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Un goce impuro, la amistad masculina. Sobre la puesta en escena de “Arte”, de Yasmina Reza, dirigida por Cristian Magaloni

Un goce impuro, la amistad masculina. Sobre la puesta en escena de “Arte”, de Yasmina Reza, dirigida por Cristian Magaloni

Lo Hiancia Pez

En realidad, ya no soporto ningún discurso racional, todo lo que ha hecho que el mundo sea el mundo, todo lo que ha sido bello y grande en este mundo, no ha nacido nunca de un discurso racional. — Iván, en Arte (ed. Anagrama)

La dramaturga y actriz francesa Yasmina Reza (también novelista y cronista) suele enfocar acertadamente el carácter escénico a seguir en los montajes de las obras que escribe. La sencillez del argumento, casi minimalista de Arte (crisis de amistad cuando Sergio compra un cuadro, Marcos se indigna por ello e Iván intenta mediar) encamina necesariamente a una puesta centrada en actuaciones con eficacia expresiva y desempeño sólido para caracteres bien dibujados: presencias de amplitud emocional, no tanto profundidad psicológica pues se trata de personajes con arcos dramáticos uniformes, clasemedieros, melodramáticos, matices que rematan la construcción nítida de estos personajes.

El amarre de todo ello es el ritmo, vital para el puntuado de comedia de la obra impulsada por el nutridísimo intercambio verbal —monólogos incluidos— más parecido a las vencidas entre los tres hombres, amigos desde su primera juventud; ritmo que depende, como no podría ser de otra manera, del temple del director.

Por todo ello brilla el montaje de Arte —con funciones hasta el 21 de mayo de 2025 los miércoles a las 20:30 horas en el Teatro Libanés— dirigido por Cristian Magaloni y actuado con gran solvencia por Fernando Bonilla, Mauricio Isaac y Alfonso Borbolla, arropados por la escenografía de Jorge Ballina que, ciñéndose a la pedido por la autora, re-alza el espectáculo con un mecanismo que permite a los actores alternar entre sus departamentos.

La dramaturga proyecta una aguzada observación de la amistad masculina, haciendo encarnar en Marcos, Sergio e Iván las características proverbiales que la psicología básica o la experiencia cotidiana atribuyen a las relaciones entre hombres (¿solo heterosexuales?): poca mención de las emociones y mucha burla y rudeza en el trato para vehicular afectos; baja o nula exhibición de vulnerabilidad para enarbolar, en cambio, esgrimas verbales (placer en el insulto mutuo) y competencia de logros personales (económicos, deportivos, amorosos), haciendo del conflicto un atizador de la amistad silenciosa y constante; reconexión fácil tras pausas largas, etc.

Sergio ha adquirido un cuadro de Antrios, un pintor de culto, invirtiendo en esa compra casi todos sus ahorros; presume la acción a su mejor amigo, Marcos, quien hace explícito su enfado y denigra el cuadro (“es una mierda, lo siento”). Sergio defiende la sensibilidad contemporánea, Marcos repugna el esnobismo y denuncia ante Iván: “Sergio va a creerse que es un coleccionista”, y más grave aún, ya no ríe como antes “de las cosas correctas”. La forma de la risa es una constante en la primera parte de la obra. Marcos acusa de Sergio: “el reproche que yo le hago es el tono, la suficiencia. Le reprocho su falta de delicadeza” “y su risa pretenciosa” / “Carece de humor. Contigo [Iván], me río. Con él me quedo helado”.

Iván es el escucha de las acusaciones, también una conciencia incómoda (“No habrás tenido que llegar hasta hoy para descubrir que Marcos es un impulsivo”), incluso un correveidile y pésimo intermediario que termina por atraer hacia sí mismo los ataques (“Tú has creado las condiciones del conflicto”, ¡le culpa Marcos!). Desde los inicios de su amistad, Marcos y Sergio han tenido en Iván al noble patiño, al blandengue tercero en discordia que a manera de excipiente del gatopardismo diluye los efectos de las peleas para que todo siga como siempre, aunque en pago reciba ingratitud: su tolerancia “es el peor de los defectos”, le dice Sergio, “¡Deja ya de una vez de ser el gran reconciliador del género humano!”, le suelta por su parte Marcos.

Al trío le une la complementariedad de carácter y la confianza para estirar los márgenes de la amistad hasta cruzar hacia francos juegos de poder, sometimiento, dependencia emocional… Pero sus condiciones personales les han modificado. Sergio ha adquirido un cuadro y con él una nueva, forzada forma de ver que deja a Marcos fuera de campo. Atrincherado en su intolerancia, Marcos, motor dramático de Arte, no discute sobre arte sino por Sergio, de quien ha perdido algo y no es el sentido del humor sino el resorte de una risa compartida antaño. Lo que le duele —“Me hiere”— no es el aire chafa de connoisseur de arte de Sergio, sino el abandono emocional que esa deriva advenediza implica. Iván, especie de catalizador o decantador, es el referente de la estabilidad: no cambia, se adapta, acepta.

El cuadro de Antrios —lienzo blanco con tres líneas queloides cruzándole, igualmente blancas— opera como superficie de proyección: cada personaje ve en él lo que cuesta tanto (millones, literalmente) decir de frente. “A los amigos no hay que dejarlos solos porque si no se nos escapan”, afirma Marcos yéndose de la lengua como acostumbra —fiel a sí mismo— pues basta con la primera parte de su dicho, casi una condena: a los amigos no se les deja solos.