
Todo es ahora: un recorrido literario por las sendas de Japón

Este camino / nadie ya lo recorre / salvo el crepúsculo.
Matsuo Bashō
Así: cada tiempo es diferente; cada lugar es distinto y todos son el mismo, son lo mismo. Todo es ahora.
Octavio Paz
Tierno sauz / casi oro, casi ámbar, / casi luz…
José Juan Tablada
Hechos de aire / entre pinos y rocas / brota el poema. Octavio Paz
Japón, otra imagen del hombre, otra posibilidad de ser
Para Roland Barthes, Japón es El imperio de los signos (Seix Barral, 2007). Al inicio de dicho libro, nos deja una advertencia encomiable, casi una declaración de principios: “yo soy allí un lector, no un visitante”. No se trata de una descripción, ni de un recorrido etnográfico. No se enfrenta a una realidad, sino a sus símbolos —o mejor aún, a sus semblantes, como los llamaría más tarde Lacan.
En cambio, el objetivo de Amélie Nothomb —nacida en la ciudad de Kobe— siempre fue convertirse en una verdadera japonesa, como lo describe en Japón eterno (Anagrama, 2024). Su escritura parece guiada por esa obsesión, insuflada por ella. Y afirma que uno de los principios de la literatura se asemeja al concepto de los torii, esas puertas japonesas que aparecen en medio de plazas, caminos o a la entrada de los santuarios, delimitando lo sagrado. Son estructuras que no conducen a un recinto, sino a una frontera simbólica: el umbral entre lo secular y lo sagrado, entre lo visible y lo invisible. “El lugar donde se deja atrás lo cotidiano, para adentrarnos en ese mundo paralelo de la literatura”.
Nothomb nos guía a través de los ritos, creencias y códigos de un país que parece habitar una paradoja: los templos ancestrales conviven con imponentes rascacielos de cristal, el silencio ritual con el estrépito digital, la sombra esencial con la iluminación artificial. Sin embargo, esa tensión no colapsa: se convierte en sistema. Japón es también una nación donde la lectura tiene un peso específico, donde los jóvenes consumen con la misma naturalidad manga y poesía, y donde el Genji Monogatari —una de las novelas más antiguas y extensas de la historia— coexiste con esa forma de escritura en la que la belleza se cifra en brevísimas líneas, y el silencio pesa más que la palabra: el haiku.
Al respecto, Octavio Paz escribió que el poema “nos abre las puertas del satori: el sentido y la falta de sentido, vida y muerte, coexisten”. De hecho, en su poema-homenaje Bashô-an, Paz cifra lo esencial en lo mínimo: esa condensación exacta y radical que define al haiku:
El mundo cabe
en diecisiete sílabas:
tú en esta choza.
(…)
Eso que digo
son apenas tres líneas:
choza de sílabas.
En esta mínima arquitectura verbal se revela algo más que una mera construcción poética. En Japón, más que un simple género, el poema es una forma de conocimiento.
Sin embargo, no todo en Japón es perfección poética ni pulcritud ceremonial. Existe allí una estética que desafía esa obsesión: ve en la imperfección, en la asimetría y en lo inacabado no un defecto, sino una forma más profunda —y más verdadera— de belleza. Wabi-sabi: la grieta como símbolo, lo erosionado como testimonio, lo irrepetible como forma de autenticidad. La imperfección no se corrige: se honra.
Tanizaki, en su ensayo El elogio de la sombra (Satori, 2020), lo formula con lucidez: “Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes”.
Lo que para Occidente es falta de luz, para Tanizaki es la condición misma de lo bello. Describe la estética de las sombras, de las superficies gastadas, de los rincones velados por el tiempo, en la que lo imperfecto y lo erosionado adquieren una profundidad que la superficie lisa y brillante jamás podrá alcanzar.
Pero el wabi-sabi no parece limitarse a la aceptación de lo imperfecto. Es también un reconocimiento de lo efímero, un suspiro resignado ante la inevitabilidad del paso del tiempo. Esta sensibilidad es esencial para comprender mono no aware, esa tristeza sutil que se experimenta al percibir la impermanencia de todas las cosas.
Kawabata, en Lo bello y lo triste (Austral, 2021) escribe: “El tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”.
Sus personajes viven en un mundo donde cada encuentro es una despedida potencial. Es la herida abierta del tiempo, la certeza de que aquello que amamos tarde o temprano desaparecerá.
En La casa de las bellas durmientes (Austral, 2013), una obra excepcional en su apacible crueldad, los ancianos que visitan la posada se enfrentan a una versión más perturbadora de esta melancolía. Las jóvenes dormidas que yacen a su lado son como espectros: perfectas en su quietud, ajenas al paso del tiempo que devora lentamente a los hombres que las contemplan. Esos cuerpos intactos son un recordatorio atroz de lo perdido, del deseo que sobrevive al cuerpo que ya no puede sostenerlo.
Si mono no aware es la aceptación de lo efímero y wabi-sabi el aprecio por lo imperfecto, el kintsugi es el acto de convertir las cicatrices en el centro. Es el arte de reparar lo roto con oro, de transformar las heridas, de darles un nuevo sentido que no oculta el daño, sino que lo convierte en parte esencial de la historia.
Kenzaburō Ōe escribió: “Me hice escritor para reflejar el dolor de un pez. Y hoy me siento, sobre todo, un profesional de la expresión del dolor humano, al que persigo mostrar con la mayor precisión posible”.
En su novela Una cuestión personal (Anagrama, 1989), el protagonista, Bird, enfrenta una crisis devastadora: su hijo nace con una discapacidad cerebral. Es un golpe que desmantela cualquier idea de futuro, que lo arrastra hacia el abismo de la negación y el desprecio de sí mismo. Pero a lo largo de la novela, Bird deja de huir. Empieza a comprender que su hijo es más que un accidente trágico: es una parte inseparable de su existencia. Su destino ya no puede ser postergado.
Porque la historia, inevitablemente, se quiebra. Nunca se repara del todo. Cada herida permanece. Se adhiere. Se convierte en sustancia.
Mujō es la certeza de que nada permanece, la evidencia brutal de que todo lo que amamos, y somos, está destinado a desaparecer. Es la impermanencia no como idea o metáfora, sino como decreto.
En las obras de Yukio Mishima, mujō adquiere una forma exquisita: no es sólo conciencia del tiempo, es su teatralización. Su obsesión con el cuerpo, la forma y la belleza no parecía una celebración vital, sino un intento desesperado por delimitar lo que comienza a desvanecerse. “El sufrimiento verdadero llega siempre paulatinamente”, escribió.
Osamu Dazai, en cambio, no embellece la caída: la narra desde el interior. En Indigno de ser humano (Satori, 2024), el tiempo no transcurre: consume. Su protagonista no se opone al derrumbe: “En mi existencia ya no existe la felicidad o el sufrimiento. Todo pasa. Esa es la única verdad en toda mi vida, transcurrida en el interminable infierno de la sociedad humana. Todo pasa. No hay consuelo ni redención”.
Quizá exista también aquí una forma de advertencia. No sólo un destino al que aspirar, sino ese espejo —algunas veces incómodo, otras revelador— que nos devuelve otra posibilidad de ser. En sus fracturas resplandece una belleza que Occidente insiste en empaquetar, exportar y promocionar: wabi-sabi para la decoración del hogar, haikus para calmar la ansiedad, kintsugi en tazas de diseño. Pero en su literatura, la imperfección no se corrige: se honra. El dolor no se supera: se escribe. Aquí no hay moraleja ni consuelo. Todo es ahora.+
