través de la solidaridad, sino también de la crítica.
  3. Los libros mal impresos, las conversaciones, los poemas y los científicos apasionados tienen más en común de lo que alcanzamos a ver. Entre más relaciones tejamos entre todo lo que existe, más revelaciones aparecerán en nuestro camino. +