Artistas, no musas. Las mujeres surrealistas
“El arte es un viaje interior en el que descubrimos quiénes somos y qué significamos”.
Remedios Varo
Luego de la Primera Guerra Mundial y en los albores de la Segunda, artistas y escritores se preguntaron si el arte podría encontrar belleza y significado en lo irracional, pues el orden y el progreso no habían resultado suficientes para evitar que el mundo estuviera al borde de la destrucción. Europa enfrentaba una sensación de pérdida total; la fe en la razón y las instituciones que se había mantenido durante buena parte del siglo xix se desmoronó.
Como una rebelión contra la razón y las estructuras, nació el surrealismo, un movimiento en el que el deseo se erigía sin limitaciones y daba cabida a los sueños, a lo imposible y a la exploración del inconsciente. André Breton, el poeta y crítico que publicó el Manifiesto del surrealismo en 1924, sostuvo que mediante éste se podía unir el mundo de los sueños y la fantasía al mundo racional, creando “una realidad absoluta, una surrealidad”.
Esta apertura, que contrastaba con la rigidez del realismo, atrajo a las mujeres artistas, quienes tuvieron que luchar por un lugar en el movimiento, que solía reificarlas: aunque eran admiradas como musas y compañeras, se enfrentaron a un entorno dominado por hombres que controlaban los discursos y las representaciones.
Mujeres del surrealismo: entre sueños, magia y rebelión
Cuando Whitney Chadwick entrevistó a Roland Penrose, esposo de la fotógrafa Lee Miller, éste le dijo que las mujeres habían sido muy importantes para los surrealistas “porque eran nuestras musas”. Poco después, Chadwick preguntó a Leonora Carrington su opinión sobre la musa surrealista y la artista contestó que se trataba de una tontería: “No tenía tiempo para ser la musa de nadie… Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista”.
Del mismo modo que Penrose, André Breton, Max Ernst y Salvador Dalí consideraban que las mujeres sólo podían servir de objetos de inspiración para los artistas. Si alguna intentaba subvertir el papel asignado, resultaba excluida del campo, como casi sucedió con la pintora Françoise Gilot, a quien Picasso (su pareja por más de una década) puso en la lista negra de las galerías tras su separación, de acuerdo con Lydia Figes. Por este tipo de represalias no sorprende que las mujeres que se adhirieron al surrealismo decidieran abrir un camino aparte.
Mientras la mirada masculina en el surrealismo se dedicó a exaltar el erotismo de los cuerpos de las mujeres, las artistas se preocuparon por mostrar “la liberación y la opresión, la imaginación y la transformación, así como cualidades mágicas y sensuales en su obra”, afirma Katy Hessel en su libro The story of art without men. Gracias al trabajo artístico de las mujeres, a partir de la década de los treinta, el collage, la pintura, la fotografía, la escultura y el fotomontaje se vieron impulsados de forma más radical.
Una visionaria que transformó el arte
La pintora danesa Rita Kernn-Larsen llegó a París un lustro después de la publicación del Manifiesto del surrealismo. Fue en la capital francesa y en Londres donde sus obras se exhibieron en las principales exposiciones surrealistas durante la década de 1930; al mismo tiempo, ilustró publicaciones como dedicadas a la política como Politikens Søndagsmagasin y Social-Demokraten.
Tras conocer su trabajo, Peggy Guggenheim, la coleccionista de arte estadounidense, le ofreció una exhibición individual llamada Exposición de pinturas surrealistas de Rita Kernn-Larsen, que se presentó del 31 de mayo al 18 de junio de 1938 en la Galería Guggenheim Jeune, en Londres, donde permaneció cuando inició la guerra. Esta muestra de Kernn-Larsen fue la primera de corte surrealista que apoyó Guggenheim.
Kernn-Larsen empleó el automatismo para originar su obra, que explora temas como la memoria y el sueño, y en la que son recurrentes elementos como el espejo y la mujer representada como figura arbórea.
El ojo que ilumina
Una de las artistas más influyentes en este movimiento fue Henriette Théodora Markovitch, mejor conocida como Dora Maar, quien destacó especialmente en la fotografía y el fotomontaje, los cuales solía nutrir con ilustraciones hechas a mano.
De su trabajo publicitario sobresalen las yuxtaposiciones, así como la forma en que empleaba la luz y la sombra. The years lie in wait for you es quizá uno de sus fotomontajes más destacados. En él se observa un retrato de su amiga, la poeta surrealista Nusch Éluard, con una telaraña que se superpone en su rostro. Esta obra sirvió como publicidad para una crema antienvejecimiento.
Su filiación izquierdista la movió a recorrer los espacios periféricos de París, Londres y Barcelona, donde fotografió a personas en circunstancias desesperadas, pero también a vendedoras del mercado de la Boquería, a un hombre que tenía la cabeza dentro de una alcantarilla o a un niño parado de manos, pues para Maar lo extraordinario estaba en lo cotidiano.
Narradora visual de lo insólito
Desde su infancia, la fotografía estuvo presente en la vida de Lee Miller (su padre era un fotógrafo aficionado). En 1927, en Nueva York, conoció al editor Condé Nast, hecho que trajo consigo la primera oportunidad de Miller en el mundo de la moda: el artista Georges Lepape la dibujó, y el rostro de la joven se convirtió en la portada de la revista Vogue el 15 de marzo del mismo año.
En 1928, Miller decidió dedicarse a la fotografía y se mudó a París, ciudad en la que trabajó como asistente de estudio de Man Ray y donde contribuyó a la invención de la “solarización”, una técnica fotográfica que consiste en exponer a la luz imágenes sin revelar para crear un efecto semejante a un halo. Esta técnica impactó tanto en el surrealismo como en la fotografía en general.
Miller también atestiguó la Segunda Guerra Mundial, fotografiando para Vogue los horrores del conflicto desde una óptica surrealista, pues mezclaba lo irracional y lo absurdo con la cruda realidad. En sus imágenes, el trauma de la guerra se convirtió en una reflexión visual sobre la naturaleza humana.
Un vínculo entre la naturaleza y la fantasía
A Eileen Agar la atraía la alquimia que se genera “cuando se colocan dos objetos individuales, uno al lado del otro, y sus historias yuxtapuestas”. Mediante su obra, ligada estrechamente a la naturaleza, Agar tendió un puente entre el mundo orgánico y el surrealista.
Formó parte de un grupo de mujeres vinculado al surrealismo, entre las que estaban Leonora Carrington, Ithell Colquhoun y Sheila Legge, quienes, como Agar, vieron en este movimiento la posibilidad de imaginar mundos en los que los límites del género fluían y los yugos de la sociedad patriarcal tenían menos rigor.
Objeto marino (1939), una de sus obras más sobresalientes, se originó de una forma muy curiosa: un día, al observar a un grupo de pescadores en Francia, se percató de que en sus redes había algo atorado en ellas y les preguntó si podía quedárselo. El objeto en cuestión resultó ser un ánfora griega de dos mil años de antigüedad. El cuerno de carnero que también forma parte de la pieza lo encontró en una caminata en Cumberland, una región al noroeste de Inglaterra.
La magia en el lenguaje visual
- Leonora Carrington tenía 19 años cuando visitó la Primera Exposición Surrealista Internacional en las New Burlington Galleries. Bastó un par de años para que la artista nacida en Inglaterra presentara su obra en la misma exposición que la acercó al movimiento, y para que publicara sus primeros cuentos surrealistas en el libro La maison de la peur, ilustrado por Max Ernst.
Interesada en la magia, la alquimia y los roles de género por igual, Carrington utilizó el surrealismo para explorar la espiritualidad y los sueños como medios de resistencia frente a las normas sociales y las opresiones de su tiempo. En sus obras, las cuales desafían la lógica convencional, transformó lo irracional en una herramienta de liberación; además, en ellas exploró el mundo de los sueños y el subconsciente. Después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Carrington se refugió en México, donde permaneció hasta su muerte en 2011.
La rebelión del sueño y el cuerpo
Cuando Leonor Fini llegó a París, rechazó la condición de musa que Breton había asignado a las mujeres en el surrealismo. Subversiva como era, también se negó a ser encasillada dentro de lo femenino y lo masculino; para ella “la identidad variaba continuamente”, pues dependía de la imaginación. Creó un universo pictórico lleno de erotismo y teatralidad protagonizado por seres mitológicos, autorretratos, gatos.
Su primera exposición individual fue en la Galería Bonjean, dirigida por el diseñador Christian Dior entre 1928 y 1931. Al respecto, cabe mencionar que en la pasarela de alta costura de la Semana de la Moda de París, en 2018, la colección que presentó la firma Dior estuvo inspirada en la obra de Fini.
Una arquitectura del misterio
Otras artistas, como Dorothea Tanning, que incursionó en la pintura, la escultura, el diseño de vestuario, la escritura, y que, a decir de Manuel Borja-Villel, usó la autorrepresentación como forma de emancipación, o como Meret Oppenheim, ampliaron los límites del arte surrealista con obras que abordaban la sexualidad femenina y los sueños desde una óptica provocadora e innovadora. Gertrude Abercrombie, influenciada por el jazz y la soledad, representaba espacios desolados y figuras enigmáticas que parecían atrapadas entre la realidad y el sueño. Estas mujeres ―cada una desde su experiencia y estilo― compartieron la capacidad de transformar el surrealismo en un vehículo de liberación personal.
Mucho más que musas
Al poner el foco en lo irracional y lo oculto, el surrealismo permitió a las artistas construir un espacio desde el que cuestionaron las normas que las constreñían y en el que pudieron manifestar sus deseos, pero también sus miedos. La aportación de las mujeres al surrealismo también marcó el inicio de una conversación más amplia en torno a su papel en la historia del arte.
Las mujeres artistas no sólo crearon algunas de las obras más emblemáticas del movimiento, sino que también abrieron el camino para la exploración de la subjetividad femenina. Cada una transformó el surrealismo en un vehículo de liberación personal. Si bien el movimiento las rodeaba de hombres que a menudo las relegaban al rol de musas, ellas supieron convertirlo en un espacio donde podían cuestionar las normas patriarcales, expresar sus deseos y ansiedades, y reimaginar su lugar en el mundo. En sus manos, el surrealismo se tornó una revolución personal y política. +