Mis libros y mi biblioteca
12 de mayo de 2022
La sola posibilidad de tener una aventura “real” me llena de miedo. Es más, cuando alguien me pregunta en qué otra época me hubiera gustado vivir, lo único que se me ocurre responderle es “en ésta”. Visto con cierto cuidado, el pasado no necesariamente es un buen lugar para construir un hogar: las guerras, las hambrunas y las plagas sin medicamentos de a deveras —entre otras monadas— me resultan poco gratas. Y, para acabarla de amolar, el riesgo de ser un esclavo, un siervo o alguien que cae en manos del psicópata que tiene el poder me parece demasiado alto para que me anime a proponerme como la Laika de una máquina del tiempo. A pesar de esto, no creo que el presente sea el mejor de los tiempos. Hoy los horrores también están a la vuelta de cualquier esquina, pero hay algo que me fascina del ahora: mi biblioteca y las librerías que tienen muchísimos más títulos que los monasterios medievales o los tenderetes que se han montado desde la Antigüedad Clásica para ofrecer sus mercancías a los lectores.
A pesar de la orgía de palabras, tengo claro que mi colección de libros se vuelve poco menos que infinitesimal si la comparo con lo que se ha escrito y publicado, aunque muchas de esas obras se hayan perdido irremediablemente; también sé que está condenada al fracaso. No alcanzo a decidir si se parece a la Torre de Babel o si yo soy idéntico a Sísifo y jamás lograré ponerle el punto final a mis afanes. Por más libros que compre y por más que lea, mi biblioteca nunca tendrá las peculiaridades ni los ejemplares que anhelo. Así pues, aunque la derrota estaba anunciada desde que me contagié del mal del libro, confieso que soy el más feliz de todos los perdedores. Los ejemplares que he acumulado no sólo me permiten convocar a los muertos y a los lejanos, y su valor tampoco se reduce a que me dan la oportunidad de convertirme en un aventurero de sillón que sale de los peores lances con el cuerpo intacto.
Alguien medianamente cuerdo me diría que con aquellas virtudes debería bastarme y sobrarme para sentirme satisfecho: mis libros me dan la oportunidad de vivir experiencias que jamás viviré y, por si esto no fuera suficiente, me permiten sentarme a conversar en silencio con los creadores de historias. Sin embargo, creo que en mi biblioteca hay algo más, algo íntimo que se me revela sin máscaras: sus ejemplares están tatuados en mi piel y me han transformado. Yo soy lo que he leído y mis mutaciones podrían descubrirse en las obras que cambiaron mi rumbo. Los lectores pertinaces nos diluimos en el papel, y éste se transforma en nuestra alma. A estas alturas, no puedo saber dónde terminan mis libros y dónde comienzo yo.
La fusión de la carne y las palabras también me transformó en otro sentido: los libros me enseñaron cuál era mi lugar en el mundo. Gracias a ellos me descubrí heredero de sus autores y sé que no pertenezco a ningún país ni a ningún credo. Apenas soy un humano que se asume ciudadano del planeta. La palabra apenas no es casual, cada una de sus letras revela que los libros me mostraron la grandeza que jamás podré lograr: la magnificencia del pensamiento me deslumbra a cada párrafo y, en más de un caso, la belleza de las palabras hace que me tiemblen las manos cuando mis dedos recorren el teclado.
El hecho de que me sepa heredero y reconozca mi medianía ante los grandes resulta maravilloso: sé bien que no soy el dueño de la última palabra y que todas mis ideas pueden refutarse. Por eso no me queda más remedio que sentarme a platicar y asumir el riesgo de descubrir que puedo equivocarme. Gracias a los libros, descubrí que el diálogo es mejor que las consignas y que todas las verdades son tentativas. La lectura se vuelve subversiva a medida que, apuesta a las diferencias, a pensar de otra manera, a la libertad de ser distinto. Este hecho me condena a la rebeldía, a la crítica de los discursos autoritarios y, por supuesto, a la obligación de apostarlo todo a una sola carta: la libertad.
Leo y escribo para encontrar las palabras y los diálogos, para entrelazarme con el mundo y fortalecer mi intimidad, para ser libre y postrarme ante las maravillas. Por esto tengo que contar las historias de los lectores y los escritores, de los hacedores de libros y de quienes hacen posible que lleguen a las manos de quienes serán cautivados por ellos. Por esto necesito hablar de ellos y de sus enemigos, de quienes lo apostaron todo a la creación, de los plagiarios y de aquellos que intentaron asesinarlos con tal de construir el silencio y la obediencia.
Yo soy un hombre de libros y ésta, de alguna manera, es mi historia.