El mal fario del cometa: una historia verdadera, aunque nadie me crea
1 de septiembre 2022.
Por José Luis Trueba Lara
Vivíamos en Cananea y yo me aburría como ostión. La mina que a todos apantallaba ya sólo era parte del paisaje y la monotonía me pesaba más que la piedra que cargó el Pípila. Por fortuna, la astronomía llegó al rescate y por puro milagro me salvé de la tiricia, gracias a un extraño entretenimiento al que sólo podía competirle la vez que anuncié por radio la llegada de los extraterrestres.
El jelengue se inició el día que conocí a Antonio Sánchez, un astrónomo que se había ganado la fama de chiflado en Nogales. La vez que el mandamás de la Universidad Pedagógica Nacional le ofreció una chamba de profe, la declinó con toda la educación del mundo y le pidió que lo contratara como velador. La razón de su proceder resulta fácil de explicar: según él, lo mejor era que se quedara en la noche en el plantel. A esas horas nadie le daría lata para montar su telescopio y mirar para arriba. Después de un tiempín en este honroso trabajo, lo contrató el Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica para que se sumara al observatorio que se estaba montando en la Sierra de la Mariquita. Por eso mero fue que nos conocimos.
Toño tenía sus rarezas, pero era cuate. Se quedaba sin comer con tal de que su gato desayunara filete y, después de que se casó, hizo suyo un extraño sentido de la justicia: cuando íbamos a comprar libros y retachábamos a Cananea, siempre se detenía en la carnicería. Ahí los pesaba con todo cuidado y compraba una cantidad igual de carne. En fin, así era. Poco tiempo después, José de la Herrán se sumó al montaje del telescopio y ahí se desmecataron las rarezas.
Una mañana llegaron a la radio y, sin más ni más, De la Herrán me hizo una pregunta que me dejó patidifuso:
—¿No tiene por ahí un fierro de diez toneladas que me presente?
La pregunta era en serio y no tuve que pensarlo mucho para hallar una respuesta.
—Yo creo que sí —le contesté—, seguro que en el chatarrero de la mina hay un animalón de ese tamaño. Nomás un detalle menor: ¿tiene que pesar diez toneladas exactas?
—Ni un kilo más ni un kilo menos —me dijo don José.
—Pus ya la amolamos, ¿cómo le vamos a hacer para pesarlo?
El ingeniero De la Herrán me vio con cierta conmiseración y me soltó una explicación de primaria.
—En la báscula industrial pesamos el camión vacío, luego lo pesamos cargado y así sabemos si son diez toneladas exactas.
Después del ridículo, les conseguí lo que necesitaban y, sin acordarme de que la curiosidad mató al gato, les pregunté para qué querían el fierrote.
—Es para probar la grúa que cargará el espejo del telescopio del observatorio.
No necesitó decirme más: había caído redondito en el proyecto.
Después de que devolvieron los fierros, que metieron en un vaso de la fundición de tiempos de don Porfirio, retacharon a mi oficina y me dijeron que si les podía echar la mano de nueva cuenta.
—El camino al observatorio está medio mal y no pasa el camión con el espejo. ¿Nos ayudas con eso?
—Va —les dije.
Como se estaba construyendo una ampliación de la mina, se tenía equipo para eso y más. Le hablé al encargado de las obras y de inmediato se sumó al proyecto. Un par de meses después, el camino al observatorio estaba pavimentado y era idéntico a una Autobahn.
El día que subieron el espejo, me sumé a la comitiva. La mera verdad es que nomás aguanté media hora y abandoné mi puesto. El camión que lo cargaba iba tan lento como una letanía. Si el espejo —que tenía más de un metro de ancho y tantitos átomos de grosor de no sé qué metal reflejante— se les meneaba, el telescopio jamás funcionaría.
Lo que pasó ese día era un augurio, pero no le hice caso.
Cuando ya lo habían montado sobre una alberca de mercurio, me invitaron para que viera cómo lo alineaban con un láser. Al grito de “esto sí está bueno” me apersoné en la punta del cerro. Ahí estaba don José con un haz de luz verde. Por cierto, a esas alturas yo también había salido beneficiado de sus saberes: en un santiamén dejó a todo dar el transmisor de la radio y, de pilón, tenía un programa donde tocaba el piano y cantaba canciones de Agustín Lara. Esto puede sonar insólito, pero no lo era: casi adolescente, el ingeniero De la Herrán había montado el transmisor de la XEW y, de pilón, Agustín Lara —con María Félix al lado— le había enseñado a tocar el piano.
El caso es que el láser me gustó enormidades.
—Ingeniero —le pregunté con cara de serio—, ¿su láser puede cortar cualquier cosa?
—No, sólo sirve para alinear el espejo.
Ése fue el segundo vaticinio. No tenía ningún caso pedírselo prestado para jugar al leñador el fin de semana.
A pesar de los presagios, seguí adelante sin preocuparme por las consecuencias. Resulta que, en esos días, el cometa Halley iba a pasar por Cananea, y los astrónomos nos invitaron a verlo. Un ofrecimiento de ese tamaño no se podía dejar de lado. Yo fui con la Paty, y el ingeniero que construyó el camino cargó con toda su familia. Mientras subíamos el cerro, yo trataba de mostrar que era una autoridad en la materia: les conté la polémica de Carlos de Sigüenza y Góngora con el padre Kino y de pilón les resumí la parte más enjundiosa de la Libra astronómica; y, como el camino era largo, también me entretuve platicándoles el comienzo de Pueblo en vilo y les hice la reseña del librín que el Fondo de Cultura Económica había publicado sobre el mentado cometa. La plática, como debe de ser, incluyó una linda digresión sobre el tapiz de Bayeux y otras chuladas espaciales.
—Pero eso es pura historia —me dijo Toño, con tal de echarle mocos al atole.
Total que llegamos y, para honrar las tradiciones sonorenses, el inge caminero sacó de su pick-up un asador, un saco de carbón y unos tibones que se veían a todo dar.
—¿Y eso? —le preguntó Toño.
—Pus una carnita asada antes de verlo, ¿qué no?
Pus resultó que no. El tizne del asador podía fastidiar al multicitado espejo que estaba adentro del observatorio. Ni modo, había que esperar al Halley con la panza vacía. Sin embargo, las desgracias apenas comenzaban: como el fenómeno se vería hasta no sé qué horas de la noche, nos metieron al observatorio y nos asignaron recámaras para que nos durmiéramos un rato. Mala idea: hacía un frío de los mil demonios y no habían cobijas; como resultado de esto, la niña del inge caminero aullaba con la certeza de que se congelaba. Cuando le preguntamos si tenían calefacción, Toño nos dijo que no, pues el calorcito podía fastidiar al méndigo espejo.
Como a las dos de la mañana llegaron los astrónomos bailando la danza de los elfos.
El cometa ya se miraba. Salimos con las chinguiñas puestas y pusimos el ojo en los telescopios chiquitos que estaban afuera del observatorio. El grandote no jalaba para estos menesteres.
—¿Dónde está? —le pregunté a Toño.
—Ahí, en la parte de en medio —me contestó.
En el ombligo del telescopio apenas me miraba una nube muy chiquita, sin ningún chiste.
—¿Es la nubecita?
—Sí, ¿no te parece bellísimo el cometa?
La verdad es que no le contesté. Cuando amaneció regresamos a casa más helados que un hielo de jaibol.
Un par de meses más tarde, renuncié al trabajo en la mina y nos retachamos a Ciudad de México. En Cananea, los cometas no eran divertidos, tampoco presagiaban desgracias y nomás provocaban fríos encanijantes. En cambio, en la capirucha habían deportes extremos, como cruzar la doctores con un reloj de oro a medianoche, y no faltaban cosas para entretenerse sin tener que meterse entre las patas de la astronomía.