El cuarto de la plancha. Inma Chacón

El cuarto de la plancha. Inma Chacón

Inma Chacón

Editorial Contraluz | Hachette Livre

Ya no importa el dolor ni el fracaso;

por encima de humana contingencia,

los eleva su amorosa humildad,

que se derrama, repetida y distinta

en cada cosa, grande o pequeña,

como si un milagro nos la hiciera rosal

que deshojamos —y florece fragante cada aurora—

sin preguntar por qué todas las noches

ha de quedar desnudo y sin espinas.

Antonio Chacón Cuesta, 1965

  1. EL UMBRAL

Mi madre no tiene nombre. Solo se llama mamá, como todas las madres del mundo. Nunca se me habría ocurrido dirigirme a ella de otra manera; si acaso, a veces, cuando quiero mimarla o ser más cariñosa que de costumbre, le digo «mami», como me dice a mí mi hija pequeña, o mamina, como llaman a mi sobrina sus hijos casi italianos. No obstante, para mí, mi madre siempre ha sido mamá, como para miles de millones de personas. Sí, ya sé que no todo el mundo llama a su madre de la misma manera, hay otras variantes y otras lenguas, pero en todas ellas se produce el mismo fenómeno: tanto el concepto como el término que lo representa son unívocos e inequívocos; no hay polisemia ni sinonimia posibles, sino acepciones coloquiales como las que utilizo yo.

Sea cual sea el término elegido, una vez que una mujer se hace acreedora de llevarlo, se produce un cambio en su condición del que no hay vuelta atrás. No se puede dejar de ser madre, ni siquiera con la desaparición de un hijo se deja de serlo. La expresión «convertirse en madre» no es una forma de hablar. La transformación es real e implica cambios en casi todos los aspectos que nos definen, ya sean corporales, mentales, familiares, laborales o sociales. En ocasiones, hasta se nos identifica por este atributo, sobre todo en el colegio de nuestros hijos o cuando despuntan en algo.

 Es precisamente en ese momento, cuando dejamos de ser fulanita de tal o menganita de cual, para pasar a ser la madre de fulanita de tal o de menganita de cual, cuando empezamos a entender muchas cosas de nuestras madres que nunca se nos habían pasado por el pensamiento. Nos igualamos a ellas. Ostentamos su título. Su responsabilidad. Su instinto de protección animal. Nos colocamos en el mismo umbral de la vida, del que todo parte.

No creo que haya ninguna emoción que supere a la de una recién parida cuando conoce a su hijo. Cuando le cuenta los deditos de las manos y los pies. La primera vez que el bebé le busca el pezón como un animalillo indefenso, o se aferra a su dedo meñique como si supiera que nunca podrá encontrar un lugar más seguro en el mundo.

Casi siempre que una embarazada habla de su miedo al parto yo suelo decirle las mismas palabras.

—¡No sabes la envidia que me das! ¡Vas a vivir el momento más feliz de tu vida!

Y no se lo digo por decir. Estoy completamente segura. He hecho la prueba. He preguntado a decenas de mujeres, y todas las que han sido madres me han dado la misma respuesta. Después, cada vida y cada experiencia toman caminos dispares, pero ese momento, el momento en que se conoce a un hijo, no puede superarse. Igualarse sí, cuando nace el siguiente y, si nace otro más, el otro, y el otro. Me atrevería a decir que se trata de una emoción universal, pero solo puede entenderla quien la haya sentido, nadie más.

Supongo que habrá excepciones, ¿en qué no las hay?, y, por supuesto, si las cosas no salen bien, estoy segura de que no habrá dolor más terrible, un dolor que solo puede entender quien lo haya vivido.

El dolor de una madre no puede medirse, no hay magnitud que lo abarque. Únicamente otra madre con idéntico daño puede ponerse en su piel. Nadie más.

Por otro lado, de la misma manera que no se puede dejar de ser madre, no se puede dejar de ser hijo y no se puede dejar de ser padre. Es cierto que en el último caso hay hombres que delegan o rechazan algunas responsabilidades —con muchísima menos frecuencia también sucede entre las mujeres—, pero no cambia el hecho que produjo el cambio: la conversión en padre o madre es irreversible.

Parecen una perogrullada estas reflexiones, y probablemente lo sean, pero creo necesario advertir que, en El cuarto de la plancha, mi madre siempre será mi madre, sin nombre y sin apellidos. No podría citarla de otra forma.

Por la misma razón, mi padre siempre será mi padre.

Mi padre y mi madre. Papá y mamá. No hace falta más. No hay duda posible de a quién me estoy refiriendo.

Es más, para evitar posibles agravios comparativos con la verdadera protagonista de este libro, no aparecerá ningún nombre propio en ninguna de sus páginas. Haré una excepción con el nombre de alguna ciudad y con los de algunos personajes relevantes, porque la cita me parece obligada en determinados casos, y en otros porque considero que aporta mayor significado al relato.

La forma de referirme a mi hermana gemela también será una excepción: no la citaré por su nombre, pero sí la identificaré por nuestra condición de gemelas. Por un lado, porque fue una relación completamente diferente a la del resto de las personas con las que he convivido, y por otro, porque la perdí de repente cuando teníamos cuarenta y nueve años, y tuve que aprender a vivir otra vez, como le sucedió a mi madre con la pérdida de mi padre, cuando él tenía cuarenta y cinco, casi la misma edad de mi hermana.

Al igual que con el vínculo de la paternidad y el de la maternidad, no hay analogía posible con un gemelo. Y aquí también me atrevo a asegurar que se trata de un sentimiento universal que, en toda su plenitud, no podrá entender más que otro gemelo, aunque las personas que viven o han vivido muy cerca de ellos puedan aproximarse en cierta medida. Ni siquiera los mellizos pueden comprender lo que sucede entre dos gemelos idénticos.

Mi madre solía decir: «Son ellas dos, y el resto del mundo». Y era cierto. No he conocido relación más diferente ni más generosa.

Es un sentimiento que no se puede explicar; sin embargo, este libro no pretende centrarse en nosotras ni en nuestra memoria, sino en la vida y la memoria de mi madre, a quien he tenido la fortuna de poder acompañar en sus últimos años, con su miedo a la muerte, a la soledad y a lo desconocido, sus recuerdos, sus olvidos, su ternura, su capacidad de amar y la seguridad de que se encuentra a las puertas de lo irremediable.

Sí, mi madre es el origen de estas páginas, sin nombre ni apellidos, pero con un artículo posesivo que le confiere a nuestra relación el nexo de pertenencia más fuerte de todos los que puedan existir. Mi madre es mía. Es más, la relación que nos une es absolutamente excluyente. Es solo mía. Es cierto que parió también a mis hermanos, incluso yo crecí en su vientre con mi gemela, cosa de la que presumo a la menor ocasión, pero nunca digo «nuestra madre», sino «mi madre», mía, por mucho que también lo sea de otros ocho hijos más.

Sucede lo mismo a la inversa. La relación madre-hija se define precisamente por esa univocidad. La famosa frase «madre no hay más que una» tampoco es una frase vacía. Mención aparte merecerían, desde luego, los casos de adopciones —madre adoptiva y madre biológica— y las de parejas homosexuales femeninas —madre una y madre dos—. Necesitaría reflexionarlo para poder desarrollarlo, y no tendría sentido en este contexto, pero yo diría que se cumple la misma pauta: dos madres únicas o dos únicas madres.

Yo me fui a vivir con la mía hace un par de años porque la notaba muy triste y lloraba sin razón aparente, como si estuviera deprimida. Después supimos que lloraba porque había sufrido pequeños derrames cerebrales que le afectaron a la parte frontal del cerebro, donde se segrega la serotonina, la hormona que produce la sensación de felicidad. No estaba deprimida, sino empezando un proceso degenerativo que, unido a las lógicas consecuencias de sus años, le iría mermando la memoria y la capacidad de concentrarse.

Fue entonces cuando decidí escribir las anécdotas que empezó a repetirnos, sin darse cuenta de que las habíamos escuchado muchas veces y, para mi sorpresa, también algunas completamente nuevas para mí.

Un tesoro que quise guardar para poder escuchar su voz siempre que quiera.