El único aroma similar al de los libros
En el día y en la noche, en la realidad y en la ficción, si hay una bebida que esté en el centro de la discusión política, de la teorización artística, de la plática más casual y hasta del intento de enamorar a alguien, si hay una bebida que sirve lo mismo de estimulante que de relajante, es el café. Para imaginar lo importante que se ha vuelto en nuestro tiempo, basta con decir que se trata de la segunda mercancía más comercializada en todo el mundo, tan sólo después del petróleo, y la segunda bebida más consumida, superada únicamente por el agua.
Sin embargo, en general se desconoce mucho sobre esta bebida. Pocas personas saben que los cafetos son árboles que miden entre cuatro y seis metros, y que de sus tallos penden unas frutitas de color rojo parecidas a las cerezas. Si se retira la pulpa y luego una cascarita, se llegará al grano, pero éste tiene un color paliducho, como si se sintiera mareado. Para ayudarle a sentirse mejor, hay que tostarlo. Es entonces cuando el grano obtiene su color característico, así como su aroma y su sabor tan especiales.
Tenemos registro de que los primeros cafetos se dieron en Etiopía. Sin embargo, fue en Arabia donde sus frutos comenzaron a utilizarse para crear la bebida y ahí mismo se fundaron los primeros establecimientos públicos para consumirla. La expansión del islam facilitó que el elíxir alcanzara otras latitudes y longitudes del globo terráqueo, como Egipto, Siria y Turquía. Hacia 1600, los venecianos (cuya ubicación estratégica en el Mediterráneo les facilitaba el comercio entre Oriente y Occidente) introdujeron el café a Europa. Poco a poco, las tabernas comenzaron a servir la nueva bebida. El primer establecimiento europeo específico para beber café fue inaugurado en Oxford, Inglaterra, en 1650. A Francia llegó por influencia de los embajadores del sultán de Constantinopla en época de Luis XIV. Pronto se volvería una absoluta moda en las fiestas de la aristocracia. El café llegó para competir con el chocolate caliente, una bebida que era resultado del encuentro entre el cacao americano y la leche europea, y que causó sensación en muchos territorios de ambos lados del Atlántico.
También se dice algo sobre Viena, al parecer a medio camino entre la historia y la leyenda. En 1683, los otomanos sitiaron la ciudad durante dos días, pero al final fueron derrotados. Se cuenta que un polaco llamado Kolschitzky encontró costales de café abandonados por los enemigos. Con esa materia prima inauguró el primer café de la ciudad, aunque lo hizo con dos precauciones: por un lado y, a diferencia de la manera turca de servir la bebida, decidió filtrarla para evitar los posos, y, por otro lado, se le ocurrió la brillante idea de mezclarla con leche.
Al día de hoy, hay tantas maneras de preparar el café como gustos. Está el café árabe o turco, al que se le añade cardamomo y hasta canela. El café aterciopelado, que lleva clavo, canela, crema batida y azúcar. Para los aventurados, el café napolitano, que se mezcla con clara de huevo. Por supuesto, están también los cafés “con piquete”: el irlandés, con whisky; el teté, con coñac; el francés, con Cointreau, y hasta el jamaicano, con Tía María, una combinación de licor del propio café con ron y vainilla.
Ahora bien, la historia del café es indisoluble de la historia del café. Me explico. En nuestra lengua, utilizamos la misma palabra para referirnos a la bebida y al establecimiento donde ésta se sirve. Es cierto que también tenemos el término cafetería, pero éste es menos especial. Cafetería puede ser el comedor de la escuela o la tiendita de la estación de tren donde uno sabe que encuentra café quemado y pan duro. Nada de eso: el café es un lugar que excede las palabras. Para distinguirlos, el escritor Ramón Gómez de la Serna proponía usar café con minúscula inicial para la bebida y Café con mayúscula para el establecimiento. Utilizaré esta distinción a manera de homenaje.
Y es que hablar de Cafés es hablar de vaivenes de ideas, pues han sido espacios públicos en los que se han discutido todo tipo de temas, incluidos los políticos y los culturales. Ya en el siglo xix se convirtieron en el lugar por excelencia de las tertulias e incluso de las reuniones clandestinas, al punto de que algunos de ellos han sido identificados con determinada ideología, como si sus mismos muebles pensaran.
Famoso es el Café Gijón, que aún sobrevive en Madrid. Ahí se daban cita escritores como Benito Pérez Galdós y Ramón del Valle-Inclán, y el doctor Santiago Ramón y Cajal (Premio Nobel de Medicina en 1906). Las mismísimas Greta Garbo y Ava Gardner pusieron sus pies en él. Hasta hoy, además, este establecimiento celebra su propio premio de novela todos los años.
Los Cafés vieneses suelen contarse aparte por su larga tradición, a tal grado que el viajero que cruza sus calles está obligado a entrar a alguno de ellos. Destaca el Café Landtmann, al que acudían personajes como Gustav Mahler y un tal Sigmund Freud. Estos espacios llegaron a servir incluso como oficina, pues distintos profesionistas comenzaban su día ahí leyendo los periódicos que el establecimiento se aseguraba de comprar, bebían café, se encontraban con colegas o clientes, e incluso recibían ahí su correspondencia.
Ciertos escritores, además, han inmortalizado distintos Cafés en sus libros. Hemingway dio constancia no sólo de los establecimientos de París, sino también de los de Pamplona. Aún hoy, quien pone sus pies en esta ciudad y se dirige a la plaza del Castillo, puede apreciar una lámina que indica “La ruta Hemingway”, que incluye cuatro Cafés que fueron especialmente frecuentados por el estadounidense y que quedaron retratados en libros como Fiesta y Muerte en la tarde.
Esta efervescencia de ideas hace que Antoni Martí Monterde declare en su libro La poética del café que estos establecimientos han tenido un papel decisivo en la modernidad. Y no sólo en Europa, por supuesto. En entrevistas y conversaciones he escuchado a varios escritores mexicanos decir que frecuentaban la librería El Ágora (que, por supuesto, tenía su propio Café) para ver de cerca a Rulfo, asiduo de este sitio. Algunos se le acercaban y le prodigaban elogios; otros se mantuvieron siempre a distancia prudente por no molestarlo o por vergüenza. Algunos más, como Guillermo Sheridan, sí forjaron cierta relación con el autor de Pedro Páramo. El propio Sheridan cuenta que fue en ese mismo lugar donde Günter Grass conoció a Rulfo y le dijo que era el más grande escritor y que había ido a México a conocerlo. ¿Qué decir del Café de la antigua sucursal de Gandhi Oportunidades que estaba sobre Miguel Ángel de Quevedo? Ahí se reunían unos jovencísimos Juan Villoro y José Luis Trueba.
Yo no puedo evitar recordar que alguna vez quedé de verme con Agustín Monsreal y él me citó en el Sanborns de Ángel Urraza, en la colonia del Valle. No dejó de parecerme curioso. Poco después, me enteré de que aplicaba la vienesa en ese lugar, pues hacía de esos gabinetes una especie de oficina para recibir a otras personas. Ni puedo evitar recordar que una de las asesorías con mi directora de tesis de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, la historiadora Leonor García Millé, fue en el Café del Centro Cultural “Elena Garro”. Y que ahí mismo conocí a Vicente Quirarte tras una presentación de libro y no desaproveché la ocasión para entrevistarlo. ¿Será mera casualidad que tal lugar lleve el nombre de la gran escritora mexicana? Elena Poniatowska escribió que, durante sus últimos años, Garro “se nutría de café, Coca Cola y cigarrillos”. Tal vez coincidencia, pero no casualidad.
Ahora bien, el Café también tiene su otra cara: la de la soledad. Mientras algunos escritores necesitan silencio para concentrarse, existe otra especie que necesita el bufido de las cafeteras, el tilín-tilín de las cucharas contra los vasos y las tazas, las voces de los clientes pidiendo azúcar, el cling de las monedas sobre la charola de la cuenta. Nadie menos que J. K. Rowling dio vida a muchos de sus personajes en un Café. Y lo mismo ocurre con los lectores, pues hay quienes disfrutan la particular experiencia de ir a leer a estos lugares.
No cabe duda, pues, de las estrechas relaciones que sostienen el café como bebida y el Café como espacio con el intercambio de ideas, la tertulia y el sabor. Por algo la bebida que aparece la mayoría de las veces al lado de un libro es el café. Resultan poquísimos —admitámoslo— los consumidores que se verían atraídos por un triste té. Y es que el café es una bebida que estimula y que sirve para trabajar, pero que al mismo tiempo asociamos con el ocio, con una buena plática, con un momento de disfrute. La hora del cafecito, decimos con frecuencia. El café es bueno para sentarse a hablar de proyectos con colegas, pero también para tener una primera cita. El matrimonio de más de 50 años entre mis abuelos paternos se inauguró con una invitación a tomar un café.
Esa relación tan estrecha en la realidad se ve también en la literatura. Basta echar un vistazo al catálogo en línea de Librerías Gandhi para asombrarse de las decenas y decenas de libros que llevan en su título la palabra café, desde manuales hasta recetarios. En el fondo, yo soy fanático del chocolate caliente, pero tengo que reconocer, no sin cierto dolor, que hay escenas brillantes de la literatura universal que simplemente no concibo sin los granos que Etiopía obsequió al mundo. Café es lo que Laura Avellaneda reclama el día que se decide a conocer en un plano más íntimo a Martín Santomé en La tregua. Café es lo que no puede faltar en los alimentos que Madre ofrece a la familia Joad en Las uvas de la ira, sin importar lo pobres que son. Café con leche caliente es lo que Humbert Humbert le lleva a Lolita por las noches. Café vienés es el capricho que Esteban Truena se cumple a sí mismo con su primer sueldo en La casa de los espíritus. Café es la bebida de la que Florentino Ariza tomaba hasta 30 tacitas diarias en la novela de Gabriel García Márquez (buena competencia a las 50 que Balzac solía beber en un día cualquiera).
Café… Café con mayúscula y café con minúscula. Dos elementos que llenan las tazas de la realidad y de la ficción, de nuestro mundo y de la literatura. Por eso, a lo largo de este mes, Gandhi tiene no sólo el aroma de los libros, sino también el del café.+