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Las cenizas y las ofrendas. Conversación con Socorro Venegas

Las cenizas y las ofrendas. Conversación con Socorro Venegas

Por José Luis Trueba

5 de julio 2022.

Fingir que comprendemos y aceptamos la llegada de la muerte resulta muy simple. Casi cualquiera puede hacerlo, da lo mismo si Marco Aurelio es nuestro acompañante o si otro de los estoicos ocupa su lugar; incluso si nos conformamos con un miligramo de sentido común, podemos presumir que ésa es la actitud obvia y correcta. Asumir que cuando ella llegue nosotros dejaremos de estar y que mientras no se asome seguiremos existiendo parece muy simple, y, por supuesto, permite que nos mostremos como seres absolutamente racionales, dueños de un estoicismo que haría palidecer a los antiguos. En el fondo, las razones que alimentan nuestra supuesta comprensión son irrebatibles: todos moriremos y el amor, por más grande que sea, terminará derrotado por la finitud de la vida. Gracias a esto nos convencemos de que la muerte es inexorable, y que —como decía Borges— apenas se trata de una costumbre que tiene la gente.

A pesar de aquellas palabras, la muerte de quienes amamos nos obliga a abandonar la racionalidad. Ante esta tragedia, las palabras de Marco Aurelio enmudecen. La muerte le abre la puerta al dolor, que parece incurable, y éste, a su vez, le da la bienvenida al pensamiento mágico, que nos permite sobrevivir a la desgracia. La publicación de Ceniza roja (Páginas de Espuma, 2022), el libro más íntimo de Socorro Venegas, nos compele a asomarnos a ese dolor, a la inmensidad del duelo, a la racionalidad que se quiebra a fuerza de ausencia y esperas sin sentido. Conversar sobre esta obra no es fácil: sus palabras arden hasta convertirse en un bálsamo y, para leer lo que estaba escribiendo —me responde con calma—. La tarea no consistía en escribir en el sentido más estricto del término. Lo que hacía cuando extendía la mano, cuando tomaba la pluma e intentaba hacer algo sobre el papel, era tratar de encontrar razones para sobrevivir. La existencia de este libro representa la prueba de vida de alguien que intentaba atravesar cada día sin derrumbarse por completo. Después de la pérdida de tu pareja, quedas inacabado para siempre. Se trata de una marca contra la que ni se puede ni se debe luchar. Por eso, cada una de las páginas de Ceniza roja está marcada por la zozobra, por la posibilidad de encontrar las esquirlas del tiempo inmóvil, del duelo. Sus palabras son migajitas de luz.

Pienso en lo que Socorro me dice, en el poder sanador de la escritura, pero no puedo perderme en esta idea, su voz me apremia a escucharla: 

—Te confieso que jamás habría pensado en publicar este libro si en él sólo se leyeran sombras, si sólo fuera un cuaderno de oscuridades. Me pareció importante que en esas páginas pueden hallarse las aristas por las que se cuelan el aire y la luz. Por terrible que fuera la muerte de Alan, algo de esperanza me quedaba. Finalmente, esas palabras revelan en qué te puedes convertir cuando una vida se apaga. Mi nuevo estado civil era el de viuda, un término que no entendía a cabalidad y que terminé comprendiendo como un estado de supervivencia.

Socorro tiene razón, la decisión de sobrevivir se vuelve brutalmente dolorosa. Por eso tenía que ir en busca de sus huellas.

—Ceniza roja es un acto de valor extremo —afirmo con la certeza de quien ha sufrido una pérdida o se rebela ante lo inexorable—. Mientras te leía, también recordaba situaciones personales y literarias. Más de una vez, mi esposa y yo hemos conversado sobre nuestro miedo más grande: la posibilidad de que uno de nosotros muera primero.

Quizá la única solución resida en tomar una decisión idéntica a la de André Gorz y Dorine. Ninguno sobrevivió al otro. También pienso en Odiseo, el primer hombre que sabe que el más grande de los amores es finito y será derrotado por la muerte.

—Exacto, eso es lo que descubres. Tus ejemplos literarios muestran lo que significa vivir sabiendo ciertas cosas. Sabes que eres finito, sabes que el amor también… pero vivirlo y experimentarlo cuando atraviesas la certeza de la muerte cuestiona todo lo que crees. En ese momento, quedas atrapado en un territorio de nadie. Esto lo explica Joan Didion en El año del pensamiento mágico: ella sabía perfectamente que su pareja había muerto, pero también estaba segura de que existía otra dimensión del alma donde las cosas funcionan de manera distinta. Lo racional y lo mágico se entrelazan sin que puedas evitarlo: yo organicé un funeral e hice muchas cosas con plena conciencia de mi pérdida; sin embargo, al mismo tiempo, no entendía un carajo lo que me mostraba el mapa de lo entrañable.

”De manera racional, tome la decisión de mudarme de casa porque no podía seguir viviendo donde Alan había muerto, pero esto no sirvió de mucho: todos los días seguía esperándolo mientras me aferraba al pensamiento mágico. Lo mismo le pasaba a Didion: ella guardaba las cosas de su marido porque seguramente las iba a necesitar cuando volviera. Yo misma pensaba que era una locura seguir conservando los calcetines o los anteojos de Alan. Esta clase de dolor no puede compararse con otra y, sin que puedas resistirte, te obliga a experimentar cierto tipo de demencia. No era negación, pues estaba cierta de su muerte y con esta certeza funcionaba en el mundo racional, pero había un río profundo que desembocó en Ceniza roja.

Durante un buen tiempo cumplí las indicaciones del psicoanalista hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, el diario se quedó ahí, casi olvidado y atrapado entre sus tapas. Durante muchos años, mi mirada no recorrió sus líneas. Esas páginas eran una escritura enceguecida, absolutamente nublada. Y, cuando volví a encontrarlo, fue una sorpresa, como volver a leer el cuaderno de otra mujer que me mostraba quién era yo.

La Socorro que leía era distinta de la Socorro que lo había escrito. Aunque aún no tuvieran el nombre de Ceniza roja, esas páginas también se habían transformado: la sanación por las palabras se convirtió en una ofrenda.

—Hace unos pocos días —le digo a Socorro—, Alberto Ruy Sánchez dijo algo sobre tu libro que me parece fundamental: Ceniza roja es una gran ofrenda.

—Alberto tiene toda la razón. En Ceniza roja hay un episodio donde cuento cómo levanté un altar y, pétalo a pétalo, formé un camino con flores de cempasúchil. Nunca en mi vida había hecho algo parecido. Tú sabes bien que Alan y yo éramos completamente agnósticos. Pero, sin saber de dónde provenía, la necesidad de montar una ofrenda se adueñó de mí. Hacerlo resultaba indispensable y no me detuve hasta conseguir la comida y la bebida que le gustaban. Eso me permitía saborear y disfrutar el sueño de que tus muertos vuelven. Las ofrendas son un triunfo efímero sobre la muerte y te dan la ilusión de que —por lo menos una vez al año— quienes se han ido pueden venir para estar a tu lado.

”Éste es un episodio del libro, pero algo más recorre sus páginas: es una elegía para poder hablar de quien se ha ido; es un reclamo amoroso por el abandono que no puede solucionarse. En él hay algo diferente de lo que hicieron André Gorz y Dorine: lo que le sucede a las personas que no pudimos despedirnos de quienes amamos. Yo no tuve esa posibilidad. Me quedé estancada, dolida y cargando la culpa que nace de la locura de suponer que podría haberlo adivinado. Aunque racionalmente procesara esta idea y supiera que no podía hacer nada distinto, en el tiempo del pensamiento mágico las cosas se viven de manera diferente. La ofrenda también tiene este sentido: me permitió despedirme y honrar, dejarlo cumplir el ciclo de su vida.

Me levanto de mi silla y Ceniza roja comparte conmigo el pasillo. Las palabras de Socorro están cosidas a mi piel y los dibujos de Gabriel Pacheco acompañan mis pasos. Hoy sé que Marco Aurelio no me sirve para nada, que la muerte del amor es incurable y sólo invoca las elegías y las ofrendas. La melancolía absoluta de las palabras y los dibujos me perseguirá esta noche.+